En el transcurso de las últimas décadas -cómo ignorarlo o, peor aún, silenciarlo-, la cultura argentina ha sufrido un proceso manifiesto de deterioro, degradación y descenso: la profusión de libros de autoayuda se confunde con tratados de filosofía o psicoanálisis, el discurso crítico ha dejado de ser un ejercicio de ponderación para convertirse en un complaciente gesto publicitario o de amable camaradería, la ríada de novedades de los grandes grupos editoriales conforma un avatar de Saturno devorando a sus propios hijos. En el marco de tal panorama, ¿Para qué necesitamos las obras maestras?, de Ricardo Ibarlucía, merece los honores de la más cálida y agradecida recepción.
Por algún insondable cúmulo de razones (se podría imaginar que éstas pueden abarcar desde la impericia hasta la indiferencia), la literatura vernácula no se inclina por los ensayos en torno a la estética, como si sus intelectuales prefirieran ser prudentes en exceso y no pisar con pie vacilante terreno resbaladizo. Más escasos aún son los ensayos de tal carácter que merecen perpetuarse en la memoria; entre éstos, sin duda, vale la pena mencionar Descenso y ascenso del alma por la belleza (Leopoldo Marechal, 1933), que glosa una sentencia de san Isidoro y se detiene en algunos puntos que desarrollará in extenso en Adán Buenosayres (1948).
En ¿Para qué necesitamos las obras maestras? (la pregunta, en principio, se emparenta con otra reiterada hasta el agotamiento: ¿para qué sirve el arte?; las respuestas que brinda el autor a lo largo del libro son venturosamente irrefutables), Ibarlucía se centra en el pormenorizado análisis de la Madonna Sixtina, de Rafael Sanzio; los ready-mades, de Marcel Duchamp; la obra poética de Paul Celan; la historia de una frase de Jules Michelet que ha terminado por tornarse célebre: “Cada época sueña la siguiente”; y, en primera instancia, comienza a responder el interrogante que le presta título al volumen: “La trascendencia estética consistiría en esto: el arte instala, en el mundo real, un ente imaginario cuya contemplación nos redime, momentáneamente, de la finitud” (p. 28).
Como suele suceder, de manera inevitable, con cualquier texto de carácter especulativo, más allá de que, en este caso, todos y cada uno de los temas poseen una entidad propia y sustantiva, al hipotético lector alguna de las materias estudiadas puede suscitarle más o menos interés que las restantes. Nos atrevemos a barruntar que tales variaciones en el ánimo de quien lea bien poco importan. Y bien poco importan porque ¿Para qué necesitamos las obras maestras? cumple con holgura uno de los requisitos esenciales (sino el fundamental) de cualquier ensayo: a partir de una apretada y por demás pertinente red de alusiones e interrelaciones (que va de Walter Pater y Winckelmann a Walter Benjamin pasando por Goethe, Sylvia Plath o Heidegger, entre tantos otros) abre un fecundo abanico cuyos pliegues recubren y trascienden los temas puntuales y específicos. Parafraseando la metáfora flauberteana: cada uno de los temas principales y los subtemas que de ellos se derivan son las cuentas de un collar engarzadas al hilo de la reflexión del autor de modo límpido y ejemplar. En este sentido, si necesario fuera escoger alguno, el trabajo que cierra el volumen resulta paradigmático: al análisis de la frase de Michelet se le suma la labor filológica y hermenéutica.
Ricardo Ibarlucía se ha abocado al ejercicio del pensamiento; el mismo tiende a resultar árido, ímprobo, solitario. Pero también estimulante y contagioso. Al menos con motivo de ello -entre tantas otras razones-, ¿Para qué necesitamos las obras maestras? emerge como un libro de lectura imprescindible.
Fuente: Evaristo Cultural
Por Osvaldo Gallone