Fuente: Clarín
Autora: Mercedes Alvarez
Pocos escritores han despertado en las últimas década la fascinación que ha despertado Clarice Lispector. Desde su muerte, en 1977, su fama fue en aumento y se convirtió en la escritora del Brasil, una referencia indiscutida. Este libro, sus Cuentos completos, viene a decir lo suyo en el enorme mar de impresiones, reimpresiones, traducciones, compilaciones, estudios críticos, ensayos.
¿Un libro más de Clarice Lispector? Sí, pero único en su especie, porque, como señala Benjamin Moser en su prólogo, “la totalidad de los cuentos de Clarice no se había reunido en un solo volumen en ningún idioma, ni siquiera en portugués, sino hasta que se publicó en inglés, en 2015, en Estados Unidos y Reino Unido”.
Si leemos estos relatos cronológicamente, podemos constatar algo que ya intuíamos: que Clarice nació como la escritora que era, y que nunca dejó de ser. No se forjó un estilo, ni evolucionó en su manera de ver las cosas. Vino al mundo con una inteligencia prodigiosa y una mirada absolutamente particular.
Probablemente su condición de marginal (había nacido en Ucrania, en una familia de origen judío, y emigrado a Brasil a los dos años de edad), le proporcionó en parte ese sesgo. “Venía de una tradición del fracaso, de una tradición de la ausencia de tradición”, nos dice Moser. Así que se forjó una propia, y el mundo supo de ella en 1944, con la publicación de Cerca del corazón salvaje, su primera novela, que obtuvo inmediato reconocimiento.
Quizá sería demasiado atrevido pensar en Lispector como una escritora judía, sobre todo cuando nada en sus historias o en su prosa parece remitir a ello, y fue más por una voluntad de su familia que por la suya propia que esté hoy enterrada en un cementerio judío en Río de Janeiro.
Moser señala, sin embargo: “De Clarice Lispector puede decirse que, al igual que los cabalistas, buscaba la divinidad mediante el reordenamiento de las letras, la repetición de palabras sin sentido, el análisis gramatical de versos y la búsqueda de una lógica distinta de la racional”. Podría ser.
“Se lo perdono todo, se lo perdono todo a los que no saben contenerse, a los que se hacen preguntas. A los que buscan motivos para vivir, como si la vida en sí misma no se justificara”, dice la protagonista de “Obsesión”, uno de sus primeros cuentos.
Los personajes de Lispector, por lo general, no entienden las cosas racionalmente. Son intuitivos. Se quedan perplejos o se rebelan. Son crueles o misericordiosos, pero nunca indiferentes. Pueden ser prejuiciosos pero aceptan. Aceptan el misterio.
Como la protagonista de “La legión extranjera”, uno de sus cuentos más bellos, que trata de una niña que visita a un escritora, su vecina de departamento, y empieza así: “Si me preguntaran por Ofelia y sus padres, habría respondido con el decoro de la honestidad: apenas los conocí. Ante ese mismo jurado al que respondería: apenas me conozco. Y a cada cara del jurado le diría con la misma límpida mirada de quien se hipnotizó para la obediencia: apenas los conozco. Pero a veces despierto del largo sueño y me vuelvo con docilidad hacia el delicado abismo del desorden.”
No conviene analizar demasiado qué es lo que Lispector quiere decir. Su escritura no es perfecta, pero, como diría el Salieri de la película Amadeus sobre la música de Mozart: “si desplazáramos una frase, la estructura se caería”. Lo que ella exige es un acto de fe. No se entiende a Clarice con la razón, sino que hay que dejar que las frases produzcan su efecto, destilando de a poco en el sistema nervioso. Es un riesgo. Muchas veces, demasiadas, su escritura parece bordear la locura, y si la palabra penetra, estamos peligrosamente expuestos. Sin embargo, es ahí, en el margen de la locura, donde resplandece en toda su fortaleza.
“Más allá de la oreja hay un sonido, en el extremo de la mirada un aspecto, en las puntas de los dedos un objeto: hacia allá voy. En la punta del lápiz el trazo. Donde expira un pensamiento hay una idea, en el último aliento de alegría otra alegría, en la punta de la espada la magia: hacia allá voy”. El texto se llama “Hacia allá voy”. Apenas una página escasa. ¿Un relato, un poema en prosa? “Yo estoy al borde de mi cuerpo. Y lentamente fenezco”, dice.
¿Pero quién está al borde de su cuerpo? ¿Clarice escritora? ¿Clarice persona? “Cuando no escribo estoy muerta”, dijo en 1977, en la última entrevista que concedió. El escritor es escritor en tanto que escribe, podríamos decir. Clarice va más allá: en tanto esté diciendo, la persona que escribe vive. Cuando no está diciendo está muerta. Entonces, ¿el escritor solamente vive en la escritura? Misterio.
La escritura de Clarice Lispector es muchas veces una incógnita. Las revelaciones ocurren en el plano de lo cotidiano. No siempre son epifanías. Muchas veces, por el contrario, muestran una debilidad, como la rata que patea la protagonista de “Perdonando a Dios”, quien pasa de sentirse “la madre de Dios, que era la Tierra, el mundo”, a no soportar la visión de una rata, y a reflexionar que “solo podré ser madre de las cosas cuando sea capaz de tomar una rata con la mano”.
O la presencia de un ciego que come chicle en el cuento “Amor”, que lleva a Ana a una crisis súbita: “Todo lo mantenía en serena comprensión, separaba a cada persona de las demás, la ropa estaba claramente hecha para usarse y era posible elegir en el periódico la función de cine de la noche (…) Y un ciego mascando chicle despedazaba todo aquello”.
Un huevo en el desayuno puede desencadenar filosofías, como en “El huevo y la gallina”. “El huevo es el gran sacrificio de la gallina. El huevo es la cruz que la gallina carga en la vida. El huevo es el sueño inalcanzable de la gallina. La gallina ama al huevo. No sabe que el huevo existe. Si supiera que tiene un huevo en sí, ¿se salvaría? Si supiera que tiene un huevo en sí, perdería su estado de gallina. Ser una gallina es la sobrevivencia de la gallina. Sobrevivir es la salvación. Porque al parecer el vivir no existe. El vivir lleva a la muerte. Entonces lo que hace la gallina es sobrevivir permanentemente. Sobrevivir es mantener una lucha contra la vida, que es mortal. Ser una gallina es eso. La gallina tiene un aire compungido.”
Sobre el texto, Lispector dijo ante las cámaras: “Soy una escritora hermética, pero no para mí misma. Aunque hay un cuento mío que no comprendo muy bien: “El huevo y la gallina”. Para mí es un misterio”.
Marguerite Duras decía que existe una locura de escribir en sí misma, pero que no se está loco debido a esa locura. La frase aplica a todo escritor, pero con toda justicia a Lispector. Parece bastante obvio que no estaba loca, como también parece obvio lo que a tantos críticos les cuesta aceptar: solo una mujer pudo haber escrito cuentos como “La imitación de la rosa”, o “Lazos de familia”, o “Los desastres de Sofía”.
La literatura de Clarice está atravesada por una marca femenina, solo que esa marca es tan personal que le atañe solo a ella, como si fuera el único exponente de una categoría que erróneamente se ha dado en llamar “literatura femenina”, pero que bien podría rebautizarse “literatura clariceana”.
Como mujer, vale destacar, Lispector no se privó de nada. Se casó, tuvo hijos. Tenía un rostro de una belleza extraordinaria y su elegancia no pasaba desapercibida. Escribió toda su vida, hasta su muerte. La imagen de Clarice, reproducida en libros, en redes sociales, imitada por modelos vestidas como ella para producciones fotográficas, no fue para nada algo ajeno a su decisión. Todo lo contrario: cultivó esa imagen; la pulió hasta el cansancio. Se sabía bella, se sabía inteligente.
Moser escribe en su prólogo que un amigo suyo le advirtió a una lectora de Lispector: “Ten cuidado con Clarice. Eso no es literatura. Es brujería”.
La prosa de Clarice tiene que ser contrarrestada: por otras prosas, por la vida misma. Por lo que sea. Léanla, porque es una de las experiencias más extraordinarias que pueden tenerse. Luego olvídenla. Conjúrenla. Clarice sabrá perdonar. Como la escritora de “La legión extranjera”, ella sabe que a veces matamos por amor.
Cuentos completos, Clarice Lispector. Trad. Paula Abramo. Fondo de Cultura Económica, 472 págs.