Basta con encender la computadora y maravillarse con las noticias del día, con todas las personas enojadas que, ocultas detrás de sus avatares, pelean entre ellas -o con bots- acerca de la noticias y de su significado. Basta con presenciar cómo se ha corrompido la política global y local en una incesante guerra de desinformación. Basta con ver las campañas de troleo organizado que fomentan la violencia contra los grupos minoritarios de todo el mundo. Basta con observar el acoso a disidentes políticos por medio de campañas masivas desde abajo, así como la represión de los mismos disidentes por medio de la vigilancia estatal desde arriba. Basta con revisitar el año 2016 para ver cómo se movilizaron las tecnologías de las nuevas superempresas en aras de propulsar a un notorio trol de internet hacia el cargo supremo del país más poderoso del mundo. Basta con sentir el acostumbrado terror ante los adictos a la furia digital que se alían a diario en busca de nuevos objetivos: una persona filmada en un momento de indiscreción y, como consecuencia, sumariamente doxeada («doxear» es revelar la información de alguien en internet), avergonzada, despedida de su empleo o condenada al ostracismo; un joven que cae desde la cúspide del éxito cuando se demuestra que en la adolescencia usó un lenguaje de odio en un foro de chat; algún pobre normie (expresión informal para designar a una persona normal, común y corriente, que desconoce los ritmos y los códigos internos de la cultura digital), despiadadamente puesto en ridículo por no haber adoptado aún la terminología «correcta» para referirse a tal o cual grupo identitario, ratificada hace poco y nada por las vanguardias de las redes sociales.
No hay señal de que alguien tenga un plan certero -o el poder suficiente- para aplacar el caos que han desatado estas tecnologías. Vivimos un momento de crisis histórica, en el verdadero sentido de la palabra «crisis»: por mucho que las cosas puedan mejorar a la larga, nunca volverán a ser las mismas.
Hace apenas unos diez o quince años, aún era posible abrigar la sincera esperanza de que internet sirviera para «unir a la gente y fortalecer el tejido social». Cuando comenzaron a estallar las revoluciones de la así llamada «Primavera Árabe», muchos de nosotros, incluido el que suscribe, vimos en ellas el poder desatado de las redes sociales, el heraldo que anunciaba una nueva era de democracia e igualitarismo en todo el mundo.
El arco de estas esperanzas utópicas es largo, y recién en la última década se torció decisivamente en dirección a la derrota.
(De «Internet no es lo que pensamos«, de Justin H. Smith, editado originalmente en inglés en el 2022 y este año en español por el Fondo de Cultura Económica).
Fuente: Perfil