Querido lector. Anoche, mientras cenaba con mi amiga Jota, empezaron a aparecer temas profundos, inmanejables, esos temas sobre los que los mortales balbuceamos cantinelas trilladas, y los inmortales componen figuras eternas que se nos vuelven berretines. ¿Qué temas? Los obvios, el amor y la muerte. Después de una avalancha de chismes (con ella compartimos un trabajo), pasamos por nuestros recientes entusiasmos, y en un momento ella empezó a decirme que en el paisaje de su infancia, en la mismísima pampa más o menos despojada de los síntomas más flagrantes de la civilización, donde imperan los elementos y donde a pesar de la fantasía de haber domesticado por completo a la naturaleza (yo padecí mucho tiempo esa fantasía) se impone algo de su grandeza temible y de su soledad, allí mismo, mi amiga empezó a sentir una angustia grave, un horror ante el paso del tiempo que afectaba hasta a las viejas fotos de sus abuelos.
De alguna manera, frente a la angustia ajena soy una suerte de inversión macabra de Sheldon Cooper, el genio físico que convive con una forma de autismo en la comedia The Big Bang Theory: cuando alguien está un trance semejante, Sheldon ofrece de inmediato una bebida caliente, porque es la forma que su madre le enseñó para restablecer un bienestar relativo. Yo, en cambio, leo algo, algo que en general empeora un poco el estado de ánimo del otro, algo que puede parecer inadecuado en el momento, y que, sin embargo, de alguna forma me parece que es posible que acompañe el sufrimiento con un atisbo de comprensión. A Jota le leí, por ejemplo, un poema de Joaquín Giannuzzi titulado «Comensales eternos», que entre otras cosas dice:
Un instante: mirad esta fotografía
en un diario reseco de los años treinta.
No se trata, creedme, de un error o fracaso
de la imaginación. Más allá del dolor
y también del castigo, contemplad este grupo
de hombres en la mesa; están cenando
y no obstante hace mucho que todos se murieron.
La luz decae, extraña. Las comidas, las rosas,
el pan, el vino fueron a sí mismos consagrados
y han entrado con ellos en la sombra suprema.
Por lo tanto, nosotros, tenemos tiempo ahora
para todas las preguntas. ¿Cómo les fue posible
padecer lo real en el centro
de sus propias cabezas? Observad qué profundas
y afeitadas mandíbulas en grave movimiento
adaptado a la carne de los campos de América.
Sensatez, hombres, ojos tan pulcros como astutos,
¿hubo un instante acaso de la noche en que todo
se les tornó ilusorio? ¿Alguna vez, debajo
de esas frentes fue ahuyentada la vasta perplejidad de ser?
Me quedé pensando en cómo comunicar el entusiasmo por un libro tan hermoso y necesario como la Poesía completa de Giannuzzi, sobre todo después de que ella aceptara la belleza del fragmento, pero rechazara sus efectos. Unos días atrás estaba hablando de Giannuzzi con un amigo poeta, Carlos, que cerró su retrato diciendo: «un capo; pero amargo». ¿Reconocía yo mi propia inmersión en las seiscientas páginas de Giannuzzi en ese eco de tristeza en mi amiga o esa amargura que operaba como regusto en el recuerdo de la lectura en Carlos?
Juan José Saer (en un momento, en el marco de un experimento, una inteligencia artificial le atribuyó un poema de Giannuzzi a Saer) decía que la literatura era un círculo de miradas semienceguecidas frente a una catástrofe común, y más de una vez me he preguntado si como profesor no soy responsable de alejar a los niños de esas amarguras. Pero ahora pienso en Giannuzzi, y pienso que su insistencia en mirar a la muerte de frente, al deterioro, a la tristeza cotidiana, convive en él con una lucidez clarividente y misteriosa, siempre equilibrada por una dicción precisa y sutil de la que no deberíamos privarnos, la de un hombre capaz de decir, sobre el ojo derecho de un gorila:
[ …] era un suceso extraordinario,
recluido en sí mismo, difícil de discernir
por su mirada impasible y secreta,
que no avanzaba hacia afuera ni triunfaba hacia adentro.
Me paso la madrugada chateando con el espíritu de Rodolfo Kusch encarnado en Natalia, compartiendo los poemas de Giannuzzi en los que se hacen referencias a este continente violentado por la mirada colonial y a la respuesta de sus vibraciones naturales y humanas, pero también le comparto poemas en los que la vida de un abogado es sintetizada así: «Acumuló dinero, gozó-padeció una cuenta bancaria / donde un segundo corazón le palpitaba / y no dejó de latir cuando el otro estalló.»; o un poema en el que la creación de nuestro mundo, ese que puede verse entre los ángulos de la ventana de un bar, es considerada por Giannuzzi un tumulto innecesario.
Ella y yo hablamos muchas veces de no hacernos los giles con la vida, y le digo que en un punto Giannuzzi nos está diciendo eso. Recuerdo el poema en el que el poeta arremete contra la generación anterior, «Progenitores», y que termina:
Pero si alguno afirma que está solo
frente a su propio perro pues no está papá,
y que no puede dar un paso
sin continuar la peste que heredó,
entonces, que cada uno hable en su nombre
cuando salga del cine o el cementerio,
y diga: Yo, me reconozco en esta fastidiosa historia
soy hijo de la estafa y de los muertos recurrentes,
me ha tocado la usura y tengo tiempo.
Ella me habla de asumir verdades que laten y no solo aquellas en círculo, me dice: «Dejen de romper los huevos con las categorías para pensar, que para pensar también es necesario no hacerse el gil y asumir, realmente y de una buena vez, y con todo el cuerpo (intensivo y hace rizoma con el águila, la ventana, y todo lo que leímos), que esas categorías seculares la quedan si solo esas operan». Me dice que «la inmanencia no secularizada de un poeta le da permiso para escribir desde los huesos, la casa, el vientre». Me quedo leyendo su respuesta, y después veo que agrega: «y sí, invita a no hacerse el gil».
Pienso de inmediato en algo que le dije a ella alguna vez: si nos hacemos los giles, ¿qué son los poemas, las canciones, las obras de teatro, las novelas que leímos? ¿Adornos sentimentales? Y pienso que la poesía de Giannuzzi también me ha llevado a mi amorosa conversación con ella, y la ha alimentado, y que al menos por eso tengo el deber de compartirla.
Nos vemos en la próxima,
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor. Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.