Reseña: «La Contraofensiva»

marzo, 2023

Solemos discutir con un amigo sobre la distancia histórica conveniente entre escriba y tema. Él, sin ser especialista, aduce que para obtener resultados sensatos se necesita una distancia que permita objetividad en el análisis que la pasión ocluiría. Opina que la tentadora proximidad espaciotemporal resulta mala consejera. Yo sostengo sin certidumbres que con la distancia se diluye el ímpetu de lo que se aborda. Encuentro que la pasión ha sido beneficiosa para los relatos setentistas y no creo que se acceda a menos conocimiento sin la sal y pimienta de la experiencia militante, la del testigo, la del que participó.

Este trabajo no se priva de referenciar emociones. Los testimonios que sirven de base a los análisis abundan en lo que en los setenta se llamaba “subjetividades”. El video sobre Víctor Hugo Díaz, “La victoria de Beto”, fuente de glosas habituales del autor, constituye una elegía del montonerismo militante. Igual cuando cita una novela que me gustó, “Lo que mata de las balas es la velocidad” (publicada en 2005, escrita en 1989) de Eduardo Astiz, primo lejano del genocida. Releí “Balas…” y hallé los motivos del buen recuerdo. Por un lado, el candor de una enunciación primeriza en el oficio pero con una intuición envidiable para desplegar una trama de sucesos que percibí como lo más genuino en cuanto a testimonios sobre la militancia setentista. Por otro, me complació el relato de un par de palizas a las patotas represoras, omitidas – tiene que ser por pudor – en los recuentos trágicos de la Contraofensiva. La novela de Astiz desconoce de corrección política, aunque a la ficción por más autobiográfica que se reclame se le dispensa lo que a otras escrituras no. Debido a ello algunos lectores adustos la desestimarían. Confino sostiene que Astiz describe la organización como “un entramado entre militantes probos y traidores” (39), una apreciación sinóptica que podría discutir con profundidad similar a la que otorga a los demás tópicos que desarrolla. También recurre con asiduidad a “Fuimos soldados” (2006) de Marcelo Larraquy, un libro sobre los mismos temas que los de Astiz, con más espectacularidad y que se desplaza entre el ensayo y la novela histórica a la manera del “best-seller” de Javier Cercas, “Soldados de Salamina” (2001), a quien Larraquy reconoce en la página final de su libro. La primera parte de Fuimos soldados parece evocar una disputa “post ideológica y post política” (Esteban Campos) entre mafiosos. Lo anterior solo para mencionar unas pocas de las subjetividades sobre las que Confino construye su analítica obra.


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El autor realizó una investigación minuciosa, esforzada en cumplir la función que se propuso. Consultó numerosas fuentes para cuestionar conceptos cristalizados por los trabajos canónicos sobre el setentismo producidos desde los tempranos ochenta hasta el presente. Al autor se lo consultó en los medios no hace mucho, luego de las declaraciones de Fernando Vaca Narvaja a Tomás Rebord sobre el éxito de la Contraofensiva. En la elaboración del libro Confino no dejó piedra sin remover. La introducción (15 – 45) cuenta las peripecias que enfrentó, como la distancia con el objeto a investigar sobre un tópico que no está cerrado y la incesante “vigilancia epistemológica” (29) – fascinan estas expresiones que remiten a Pierre Bourdieu (1930 – 2002) y deben desconcertar a la tribu del militante veterano arrimado a esta obra por la atracción del título. La intención fue evitar contaminar su estudio con “…los construidos y heredados por diversas capas de la memoria social que se corresponden más con las pasiones actuales que con el rigor histórico de los sucesos pretéritos” (39).


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De la cristalización de conceptos es curioso cómo juzga “Política y/o violencia” (2005) de Pilar Calveiro y “Montoneros: final de cuentas” (1988) de Juan Gasparini, dos estudios emblemáticos de la época. Confino agrupa dentro de la “hermenéutica de la derrota” los trabajos de Calveiro y Gasparini, agrega Soldados de Perón (1987) de Richard Gillespie, y también obras de Miguel Bonasso, Jorge Bernetti, Mempo Giardinelli y Ernesto Jauretche, entre otros. Indica que estas interpretaciones que se basan en “el desvío militarista”, “el espejo” – reflejos en las filas propias de los hábitos del enemigo – y “el quiebre” – una cuña de pensamiento entre la dirigencia montonera y los militantes – impiden una visión integral e implican una carencia que afecta los análisis sobre la organización, en especial, los de la Contraofensiva. Asimismo, discute “mitos” atribuidos a los militantes montoneros que petrifican las interpretaciones: “el mandato sacrificial” (118); “la pulsión por la aventura” (210), “el fetiche del fusil” (217) y otros. En su lugar los contextualiza, intenta despegarse de simplificaciones y los desmenuza para complejizar su contribución con los debidas gamas. Los mitos sobre la repatriación forzada podrían haber tenido algún peso en la decisión de retornar al país pero resalta que la volición de los militantes y la confianza más voluntarista que racional en el acierto de la Contraofensiva fueron concluyentes. En cuanto a sus fuentes, referencia partes de inteligencia de la represión, lo que constituye una de las novedades del trabajo. La gente de La Retaguardia también ha revisado los partes de inteligencia disponibles y, como Confino, refutan las sospechas de connivencia entre los represores y la cúpula montonera.

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Confino insiste que sería preferible sustraerse de los relatos cristalizados que ponen énfasis en que la operación fue una anomalía informada por la militarización de la conducción en los tramos finales de su existencia. La militarización fue uno de los factores que arrastraron al fracaso, no el único. Según su entender, los dirigentes no se lo plantearon así. El autor sostiene que la Conducción Nacional en toda su trayectoria nunca abandonó la práctica de la política en su menú de acciones. La primera Contraofensiva fue pensada como una operación integral compuesta por los dos elementos, el militar con las Tropas Especiales de Infantería (TEI) encargadas de las acciones militares y el político con las Tropas Especiales de Agitación (TEA) a cargo de la difusión de las propuestas de Montoneros. La segunda también pese a la destrucción total de las TEI por la represión.

Fuimos soldados

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Mi visión impresionista evoca a Montoneros un tanto desgajado del resto de la colonia de exiliados argentinos primero en Bolivia y luego en Costa Rica, pese a que gran parte de ella provenía de alguna relación con el peronismo y de disidentes de agrupaciones de superficie… de Montoneros. Los orgánicos, acaso no se los distinguiera por su clandestinidad – la Contraofensiva, Radio Noticias del Continente – no pasaban por la librería que administraba en San Pedro de Montes de Oca, en San José, frente a la universidad; los recuerdo en números modestos y con algunos intereses diversos de los del resto. Los intereses diversos – como mi memoria mediada por lecturas subsecuentes señala – consistían en su conocida agenda, sin que por lo menos a partir de la mitad del 79, la denuncia por la violación de los derechos humanos en el país haya sido prioridad. Confino indica en varias secciones del libro que desde el 75 en México y España destinaban tiempo, gente y dinero a las denuncias de las violaciones a los derechos humanos en Argentina en colonias de exiliados, aunque renegaran del exilio (Jorge Lewinger lo describía como “sobrevivencia pasiva” [75]). Estas reminiscencias no son solo mías. Carlos González Gartland y Daniel Cabezas en el libro, acusan el uso instrumental de la política de derechos humanos de Montoneros, opinión que Confino matiza al decir que los que participaron en la sección denuncias de la organización lo hicieron sin segundas intenciones porque entendían muy bien que esa política era fundamental para oponerse a la dictadura (69 y 70). Al parecer el autor destaca opiniones distintas sobre militar la denuncia entre los militantes rasos y los dirigentes de más graduación (84).

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El autor habla de la persistencia del “componente heroico” que prevaleció en los testimonios del juicio por la Contraofensiva en el Tribunal Oral Federal 4 de San Martín en la provincia de Buenos Aires. También de la recuperación de familiares y amigos de las “fibras más épicas” de esa última operación de Montoneros. Opina que esos aspectos dificultan “la interrogación de las aristas menos complacientes del pasado revolucionario” (44 y 45). Al final noté que vuelve sobre el asunto pero no aprecié cómo las versiones épicas y heroicas de los testigos sobre sus desaparecidos se interponen en análisis formales, o para situarnos en modo áulico, en análisis rigurosos de las partes feas del pasado revolucionario.

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¿Estarán entre las “aristas menos complacientes” (lo feo) las responsabilidades de la guerrilla en el genocidio que algunos autores reclaman?

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Tengo objeciones intuitivas que no atino a dilucidar todavía y que luego retomaré, o quién sabe si nunca. Pese a ellas el libro representa una contribución valiosa que se destaca por provenir de un grupo etario bastante posterior al de los participantes directos y testigos. A autores como Confino (parecido al Nikolaus Wachsmann de kl, pero más joven) los encuentro menos rígidos que quienes investigaron antes que él en el asunto de las insuficiencias o límites de la voluntad militante durante los años del plomo. Se arriman con una mirada que polemiza con más aplicación que fervor con textos respetados de las generaciones previas.


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Habría que revisitar el concepto de heroicidad. Tal vez mitigar sus cualidades divinas. A nuestros héroes se los celebra “por su compromiso con el deseo, por su rebeldía contra lo existente, mujeres y hombres frágiles, pletóricos de vida” (Luis Mattini dixit, pese a que con frecuencia se ha expresado contra la fábula del guerrillero heroico). Asistí a algunas audiencias del juicio por la Contraofensiva y no hallé que persistiese el “componente heroico” más de lo adecuado. En los testimonios advertí orgullo por vidas humilladas y segadas por una represión abominable. Qué otra conducta se supone que debieran adoptar los parientes de los que murieron. No pienso que, como en tiempos anteriores no lejanos, muchos asistentes a los juicios veneraran al militante por imponerse a las ordalías del suplicio sino por haberlo tenido que sobrellevar. Para familiares, compañeros y amigos – aunque no le sirva a la objetividad por ahí ilusoria del análisis – vale la pena reivindicar estas vidas, decir que importaron aunque suene anacrónico, cursi, militante o emocional. Ellos precisan balances y quizás las reconstrucciones históricas asépticas no les signifiquen mucho. Uno se pregunta si el estudio discreto que protesta los atributos de gesta de la Contraofensiva vale más que otros que los conjuran para entender los tumultos de una época, para debatirla sin faltar a la interrogación erudita ni a la búsqueda de la verdad.

Fuente: Guarda con el libro
Por Hugo De Marinis

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