“Ese deseo de venganza se unió con fuertes mandatos de género«, dirá aquí el doctor en Antropología Santiago Garaño, al referir a su investigación sobre el Operativo Independencia como laboratorio para lo que después sería la dictadura de 1976 poniendo en foco consideraciones sobre la masculinidad, para dar forma a un ensayo singular Deseo de combate y muerte: El terrorismo de estado como cosa de hombres (Fondo de Cultura Económica).
«No se trataba de detener a acusados de pertenecer a la guerrilla y entregarlos a la justicia, sino de estar dispuestos a poner el cuerpo y mancharse las manos con sangre, cumplir el deseo de combatir en ese teatro de operaciones y ser capaces de enfrentarse como machos, vengarse de un enemigo que había osado atacar su hombría, a la institución y a la familia militar”, agrega Garaño, que es profesor de la Universidad Nacional de Lanús y de la de San Martín, e investigador del Conicet, en este diálogo con Ñ.
–“El sacrificio ocupó un lugar central en la moral castrense y buscó orientar y condicionar la praxis de oficiales, suboficiales y soldados conscriptos destinados a las tareas contrainsurgentes”, decís. ¿Cómo se explica esto?
–Este libro ilumina las puestas en escena de poder militar, en la propaganda y las tareas de acción psicológica del Ejército. En todas estas fuentes, permanentemente se apelaba al mandato del sacrificio de la vida, fuertemente masculinizado: soldados conscriptos, suboficiales y soldados –como “verdaderos hombres”– debían estar dispuestos a “dar su vida” no solo por la patria, sino fundamentalmente por los “compañeros caídos” en manos de la guerrilla. Sin embargo, cuando empecé a leer no solo discursos institucionales y de propaganda castrense, descubrí que ese valor moral del sacrificio tenía una fuerte carga emocional y afectiva, fruto de haber compartido una intensa experiencia compartida en el Operativo Independencia. Por eso, en el libro sostengo que, antes que por mera “banalidad del mal” o por la aplicación de una ideología contrainsurgente “desde arriba”, oficiales y suboficiales en el sur tucumano se comprometieron personalmente y corporativamente con el ejercicio de la violencia desde el Estado gracias al paso por Tucumán –a partir de una experiencia altamente afectiva y de participación directa en la represión, donde fue omnipresente la posibilidad de matar y morir–. A su vez, esta campaña militar operó como un verdadero rito de paso masculino, gracias al cual el personal de carrera se incorporó a un potente cuerpo represivo contrainsurgente (un año antes del golpe de estado).
–¿Qué se puede saber de todo esto a través de la antropología de las emociones?
–En general, se suele explicar el surgimiento del terrorismo de Estado detallando cómo fue el proceso de formación ideológica de las Fuerzas Armadas argentinas en la Doctrina de Seguridad Nacional estadounidense o en la contrainsurgente francesa, desde 1955 en adelante. Tomando el modelo teórico con el que se pensó el Holocausto y la violencia nazi, otra línea de trabajos destacó que los campos de concentración se volvieron una maquinaria burocrática de la muerte. Yo me baso en estos modelos explicativos, pero intento complementarlo con una mirada nueva, que se pregunta cuáles fueron las condiciones emocionales para involucrarse con la represión ilegal y estar dispuestos a cometer masivas violaciones a los derechos humanos. Un giro afectivo y emocional como el que planteo en este libro ilumina una faceta complementaria para responder a esa pregunta clásica sobre los regímenes basados en el terrorismo de Estado: ¿cómo fue posible cometer masivas violaciones a los derechos humanos? No quiero oponer ideología y razón de Estado a pasiones, pero sostengo que hubo “algo más”. Al abordar las memorias de los oficiales y suboficiales sobre su paso por el Operativo Independencia –por ejemplo, en el libro Aniquilen al ERP de 1985 o en los testimonios de quienes comandaron la represión como Adel Vilas o Antonio Domingo Bussi– el registro emocional y afectivo es evidente y las marcas de género también. El terrorismo de Estado no fue una tarea despersonalizada o meramente burocrática, carente de emociones. En todas estas memorias castrenses, aparecen fuertes sentimientos asociados al paso por Tucumán: el odio al enemigo y el miedo a morir, las ganas de combatir, la camaradería masculina, el amor y el recuerdo omnipresente a los “camaradas caídos”. Estas emociones –como la bronca, la ira, y la deuda con los “compañeros caídos”– devinieron potentes fuerzas políticas sin las cuales no se hubiera podido desplegar formas de represión tan crueles. Esos sentimientos fueron alentados desde arriba, gracias a las arengas, la propaganda y las revistas militares. Pero tuvieron un fuerte sustrato en la vivencia –en la cual el paso por Tucumán fue central tanto como los ataques a cuarteles–, en una experiencia corporal que los atravesó, que los desbordó y los llevó a estar dispuestos a incorporarse a la represión ilegal.
–¿Cómo se entiende que la represión era cosa de hombres?
–Ese deseo de venganza se unió con fuertes mandatos de género. No se trataba de detener a acusados de pertenecer a la guerrilla y entregarlos a la justicia, sino de estar dispuestos a poner el cuerpo y mancharse las manos con sangre, cumplir el deseo de combatir en ese teatro de operaciones y ser capaces de enfrentarse como machos, vengarse de un enemigo que había osado atacar su hombría, a la institución y a la familia militar. Eso involucraba a las autoridades militares y al personal de carrera –como Bussi–, que solía hacer una exhibición y puesta en escena de la masculinidad, de tener huevos, de ser macho. Pero también, era un mandato hacia los soldados que cumplían el servicio militar obligatorio y eran obligados a ser testigos de la represión y a cumplir tareas de apoyo, como trasladarcuerpos de personas asesinadas u operar como tropa en operativos. Quien no podía cumplir con esas órdenes, era tildado de débil, de poco hombre, de cagón, feminizado, y de no adecuarse a lo que el Ejército argentino esperaba que debía ser un “verdadero soldado y hombre”. Pero también, el subtítulo habla de un drama social del que poco se sabe: que, exhibidos como protagonistas, los soldados conscriptos fueron obligados a participar de la represión ilegal, sometidos a la posibilidad de matar y morir, y fueron testigos de crímenes aberrantes. Este libro devela esa experiencia poco abordada y también busca alentar a que los soldados colaboren con la justicia, aportando información clave sobre los crímenes de los que fueros testigos, como se alienta desde el programa radial “La voz de los colimbas”.
–En ese sentido, ¿cómo funcionaba la creación del enemigo interno?
–A partir de los ataques a los cuarteles de 1973, los militares estaban obsesionados con ser infiltrados por la guerrilla. Entonces, iniciaron un trabajo de propaganda y acción psicológica que construía una oposición entre soldados heroicos y traidores, tildados de “poco hombres”, por haber colaborado con las organizaciones armadas, no haber defendido los cuarteles y violado el pacto de lealtad y camaradería masculina. Esto se tradujo en una verdadera epistemología de la sospecha y en sistemáticas violaciones a los derechos humanos de los soldados. A diferencia de los relatos oficiales, en la veintena de entrevistas que pude hacer, los exsoldados me transmitieron que no estaban preparados para la posibilidad de morir; que les daba terror ir al monte tucumano; y que fueron obligados, o sea que no tenían la posibilidad de negarse a participar de esas misiones que duraban cuarenta y cinco días. Experimentaron en sus propios cuerpos el terrorismo de Estado y vivieron una experiencia límite que marcó su vida. Muchos recordaban que los trataron “igual que a los subversivos”, por los durísimos castigos recibidos o directamente porque fueron secuestrados mientras hacían el servicio militar. De hecho, el libro del militar retirado José Luis D’Andrea Morh documentó más de cien casos de conscriptos desaparecidos durante la última dictadura argentina y cómo se los ocultó bajo la figura de desertores, quince de ellos en Tucumán.
–¿Cómo nació la idea del libro?
–Cuando empecé mi investigación doctoral, en 2008, mi interés inicial era indagar en una institución poco estudiada que atravesó todo el siglo XX –el servicio militar obligatorio en dictadura– que, pensaba en aquel momento, era fundamental para pensar las relaciones entre civiles y militares. Sin embargo, al iniciar el trabajo de campo, pronto los caminos me llevaron al monte tucumano. Cuando hice las primeras entrevistas y me sumergí en los diarios y revistas militares de la época, pronto descubrí la centralidad que el Ejército le había dado a la lucha que libraban allá; de ahí la leyenda que rezaba: “Tucumán, cuna de la independencia, sepulcro de la subversión”. También a la figura del soldado conscripto, convertido gracias a la propaganda militar en el protagonista de la lucha antisubversiva; los hijos varones del pueblo eran quienes debían ofrendar su vida para salvar a la patria de la “amenaza terrorista”, en un relato fuertemente generizado y masculinizado.
–¿Entonces ahí cambiaste el eje de investigación?
–Ahí se me abrió un mundo: primero, en mi tesis doctoral, puse el foco en la experiencia de los soldados y, luego, para la escritura de este libro, incorporé también nutrida documentación burocrática del Ejército y las memorias de los oficiales y suboficiales de carrera sobre su paso por el Operativo Independencia. En todas esas fuentes aparecía una expresión inquietante: “Yo quería ir a Tucumán”, alegando un fuerte deseo de combate, de aniquilamiento, de venganza. A diferencia de lo que sucedió en otros lugares (como la ESMA, Campo de Mayo o La Perla), los militares hablaron mucho sobre el paso por Tucumán. Desde ya, en general prefieren presentarse como profesionales de la guerra, “caballeros” que libraron una “guerra santa”. Sin embargo, si uno aprende a leer entre líneas, las evidencias del terrorismo de estado y la represión ilegal son numerosas. Solo hay que afinar la escucha y, pese al pacto de silencio reinante, oír todo lo que sí dicen los perpetradores.
–¿Fue por eso que elegiste el Operativo Independencia como el principio?
–En general, en Antropología Política y Jurídica, solemos estudiar casos paradigmáticos de violencia estatal, que nos permitan describir densamente procesos sociales más amplios. Cuando en el campo surgió ese cruce entre conscripción y Tucumán, decidí seguir esa vía de análisis y fui descubriendo la centralidad que tuvo para las Fuerzas Armadas. Por un lado, desde un inicio me llamó la atención que el Ejército hablara del “teatro de operaciones” tucumano. Si bien es una palabra que proviene de la jerga militar, esa metáfora (pensar el monte como teatro) me llevó a plantear una hipótesis fuerte: que en el sur tucumano los militares pudieron montar un escenario bélico que les permitía ocultar –tras bambalinas– la existencia de los centros clandestinos (la verdadera tecnología represiva). No es casual que, una vez desarticulada la Compañía de Monte, realizaron sistemáticas visitas de periodistas, autoridades, artistas, deportistas y estudiantes. Y, por otro lado, porque las tres Fuerzas Armadas, desde febrero de 1975 (un año antes del golpe), enviaron en misiones rotativas de entre 30 y 45 días, a gran parte del personal militar. Según las órdenes y directivas secretas que regularon este operativo, el objetivo era que adquieran experiencia represiva en las nuevas técnicas contrainsurgentes. Fue allí donde no solo se ensayó de manera masiva el terrorismo de Estado, sino que operó también como un espacio de formación contrainsurgente al que fueron enviados miembros del Ejército, de la Armada y Fuerza Aérea, y militares de otros países (como Guatemala y Uruguay).
Fuente: Revista Ñ
Por Inés Hayes