Hay un debate en mi país (no sé si es el mismo país de los que leen estos envíos) sobre, parafraseando a un lejano Vargas Llosa, cuándo fue que se jodió la Argentina. Hay una fantasía (fundamentalmente blanca) acerca de que la Argentina era un gran país antes de la década de 1930, mientras se sostuvo estrictamente el modelo agroexportador. Uno tiene la sensación de que esto es discutible, de que la Argentina era un país exitoso, pero no para toda su población, aunque los que no sabemos de historia económica tenemos pocas formas de explicarlo.
La figura de Aldo Ferrer, por otra parte, me era hasta hace unos meses prácticamente desconocida. Había escuchado sobre el Plan Fénix allá en la década con la que se iniciaba el siglo XXI, pero mi ignorancia en la materia me hacía confundirlo con una quimera mediática, o con una forma de estafa. ¿Se puede ser tan ignorante? Sí, se puede. Recientemente, de todos modos, la realidad argentina (no hace falta adjetivarla ni reproducir datos o números que no hacen más que angustiarnos) me llevó a procurar algún tipo de balsa conceptual frente a la marea de inestabilidad económica. Entonces vi que Fondo de Cultura Económica había reeditado libros cuyos títulos lo hacían un gurú potencial: La economía argentina. Desde sus orígenes hasta principios del siglo XXI, Vivir con lo nuestro, Historia de la globalización. Con los días me di cuenta de que su apellido me sonaba de conversaciones con mi hermano, justamente a raíz del Plan Fénix.
Mi hermano forma parte, además, de un colectivo difuso de personas cercanas a mí que han bancado los procesos “nacionales y populares”, pero no han perdido ninguna oportunidad de quejarse de los resultados del ejercicio del poder de los gobiernos a los que han votado. Lo primero que me diferencia de esta gente es que yo soy un poco como la cigarra del cuento, y que nunca tuve una visión global de la economía del país: he vivido a salto de mata, encontrando algunas seguridades como asalariado, algunos techos como monotributista, y me he mantenido al margen de toda responsabilidad productiva o que, simplemente, exceda al cuidado de mí mismo (excepto cuando tuve una hijastra, pero eso es otro cuento). Estas personas no. Mi hermano es carpintero y trabaja con máquinas que muchas veces deben importarse. Otra de estas personas es gerente de un sello editorial que no voy a nombrar. Otra, columnista radial de temas económicos a quien suelo seguir a la distancia. Una más, dueño de una fábrica de cables para electrodomésticos. Detrás de ellas hay un largo etcétera de disconformes, y hay un momento en que todas, que coinciden políticamente conmigo y que creen (junto con Ferrer) que tuvimos un gran momento como país en la famosa década ganada, a pesar de la orientación nacional y popular de su pensamiento, protestan contra los resultados.
Leyendo esta biografía escrita por Marcelo Rougier, El enigma del desarrollo argentino, empecé a entenderlos. Toda la vida de Ferrer está atravesada por una coherencia extraordinaria relacionada con el deseo de que el país sea un país desarrollado. Rougier nos cuenta un poco eso, cómo la vida y el pensamiento de Ferrer estuvieron conectados con la historia de la Argentina desde su origen en una clase social apenas sobreviviente del naufragio del país agroexportador (Ferrer nació en 1930). Recorre sus estudios de economía sin ser un alumno estrictamente brillante, su relación con Raúl Prebisch como estudiante de la UBA, su ADN antiperonista (fue militante radical cercano a Arturo Frondizi) y su comprensión del proceso de industrialización que comenzó con el peronismo, su conexión con los organismos internacionales que trataron de entender y ayudar al desarrollo económico de la región (la Comisión Económica para América Latina —CEPAL— y el Banco Interamericano de Desarrollo), su ingreso a la gestión pública como ministro de Economía de la provincia de Buenos Aires durante el frondizismo, convencido de que solo una reforma agraria podía motorizar una concentración menos jodida del ingreso; su aporte controversial a la presidencia de Roberto Levingston como ministro de Obra Pública primero y después, de Economía; y sus años de “estrellato” como “padre” intelectual del modelo económico kirchnerista. Cada paso de la vida de Ferrer (su participación en la creación del Consejo Federal de Inversiones, de innumerables organismos de fomento, su contribución a la motorización de obras como el puente Zárate Brazo-Largo, la central de Atucha y Salto Grande, etc.) estuvo orientado al desarrollo de la Argentina, convencido de que no podíamos depender exclusivamente de las materias primas porque era inevitable volverse un país para pocos. Dos citas al respecto (la primera de Ferrer, la segunda una glosa de Rougier):
la política de traslación de ingresos al sector exportador y de liquidación industrial lleva implícita el propósito de volver a restablecer en el país la estructura económica anterior a 1930. En un país que tiene el 75% de su población activa en la industria y los servicios es imposible reformar la estructura económica hacia atrás.
(…) mientras se siguiera dependiendo de las exportaciones tradicionales, no se lograría romper el estancamiento, porque, incluso aunque se lograra expandir la producción primaria, la demanda mundial no tenía el dinamismo necesario para garantizar todas las divisas que la economía argentina necesitaba. La única solución pasaba por la “integración de la estructura industrial y diversificación de las exportaciones tradicionales”.
Entre otras cosas aprendí que, a despecho de muchos actores de su propio palo político (que lo consideraban ingenuo), Ferrer no veía malos en esta historia: eran las reglas y la política las que habilitaban cualquier comportamiento (de hecho Ferrer se encargó de subrayar que el famoso “viento de cola” del aumento de los commodities fue redistributivo durante el kirchnerismo gracias a la política, y no de forma espontánea). Con todo, era claro que la prevalencia de un modelo fundado en los intereses de un sector que puede dar trabajo a un tercio de la población económicamente activa terminaba en un escenario en donde sobraba la mitad de la población.
Al terminar el libro de Rougier tenía unos insumos nuevos, y una tarea: podía contestarles a los compatriotas que en sobremesas añoraban con nostalgia a la Argentina granero del mundo; podía entender a mi hermano y sus congéneres que reprochaban el carácter incompleto de la transformación que se había intentado durante los gobiernos nacionales y populares; podía matizar de una forma inesperada algunas escenas de la historia argentina (¿cómo un demócrata populista como Ferrer podía haber cooperado con un gobierno de facto?); y podía, con mucho esfuerzo, hasta entender a los “malos”, porque no hacían otra cosa que usar el sistema en su beneficio. El problema era el sistema, y es un problema inmenso, cuyo arreglo requiere una sinergia y un nivel de acuerdo difícil de imaginar en un país en el que se tiende a la virulencia, la caricatura y el odio (revisando los comentarios en la prensa sobre la actuación de Ferrer como ministro de Oscar Alende en la provincia de Buenos Aires pude constatar que en materia de odio y virulencia, los viejos periodistas de economía no tienen nada que envidiarles a los tuiteros más violentos del presente). Pero Ferrer mismo, con el ejemplo de su propia vida, nos muestra en esta biografía de Marcelo Rougier que se puede enfrentar los más duros cuellos de botella colectivos y personales (incluso el descalabro de la economía argentina y la discordia a su alrededor) sin caer en la desesperación.
La tarea que me quedaba era leer los restantes libros de Ferrer, y complementarlos con todas las visiones posibles de esta esfinge, de este gran enigma que es el desarrollo argentino.
Nos vemos en la próxima,