El rescate de la obra de Sara Gallardo verificado en los últimos diez o quince años continúa en marcha y ramificándose. Después del regreso de sus novelas y cuentos, seguido por el redescubrimiento de parte de sus colaboraciones periodísticas, ahora le tocó el turno a sus escritos como viajera en una recopilación preparada y prologada por Lucía de Leone, una de las principales adalides de la revalorización de la autora de Los galgos, los galgos.
Vivir de viaje (Fondo de Cultura Económica, 433 páginas) reúne una selección de las crónicas sumamente personales que Gallardo publicó en la revista Confirmado, acompañadas por textos algo más convencionales aparecidos en el diario La Nación.
El reencuentro con estos escritos dice mucho de la escritora que los imaginó y sugiere más de la época en que circularon, un tiempo en el que, según la opinión de Paula Pico Estrada, hija mayor de Gallardo y editora de alguno de sus títulos desenterrados, el periodismo escribía con una libertad que hoy se ve cada vez más restringida por la corrección política y sus canceladores.
A juzgar por este libro, Gallardo (1931-1988) hizo buen uso de esa libertad. Se lo reconoce en el estilo, en los desplantes humorísticos que dirigía a sus jefes, en el menoscabo al oficio que ejercía (“Yo tengo un profundo desprecio por la información”, declaró en una entrevista de 1977), en los temas que abordaba y en su manera de esquivar lugares comunes y fórmulas remanidas.
Los viajes eran una buena excusa para permitirse esa expansión creativa. El menú era variado y estimulante: travesías en barco (es admirable el relato de un periplo a San Salvador de Bahía, en Brasil), arduas recorridas por el noroeste argentino (una de ellas inspiró su novela experimental Eisejuaz, de 1971), peregrinaciones religiosas, largas permanencias en Europa, veraneos en Punta del Este, el arribo a una Nueva York fascinante y perturbadora en plena convulsión sesentista.
TOQUE PERSONAL
La Gallardo de Confirmado, al menos en los textos reunidos en este volumen, se mostraba más suelta y provocadora; la de La Nación, que pertenece a la etapa de su residencia en Europa a partir de mediados de la década de 1970, parecía más seria y asimilada a las tareas formales de una corresponsal en el exterior.
Por eso resulta mucho más atractivo el personaje algo frívolo que la escritora—periodista se había creado para imprimirle un toque personal a sus columnas en Confirmado, explorado antes en Macaneos, una selección de 2016. Ya fuera con firma o de manera anónima bajo el encabezado de “La donna è mobile”, Gallardo atendía allí los supuestos intereses de ese personaje casquivano: moda, restaurants, la noche porteña o esteña, los hábitos ruidosos del turista argentino corriente, al que detestaba.
Pero había algo más, que esta recopilación ofrece en dosis elocuentes y bienvenidas. No todo era frivolidad y desparpajo. La irreverencia de Gallardo se dirigía también a los irreverentes de su época. Su mirada aguda repasaba con humor los tópicos de la contracultura (psicoanálisis, desprecio de los mayores, falta de aseo, afición a la marihuana) para exhibir mejor sus imposturas.
Su visita a Nueva York en 1968 le aporto suficiente material para entregarse a ese ejercicio. De aquel viaje que inicialmente la deslumbró, Gallardo produjo al menos media docena de notas para Confirmado en las que, sin proclamarlo, trazó un penetrante diagnóstico del malestar que desgarraba entonces a la gran superpotencia capitalista (y con ella al resto de Occidente). Rastreaba el origen del problema hasta el protestantismo y la cultura sin misterio y sin imaginación que había engendrado en el transcurso de los siglos.
“En las culturas que aceptan el misterio —escribió en abril de 1968—, los viejos, los locos, los pobres son respetados: el misterio, de alguna manera, se manifiesta a través de ellos. En una cultura de la eficacia, los viejos, los locos, los pobres, los ineficaces, Dios les tenga piedad. Son los caídos en el mar”. Con una lente que adelantaba el tiempo, Gallardo vio un fenómeno que hoy abarca a todo el mundo desarrollado y a los países que aspiran a serlo: el desamparo de los mayores, su soledad en una sociedad opulenta pero privada de afecto.
Las viejas de Nueva York le parecieron el “espectáculo más terrible que pueda contemplarse”, las “viejas solitarias, que emergen al atardecer después de construirse durante horas un arreglo de muchachas, y graznan un poco saludándose, y salen juntas”. ¿Qué representaban esas pobres mujeres solas? Gallardo las definió con esta frase que hoy podría enloquecer a la feminista más militante: “Resumen y consecuencia del matriarcado, ricas, independientes, la riqueza les ha servido para que nadie las cuide; la independencia, para morir en la soledad”.
La excepción a esa triste regla estaba en las comunidades negras, a las que la cronista, siempre original, revisó desde el punto de vista alarmado de los blancos, en pleno auge del combativo “Black Power”. Lo positivo de esas comunidades no estaba en la militancia insurgente, sino en su apego a la tradición. “Los negros, cultura del misterio, tienen sus viejas apacibles, sencillas —apuntó—. No habiendo arrancado en aras de nada su raíz femenina pueden ahora cumplir el ciclo de la naturaleza en paz. No fueron matriarcas. Se conservaron mujeres”. Como puede apreciarse, en sus mejores momentos las crónicas de viaje de Gallardo eran mucho más que los esbozos de una rápida guía turística.
Otro de sus blancos era la contracultura hippie. Con su admiración por las religiones orientales y sus obligadas peregrinaciones a la India, aquel fenómeno era la manera en que un pueblo sin fantasía (el norteamericano) trataba de evitar la crisis en la que “los demonios reprimidos saltan juntos y cruje cada pieza de la sociedad”. Esa necesidad de escapar también explicaba el auge de las drogas, que entonces resultaba exótico para una escritora católica y nacida en un país de origen hispano de la todavía plácida América del Sur. Detrás de todo, opinó, estaba la “búsqueda desesperada de la realidad invisible por un pueblo acostumbrado a manejar realidades visibles”.
A la pregunta, tal vez imaginaria, de sobre qué escribía, Gallardo respondió burlona: “Sobre lo que a nadie le interesa, que es lo único que a mí me interesa”. De los viajes no le interesaban los relatos de los turistas una vez regresados porque eran meros testimonios sin poesía. No le interesaba el viajero por esnobismo (ella nunca lo fue), el típico viajero burgués “que ignora que, si un viaje no es una peregrinación, no vale la pena de ser hecho”.
El periodismo fue para Gallardo una fuente de ingresos, un terreno de juegos y un campo de pruebas. Con engañosa inocencia se permitía discutir o negociar con sus superiores, confesar la falta de temas, estirar un texto para cumplir con una exigencia de espacio (“Ahora tengo que poner unas frases, porque sobra espacio”), pregonar el sorprendente culto de la “desinformación”. Breve y punzante podía escribir arranques perfectos de nota, como esta de 1972 que cuenta su llegada a Bahía en un buque de la empresa estatal ELMA: “Una bahía resplandeciente, nosotros volcados en la borda, una ciudad cortada por un barranco rojo. Brasil, agua que enceguece, aire que asfixia. Más que aire, vapor; más que vapor, caldo. Sobre el barranco y bajo el barranco, San Salvador de Bahía de todos los Santos. Cúpulas y cúpulas, ascensores para unir la ciudad alta y la ciudad baja, edificios blancos, miserias de colores, tiranía del verde, las 365 iglesias de la leyenda esperan”.
Trece años más tarde volvía a jugar con el comienzo de un artículo enviado desde Europa: “Federico Fellini no fue a Sevilla, que le dedicó un festival de un mes. Fue su mujer. El se excusó con el lanzamiento de su película Ginger y Fred. Entre telones insinuó que presidir tanto homenaje le da vergüenza. Pero todos saben la verdad verdadera: pura malacrianza. Para eso están las esposas”. Desenfado, información, buena prosa: la combinación deseada por cualquier cronista.
¿Cuál fue la verdadera Sara Gallardo? ¿La autora más formal, seria y ambiciosa de las novelas, hace años redescubiertas y exaltadas con criterio feminista? ¿O la periodista lúdica y burlona que escribió contra las corrientes de un tiempo que ella denostaba y hoy se idealiza? Sus admiradores más recientes eligen la primera, pero en verdad no hay por qué elegir: una y otra, es evidente, convivían en la misma creadora singular.
Fuente: La Prensa
Por Jorge Martínez