El último libro de Esteban Vernik ofrece un conjunto de claves de interpretación del pensamiento de Max Weber en las que es evidente que se condensan años de estudio y reflexión muy rigurosa, y que consiguen tanto hacer tambalear varios de los lugares comunes que suelen presidir nuestro abordaje de la obra del sociólogo alemán (empezando por la certeza de que se trata exacta o única o primariamente de la obra de un sociólogo) como echar sobre el conjunto de las variadas piezas que la integran una nueva luz, especialmente fecunda. Tomando distancia de las tergiversaciones operadas sobre el sentido de esa obra por la exitosa aunque “banal” lectura que de ella hizo el sociólogo norteamericano Talcott Parsons, Vernik nos invita a considerar en ella dos o tres o cuatro cosas de la más alta importancia.
Una es la centralidad que tiene en la producción intelectual de Weber la idea de nación, desde sus primeros escritos sobre la cuestión agraria (en la antigua Roma, en las zonas rurales alemanas al este del río Elba y en las colonias agrícolas de la provincia de Entre Ríos, en el litoral argentino) hasta sus escritos de los años de la guerra y la posguerra. Weber comienza su carrera, en efecto, estudiando los problemas del latifundio y de las formas más degradadas (y más lucrativas para los latifundistas) del trabajo rural, a los que atribuye la caída del imperio romano, la dificultad para sostener un tipo de explotación agrícola civilizada y moderna en un país “bárbaro” como la Argentina y el peligro de un desplazamiento masivo de campesinos alemanes hacia los centros urbanos del oeste del país como consecuencia de la “invasión” de su franja oriental por “enjambres” de rusos y polacos capaces de triunfar en la lucha por la sobrevivencia gracias a su mismo primitivismo y a su disposición a vivir con mucho menos.
Vernik destaca en estos primeros textos weberianos la presentación del problema en términos de un análisis casi marxista de la lucha entre clases enfrentadas, el sonoro lenguaje social-darwinista de todo el argumento y la preocupación por el interés nacional (para el caso: por el interés nacional en un desarrollo armónico de todas las regiones y las clases del país como condición para un aumento del poder de su economía y del bienestar de su población en su conjunto) como prisma desde el que considerar los problemas de la vida colectiva. Como dice Weber en 1895, en la famosa conferencia inaugural de su curso de Economía Política en la Universidad de Friburgo, son los intereses de la nación y de su Estado los que deben orientar la reflexión teórica en el campo de esa disciplina, lo que lo lleva a Weber a promover, entre otras cosas, la participación de Alemania en el movimiento de expansión imperial de las grandes potencias europeas en beneficio del conjunto de su población. En esta misma dirección nos invita Vernik a leer el elogio weberiano de los bancos y de la Bolsa.
Si el tono biologicista de estos primeros escritos de Weber se irá atenuando con el tiempo, si su nacionalismo -tal vez gracias a su interés por la obra de William Du Bois, a su involucramiento en las discusiones sobre los territorios, disputados entre Francia y Alemania, de Alsacia y de Lorena, y a lo que Vernik llama su “creciente compromiso con la sociología”- irá adoptando una modulación cada vez más culturalista, o aun “invencionista”), su preocupación por los intereses imperiales de su país permanecerá inalterado a lo largo de su vida y de su obra. Es que no hay opción, escribe un Weber por lo menos inquietante: a diferencia de los países pequeños, cuyos gobernantes y cuyos pueblos pueden darse el lujo de transitar la historia de la mano de una reconfortante “ética de la convicción”, las grandes potencias europeas deben asumir, sin el hipócrita optimismo de los pacifismos abstractos y los reformismos de las buenas intenciones, su responsabilidad ante esa historia en la hora de la expansión europea de ultramar y de la explotación de las riquezas y el trabajo en las colonias.
La otra tesis central de Venik es que La ética protestante y el espíritu del capitalismo es el corazón conceptual de toda la obra de Weber. Animada por sus pesquisas sobre la vida en los conventos medievales italianos, por su contacto con las sectas puritanas norteamericanas y por sus lecturas de la Filosofía del dinero de Simmel, de los estudios sobre el matrimonio y la maternidad de su esposa, Marianne, y de Las variedades de la experiencia religiosa de William James, la investigación de Weber afirma la existencia de una “afinidad electiva” (figura goethiana que Parsons, indica Vernik, no entendió ni supo traducir) entre el ascetismo calvinista y el utilitarismo burgués, muestra que el ethos religioso que veló la cuna del capitalismo dejó de ser necesario, después, para sostenerlo, y subraya el peso, en el mundo moderno, de la pérdida de la espontaneidad humana y del compromiso de los sujetos con el “llamado” de su profesión, tema de las dos famosas conferencias sobre la ciencia y la política de los últimos años de su vida.
La interpretación que nos entrega Vernik en este libro formidable le devuelve a los escritos de Max Weber todo lo que la exégesis sociológica dominante a lo largo de los últimos tres cuartos de siglo había retirado de ellos: le devuelve la política, le devuelve a Marx y a su comprensión materialista de la historia y le devuelve a Nietzsche, a su idea de la lucha como fundamento de la vida de las sociedades y a la consecuencia de la aceptación de la tesis de que Dios ha muerto: la noción del desencantamiento del mundo que Weber introduce en su edición definitiva de La ética protestante de 1920. Casi tres décadas después de su temprano y ya muy potente El otro Weber, Esteban Vernik nos ofrece una lectura de conjunto de la obra del pensador alemán que a partir de ahora será una puerta de entrada insoslayable para cualquier estudio futuro sobre su pensamiento.
Fuente: Página 12
Por Eduardo Rinesi