En 1925, el diario La Nación señalaba que la Madre María ‘ofrecía a todos, ricos y pobres, lo que la ciencia no puede ofrecer y la religión se niega a dar’. En 1929, el diario Crítica titulaba una de sus notas ‘La ciudad está minada de curanderas, curanderos y adivinas que explotan la credulidad del pueblo’.
Medio siglo más tarde, un prestigioso médico reumatólogo y profesor universitario contaba en un libro que durante varios años una señora a la que llamaban doña Esther le había estado derivando pacientes que no la visitaban por culebrillas, mal de ojo o tristezas sino por artritis. El médico reconocía como deuda personal no haber recomendado el nombre de doña Esther a aquellos pacientes que escapaban a su competencia profesional –por ejemplo, los afectados de empacho–. También afirmaba que estaba dispuesto a hacer tales derivaciones tan pronto se legalizara el curanderismo.
Estos comentarios pueden ser leídos como anticipos de lo que la historia sociocultural, la antropología médica y la sociología de la salud han estado discutiendo en las últimas décadas: si bien desde el siglo XVIII la medicina diplomada comenzó a delimitar su objeto de estudio y buscó oficializarse, no siempre logró desplazar a otras muy diversas artes de curar, un cambiante repertorio de saberes y prácticas donde destacan las mixturas, los intercambios y las reinterpretaciones.
Durante décadas –y siglos– las artes de curar han estado presentes en las trayectorias terapéuticas de enfermos ricos y pobres, educados o no, poderosos o desvalidos. Descubre una historia de continuidades que se fueron ajustando con el paso del tiempo pero que nunca faltaron.
Algunos ejemplos en el pasado argentino la ilustran. A mediados del siglo xix, Justo José de Urquiza, entonces gobernador de Entre Ríos, reconoce que debido a las guerras no era posible contar con los médicos habilitados, contradice al Tribunal de Medicina e invita a sus comandantes a convocar a los curanderos para atender la salud de sus soldados. Algo más tarde, el dos veces presidente Julio Argentino Roca no oculta su amistad y confianza con el popular curandero Pancho Sierra. María Salomé Loredo, conocida como Madre María y miembro de una tradicional familia argentina de fines del siglo xix, no solo frecuenta tertulias con Miguel Ángel Juárez Celman, Carlos Pellegrini y Bartolomé Mitre –a quienes probablemente haya atendido–, sino que también es consultada por centenares de enfermos. Años más tarde, el presidente Hipólito Yrigoyen y una multitud de padecientes –sin duda gente común, pero también calificados médicos de hospitales, funcionarios del Estado y militares– no solo se entusiasman con las promesas de cura del otorrinolaringólogo español Fernando Asuero y sus manipulaciones del nervio trigémino, sino que ignoran las críticas y las reservas que esas promesas motivan en ciertos círculos académicos locales.
Los ejemplos mencionados corresponden a los siglos xix y xx. Pero no faltan en siglos anteriores y están presentes también en el siglo xxi. Aunque abundan, muy pocas veces son parte de las historias de la medicina, la salud o la profesión médica. Y cuando lo hacen, aparecen marcados por la condena a su espuria condición y por una suerte de exotismo y excepcionalidad que se desentiende de su persistente presencia a lo largo de décadas y siglos.
Quienes habitan esa zona gris eran y son practicantes de las artes de curar que no logran reflejarse en los estereotipados perfiles del médico diplomado y del curandero popular, ambos falsamente incontaminados por tradiciones, prácticas y saberes exógenos a sus supuestas esencias. En el caso del médico, se trata de un experto que siempre hace buen uso de la ciencia con el fin de ofrecer convencidas respuestas a las enfermedades que la medicina oficial lista en una taxonomía destinada a lidiar con los malestares que aquejan a sus pacientes. Su respetable y también intimidatorio delantal blanco, su autocontenida compostura, sus racionales y no siempre comprensibles habla y caligrafía refuerzan el halo que rodea a sus proclamados nobles y abnegados empeños. En el caso del curandero, se trata del estereotipo de un vendedor de ilusiones, un hábil charlatán que ofrece soluciones alejadas de los saberes institucionalizados, un embaucador capaz de seducir con promesas a los pobres ignorantes que buscan respuestas a mal definidos y confusos malestares, una referencia para los desahuciados a quienes la medicina oficial no logra dar soluciones.
Fuente: Ciencia Hoy
Por Diego Armus