A partir del siglo XVIII, la medicina comenzó un lento proceso de monopolización de las artes de curar a través de su legitimación de la mano del Estado, lo que implicó una impugnación de los sanadores profanos y heterodoxos, así como de las prácticas terapéuticas alternativas. Dicho proceso tuvo éxitos parciales y nunca logró desplazar totalmente al amplio abanico de ofertas terapéuticas que caracterizaron a la sociedad argentina entre los siglos XIX y XXI. Las historias de este libro se sitúan en aquellas trayectorias terapéuticas híbridas de diversas ciudades argentinas que transitaron un territorio gris, entre la medicina oficial y las muchas medicinas no oficiales, cuyo campo de acción alternó entre la legalidad y la ilegalidad y, al mismo tiempo, buscan detectar la perdurable presencia de los practicantes de las artes de curar que carecieron —y carecen— de un reconocimiento formal de la medicina oficial.
En este sentido, el compendio de historias representa un valioso aporte en dos direcciones. Por una parte, en la visibilización de las trayectorias de las diversas y variadas ofertas de atención de la salud que nutrieron el mercado terapéutico desde mitad del siglo XIX; y por otra, en la deconstrucción de las representaciones antagónicas que opusieron a los médicos y los curanderos.
Si bien se trata de artículos destinados a un público académico, son relatos desandados con gran calidez y creatividad en términos de uso del lenguaje y del uso de fuentes.
Una de las estrategias para instalar una medicina oficial consistió en el desplazamiento de buena parte de los curanderos, espiritistas, parteras, etc., hacia la zona de la ilegalidad, de la “charlatanería” o de los vendedores de ilusiones. En este escenario, los médicos y farmacéuticos diplomados representaban una parte del complejo escenario que componían las artes de curar de finales del siglo XIX, y su
éxito tuvo variada intensidad, dependiendo del espacio geográfico en que se situaran.
Desde una mirada al conflicto judicial iniciado entre el “Consejo de Higiene” (representante de la medicina oficial) y el espiritista Juan Pablo Quinteros, José Ignacio Allevi procura arrojar luz sobre ciertas prácticas de Quinteros, no como un fin en sí mismo, sino como una manera de reconstruir el avance de la medicina diplomada a través de la consolidación de sus instituciones y el desprestigio y estigmatización de los sanadores populares. Los médicos diplomados encontraron dificultades en la construcción de su legitimación frente al variado conjunto de actores que parecían tener la confianza de los vecinos en la sociedad argentina del siglo XIX. El autor señala como clave de la construcción de aquella confianza y legitimidad de las artes de curar alternativas la actitud empática y desinteresada —en términos económicos— de los practicantes hacia los pacientes, situación que contrastaba con el carácter distante que imponía la relación médico-paciente en la medicina alopática. La empatía, la construcción de relaciones cercanas, desinteresadas del lucro, son aspectos que aparecerán recurrentemente en las historias de este libro.
El proceso lento y sinuoso al que me he referido se debió también a las propias dudas y la falta de respuestas de los médicos diplomados hacia afecciones específicas y recurrentes de la sociedad. Como apunta María Silvia Di Liscia, a partir de la segunda mitad del siglo XIX comienza un proceso de atención creciente a las infancias, grupo depositario del “futuro de la nación” (50). Diferentes afecciones de la
niñez comenzaron a estudiarse con detenimiento y sistematicidad, convirtiéndose el cuerpo de los niños en el objeto específico de nuevas especialidades médicas, como la pediatría y la psicopedagogía. Dicho avance se encontraba condicionado por la existencia de curanderos y curanderas, los cuales contaban con la confianza de buena parte de la población. Los casos de Teresita (siglo XIX) y Ana (siglo XXI) descriptos por Di Liscia son representativos en este sentido. Ante afecciones frecuentes en las infancias, los padres llamaban en primer lugar a curanderos, los cuales, según los voceros de la medicina oficial, propinaban todo tipo de “medicamentos peligrosos” (51). Di Liscia señala otro mojón en el proceso de diferenciación entre la medicina oficial y popular: la redenominación, en términos científicos, de ciertas enfermedades frecuentes. Cuestionar las categorías de la medicina popular funcionó como mecanismo frecuente para desplazar las prácticas de curanderos como Teresita y Ana, y como paso previo para el avance de la medicina oficial en tratamientos legítimos y eficaces.
La heterogeneidad del mercado terapéutico de fines del siglo XIX se compuso de un amplio abanico de prestadores de salud de carácter popular. Alberto Díaz de la Quintana es un acabado ejemplo de este escenario. Como señala Mauro Vallejo, más allá de su calidad de médico titulado, Díaz de la Quintana, encontró en el mercado terapéutico, con su lógica basada en la publicidad, la exageración y las promesas desmesuradas, la posibilidad de obtener ganancias y de construir un renombre. Este hipnotizador español alternó sus servicios terapéuticos con su perfil publicista, herramienta que posibilitó su difusión, la defensa de su honra y hasta el ataque a ciertos médicos porteños. El caso de Díaz de la Quintana resulta representativo de la dimensión de la disputa que existía entre los médicos diplomados y los profanos: los primeros descalificaban a los segundos por no poseer títulos habilitantes, silenciaban sus publicaciones y en algunos casos persiguieron judicialmente, de la mano del Estado, sus prácticas terapéuticas.
Una historia análoga desarrollan María Dolores Rivero y Paula Sedrán. La sociedad de 1930 se caracterizaba por una gran recepción de terapeutas híbridos, cuyas trayectorias podían provenir de la medicina oficial o no. Aquella confianza se relacionaba con su carácter empático, con el éxito relativo de la biomedicina, pero también con el rol de los diarios y revistas especializadas, que instalaron la idea de
que los lectores accedían sin intermediarios a la sanación. En este escenario se instaló Fernando Asuero, médico español, diplomado en San Sebastián, que se radicó en Buenos Aires en los albores de la década de 1930. Al menos tres razones explican la gran popularidad de Asuero en aquellos años: su método misterioso sobre el nervio trigémino, que curaba casi todo; su denodado esfuerzo por mostrarse como un profesional solidario que hacía el bien; y su esfuerzo por hacerse sumamente visible a través de una multiplicidad de estrategias que incluyeron la aparición en medios de comunicación, dictado de conferencias y publicación de libros de coplas y rimas basados en sus curas milagrosas.
Otro de los casos en el que se entretejen la relación con los medios de comunicación en la construcción de una imagen pública y la colisión con los intereses de la medicina oficial es el de Jaime Press, tal como lo exponen Adrián Carbonetti y María Laura Rodríguez, “un armonizador” que ganó notoriedad en la ciudad de Carlos Paz, no solo por sus capacidades terapéuticas demostradas en público, sino también por los libros sobre él que se escribieron con su aprobación, y por su persecución por ejercicio ilegal de la medicina. Los casos de Asuero y de Press son reveladores no solo de la persistencia de las prácticas populares en las artes de curar, sino también de la caja de herramientas con las que contaban los curadores para la construcción y consolidación de su imagen y legitimidad frente a los cuestionamientos de la medicina oficial.
La confianza popular que despertaban —y despiertan— los sanadores no se traducía solamente en las consultas sobre afecciones particulares; en algunos casos generó apoyos masivos y revueltas populares. A fines de 1929, por decisión del presidente del Consejo de Higiene de Jujuy, se expulsó de la ciudad a Vicente Díaz, curador de gran reconocimiento popular. Aquella decisión provocó una rápida y masiva reacción de parte de la sociedad. ¿Qué hizo que se tomara la decisión de expulsar al curador? Luego de ser expulsado de la ciudad de Salta, Díaz arribó a Jujuy, donde rápidamente comenzó con sus intervenciones exitosas y gratuitas. Según Díaz, las curaciones eran efecto de un don que había adquirido a través de la fe y, por tanto, no podía estar mediado por el dinero. Esta situación le valió un acelerado reconocimiento de parte de la población y ciertos medios de prensa, pero también el recelo de los médicos diplomados, los cuales condenaban a la ilegalidad las prácticas de Díaz. Al menos dos cuestiones se desprenden del caso analizado por Mirta Fleitas: por una parte, la reputación del curador dejaba al descubierto la dudosa legitimidad de las decisiones de los representantes de la medicina oficial durante el periodo; y por otra, el rol de los medios de comunicación locales y nacionales que, lejos de invisibilizar los trayectos terapéuticos de los médicos no diplomados, describieron sus prácticas y su repercusión en la vida de la sociedad, ensalzando aún más su imagen y aprobación.
Como señala el artículo de Diego Armus, si bien es cierto que a comienzos de la década de 1950 es posible que las terapias antituberculosas originadas en la medicina diplomada hayan desplazado, al menos parcialmente, a las terapias provenientes de las medicinas heterodoxas, esta situación conllevó un proceso sinuoso. Entre el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX, era frecuente que cada enfermo armara su propio itinerario terapéutico. Esta situación se debía, por lo menos, a dos razones: a la ausencia de una terapia eficaz ofrecida desde la biomedicina y a la presencia de terapeutas alternativos que proponían diversas opciones para el tratamiento de la tuberculosis. Este fue el caso de la vacuna desarrollada por el microbiólogo Jesús Pueyo, quien defendió su descubrimiento como un hallazgo de la ciencia, pero que rápidamente fue cuestionado y rechazado por el establishment médico. Pueyo, quien había alcanzado gran difusión en diarios y revistas locales, correría la misma suerte de muchos sanadores populares, al ser señalado como un charlatán por los médicos diplomados.
Hacia la mitad del siglo XX, la presión del gremio de médicos diplomados hacia el Estado para perseguir al conjunto —no institucionalizado— de curadores y sanadores adquiere nuevas dimensiones. Si en la segunda mitad del siglo XIX el rol de los diarios no era necesariamente condenatorio de las artes de curar alternativas, para la década de 1940 y 1950 se irán alineando con la postura de los médicos oficiales. El aumento exponencial de la matrícula y la creación de una federación médica de alcance nacional (1941) contribuyeron significativamente al afianzamiento del gremio, el cual ganó peso específico para presionar al Estado, exigir la persecución del ejercicio ilegal de la medicina y poner en práctica otros mecanismos de ridiculización de los sanadores populares. A través de la observación de dos películas ficcionales del cine argentino, El Hermano José (1941) y El curandero (1955), Juan Bubello analiza la impugnación discursiva y visual de los sanadores populares de la Argentina de mitad del siglo XX. Tomados en conjunto, los guiones de ambas películas asumieron buena parte de los elementos de las narrativas hostiles y ridiculizantes del discurso de los médicos diplomados desde finales del siglo XIX, los cuales incluían la estigmatización de las prácticas de los sanadores populares y su contraposición al
médico diplomado, serio, respetable, actuando en el marco de la legalidad.
El caso de Gwendolyn Shepherd es una de las trayectorias más particulares de este libro, en términos de los elementos que componen su sincretismo. Se trata de una médica, diplomada en 1941, que desarrolló su carrera profesional en el marco de una institución reconocida oficialmente y dedicó su labor a la lucha contra la poliomielitis. Si bien en las prácticas ejercidas por Shepherd no se reconocen elementos de carácter necesariamente alternativos, confluyeron en sus procedimientos terapéuticos payasos, acróbatas, momentos musicales, vacunas, que hicieron de su propuesta una rehabilitación integral de las secuelas de la polio. Como señala Daniela Edelvis Testa, se trata de una pediatra diplomada, pero subordinada a la voluntad de Dios; rigurosa en sus estudios, pero completamente abierta a explorar prácticas poco ortodoxas. Shepherd ilustra la zona gris en la que convivían prácticas terapéuticas de la medicina oficial con una multiplicidad de condimentos de las artes de curar heterodoxas, aun en el marco de las instituciones reconocidas oficialmente.
¿Fue el caso de Shepherd una excepción? Mariana Bordes analiza el caso de dos especialistas mujeres que practican la reflexología en un contexto médico convencional. Si bien sus trayectorias son diferentes, los casos de Mabel y Carmen representan un valioso aporte para dar cuenta de que implementar nuevas formas de cuidado y cura en contextos médicos institucionalizados representa una tarea compleja, no exenta de tensiones, pero también posible.
En el mismo sentido apunta el artículo de Betina Freidin, que aborda el caso de tres médicos diplomados de la Universidad de Buenos Aires que se han formado complementariamente en la homeopatía, rama históricamente cuestionada por la biomedicina. La doble formación de Alicia, Fernando y Antonio los ha convertido en médicos centrados en la homeopatía, aunque en casos de extrema necesidad los lleve a usar drogas alopáticas o a recurrir a especialistas convencionales.
La serie de historias desandadas hasta el momento permiten dar cuenta de la perdurable presencia de las prácticas terapéuticas híbridas, alternativas y en algunos casos contraculturales que caracterizaron las artes de curar, aun bien entrado el siglo XX. Para comienzos de la década de 1970, la historia de Daniel Alegre, trabajada por Nicolás Viotti es un ejemplo claro de cómo las terapias alternativas están en fuerte relación con un campo cultural y social más amplio, y se nutren de procesos históricos que explican la aparición y difusión de ciertas prácticas sobre otras. Alegre fue un agente relevante en la instalación de la terapia china tradicional en nuestro país, como recurso terapéutico y como práctica vinculada con un modo de vida holístico. Autor de libros sobre medicina china, conferencista y promotor de terapias holísticas, resulta fundamental para entender la consolidación de un complejo alternativo a los recursos más convencionales en la búsqueda de la salud en las últimas décadas del siglo XX en Buenos Aires.
En este mismo sentido apunta Karina Felitti con su abordaje de la historia de VerOna, una joven —autodenominada— bruja feminista cuya trayectoria enlaza elementos que se relacionan con los procesos sociales, políticos y culturales de comienzos del siglo XXI. En su formación se reconocen elementos propios del movimiento feminista conocido como “marea verde”, así como la utilización de las
redes sociales para la búsqueda de información, la lectura de best sellers y su presencia en los encuentros nacionales de mujeres. Más allá de su práctica terapéutica, que incluye la danza, el uso de plantas y hierbas, su caso es sumamente ilustrativo de la perdurable presencia de terapeutas que recorren los márgenes de la medicina oficial y que han resignificado sus prácticas al calor de los cambios sociales, políticos, culturales y de género.
Sanadores, parteras, curanderos y médicas constituye un valioso aporte en diversos sentidos. En primera instancia, en la deconstrucción de las imágenes cristalizadas de los médicos diplomados opuestos a los curanderos populares. Estos estereotipos no logran ilustrar acabadamente el variopinto panorama de las artes de curar entre los siglos XIX y XXI. Como señala Armus, aquellas fotografías polarizadas de uno y otro han funcionado como obstáculos para ilustrar la zona gris en la que han convivido una multiplicidad de actores híbridos dedicados a brindar alivio y cura a las enfermedades de la población. En segunda instancia, da cuenta de cómo el proceso de medicalización de la sociedad tampoco constituyó un proceso lineal plagado de éxitos. Sin lugar a dudas, los médicos son —y fueron— una referencia insoslayable en el itinerario que las personas recorren en su intento por encontrar una cura, pero en modo alguno han sido la única referencia.
Fuente: Revista Astrolabio
Por Julián Beaulieu