Reseña: Novelas I, de Clarice Lispector

enero, 2022
Las tres primeras novelas de la autora brasileña dan cuenta de una voz única

Fuente: La Nacion

Autor: José Maria Brindisi

 

La anécdota, o habría que decir el rumor, se presta mansamente a la discusión de estos tiempos. Lo cierto es que cuando Clarice Lispector publicó su primera novela –titulada Cerca del corazón salvaje– en 1943, con apenas 23 años, y de inmediato desapareció rumbo a Europa con su marido diplomático, produjo dos efectos: por un lado la admiración, el shock corrosivo provocado por una escritura que parecía insular, solo hija de sí misma; por otro, la “machocéntrica” sospecha de que detrás de esa pluma privilegiada debía esconderse, claro está, un hombre… De haber circulado entonces ese otro rumor –este sí fundado– de que la mayor parte de la novela había sido escrita cuando Lispector tenía solo 17 años, las especulaciones podrían haber traspasado incluso la atmósfera terrestre.

Como su contemporánea Carson McCullers, Lispector fue una escritora ferozmente precoz, dueña de una capacidad de observación única, y la publicación en conjunto de sus tres primeras novelas permite rastrear las oscilaciones de un estilo que, aunque desde el inicio parece hallarse completo, en posesión de todas sus herramientas, supo tener sin embargo sus discusiones internas.

Cerca del corazón salvaje –el título está tomado de Joyce, uno de sus indudables referentes–, cuyo núcleo argumental se posa como tantas otras veces en su obra sobre una mujer que en la madurez busca con desesperación algo que al fin la conmueva, representa ya la conjunción perfecta entre argumento y rigor poético, una tensión extrema, indisoluble, entre aquello que se cuenta y los procedimientos formales elegidos para hacerlo. Esa suerte de determinación no debería tomarse desde la inevitabilidad engañosa que proponía Borges, sino más bien desde el modo en que el fraseo sincopado de Lispector transmite los devaneos de la mente: la demostración de que cada sentimiento que triunfa ocupa el lugar de otros, que cada paso que se da es la negación de muchas otras posibilidades.

A su vez El candil (1946), que en esencia revela el vínculo enfermizo pero a la vez profundo, de un entendimiento ciego entre dos hermanos, representa una búsqueda aún más extrema, quizá por momentos excesiva, entre lo material y todo lo intangible o subjetivo; y a pesar de ello resulta insoslayable por la lucidez y la capacidad incomparable de Lispector para traducir las sensaciones en hallazgos, es decir, para que todo se nos vuelva familiar y al mismo tiempo inevitablemente extraño. Por último, La ciudad sitiada (1949), que acaso no por casualidad precedió un silencio casi absoluto de una década, parece un intento más o menos consciente de la autora nacida en Ucrania por aproximarse a una narrativa más tradicional, a un fondo y forma más latinoamericanos; pero una Latinoamérica preboom, incluso preonettiana, y por supuesto prelispectoriana.

Las tres, no obstante, evidencian la prepotencia poética que Lispector persiguió al entreverarse con la fragilidad e inconstancia del alma humana, y la compleja relación de los seres con las cosas, es decir, con todo eso que nos excede y que constituye el mundo.

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