Hay algunas zonas del sentido común popular que creen que nuestro país es diferente al contexto continental, porque acá el peronismo, porque acá la clase media, porque acá la universidad pública, y un largo etcétera. Pero a pesar de que he tenido mis temporadas más o menos largas en países latinoamericanos (especialmente en Brasil, Colombia, Uruguay), por un lado, no he pasado de un conocimiento superficial de esas sociedades y, por otro (a despecho del carácter global del capitalismo), me cuesta imaginar países en donde se la haya pasado peor que en la Argentina en períodos puntuales: pienso en la hiperinflación del 89, en el segundo período de Menem y el comienzo de los 2000, y pienso en este presente distópico en el que los jubilados del país ganan un tercio de la canasta básica y policías con anabólicos salen a pegarles por protestar.
En todos esos períodos, lo que parecía ahogarnos era la dinámica incontestable del capital, a la que en el presente hay agregarle la estridencia aceleradísima de un carrusel de idioteces hirientes, ese festival del que es desdoroso citar cualquier elemento, ya sean perros clonados, tropas electrónicas de sádicos, aristócratas de cotillón, camperas malolientes, la celebración de formas inconcebibles de crueldad y el abandono de cualquier idea de comunidad. Y a pesar de que este presente es eso, el momento en que el realismo capitalista del que hablara Mark Fisher (la imposibilidad de imaginar un afuera al capitalismo) es más poderoso en nuestra vida cotidiana, a pesar de que mis alumnos de secundario hablan de apuestas en línea y todo parece la segunda Volver al futuro (esa en la que Biff Tannen regresa a la década del 50 y gracias a un libro de apuestas históricas consigue transformar los Estados Unidos en un inmenso burdel), y a pesar de que imagino un futuro inmediato irrespirable, el peor momento de ahogo frente al capitalismo en mi vida fue cuando tenía dieciocho años, y era un estudiante pobre y sin trabajo.
En este cuento dejé testimonio de esos años en los que buscaba trabajo y no había, en los que hacía largas colas con mi currículum escuálido para competir por puestos en los que el salario era un crimen de lesa humanidad, para sumar a la olla que sostenían la jubilación mínima de ciento cincuenta dólares de mi abuela y el trabajo de mi madre en un geriátrico. Recuerdo muy claramente la desesperanza, y la imaginación de un destino de linyera, de un margen que me dejaba sin entrada posible en la sociedad de los sobrevivientes del capitalismo, que, por otra parte, vivían a la vuelta de la esquina, habían descubierto Cancún como destino turístico y comían los recién importados kiwis en sus ensaladas de fruta.
Y recuerdo también el día en que descubrí que podría sobrevivir leyendo. Entré, ese día, a una librería de viejo y compré por cinco pesos Los amores difíciles, de Ítalo Calvino, en una edición de RBA que todavía conservo. En ese tiempo paraba ocasionalmente en la casa de mis amigos Oscar y Gabriel (recomiendo leer el cuento colgado ut supra), y en ese departamento empecé a leer el libro. Y cuando iba por el séptimo cuento, «La aventura de un lector» (en el que se cuenta la tarde de un lector de novelas rusas que se ve obligado a responder a una demanda amorosa y deponer con fastidio la lectura), me di cuenta de que mi mente iba a sobrevivir al incendio con el que el capitalismo parecía estar arrasando todo a mi alrededor. La literatura podía construir un espacio en el que la imaginación era capaz de evadirse de la tiranía del pensamiento y el destino únicos.
La literatura es así de poderosa. De hecho, a la misma conclusión llega Alejandra Laera al leer un corpus de novelas argentinas recientes que, en su ilustradísima opinión, permiten imaginar nuevos «repartos de lo sensible», según el concepto de Jacques Rancière, a pesar de que la tiranía de una única manera de imaginar tiempo, economía, administración de la tierra y de los recursos y humanidad misma es hoy más implacable que nunca. Hay un párrafo en el final del libro de Laera, ¿Para qué sirve leer novelas?, que mi yo de dieciocho años hubiera suscrito a pies juntillas. Dice: «estoy convencida de que hay una magia de la literatura que, por medio de la imaginación y en su conexión con el mundo que habitamos al cerrar los libros, nos entrega oportunidades que creíamos perdidas».
A partir de esta idea, lo que hace su ensayo es dialogar con un corpus que funciona como muestra perfecta de un estado de la imaginación y de las formas literarias, y en las que intuye maneras de lidiar con el capitalismo (ya sea en la lucha por el dinero, o en la supervivencia contra la extinción del trabajo, o en las variantes ―más o menos penosas o ingeniosas, más o menos elegantes― del galgueo literario), o de imaginarle afueras, o temporalidades distintas, pero también pasados alternativos a la línea horizontal y aplanadora de asfixiante realismo capitalista. Con tres ejes marcados, el dinero, el trabajo y el tiempo, Laera recorre el presente de la literatura argentina relevando una batería imaginaria de resistencia al monologuismo del capital, y ofrece una clave de lectura que conduce a una muestra digna de todas las operaciones que me interesan a la hora de leer, empezando por discutir. Pero, fundamentalmente, lo que habilita su recorrido es una doble posibilidad: la de aceptar el entusiasmo por una porción de lo mejor que se ha escrito y publicado en la Argentina en lo que va del siglo, y la de imaginar formas de combate, de resistencia y hasta de salida.
Por razones laborales, por ganas, por casualidad, he leído casi todas las novelas indagadas con erudición y sagacidad por Laera, y entonces he disfrutado especialmente de su recorrido por las clownescas aventuras económicas del joven Piglia, o su lectura de la Historia del dinero de Alan Pauls, o la descripción de la imaginativa respuesta de Aníbal Jarkowski a las estrategias eróticas de una secretaria para sobrevivir en su trabajo (en, precisamente, El trabajo). También, la discusión sobre el ejercicio performático en empleos precarios de Laura Meradi en Alta rotación, las caleidoscópicas (y hasta superheróicas) aventuras de los intelectuales de Hernán Vanoli en Cataratas, la fantasmal tristeza (y el particular trabajo sobre la temporalidad) de la Distancia de rescate de Samanta Schweblin. Para quien escribe, como es mi caso, es particularmente interesante el tour fantasma por ese carrusel de escritores desfigurados que hace Laera entre El escritor comido (Sergio Bizzio), Romance de la Negra Rubia (Gabriela Cabezón Cámara) y El artista más grande del mundo (Juan José Becerra). Pero me quedo con ganas de conocer de primera mano las palabras del huidizo chancho de María Sonia Cristoff en Derroche, de escuchar las confesiones en primera persona del plomo anarquista de Víctor Goldgel en Modesta dinamita. Y también de darle vuelta al itinerario teórico que le permite a Laera enhebrar esta trinchera literaria anticapitalista.
He pasado horas leyéndola y escribiendo esto, horas en las que no he pensado en el mundo sin salida que está detrás de las cortinas de mi casa. Les recomiendo que lean a Laera, y pongan en pausa ese monólogo que entra en nosotros a través de los teléfonos y los televisores.
Nos vemos en la próxima,
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor. Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.