Desde hace unos años tengo un amigo que es a la vez público y secreto, al que conozco casi como no me conozco a mí y al que nunca en mi vida vi en persona. Se trata de un poeta de mi ciudad, un poeta cuya vida es tan fantástica que es muy difícil resistirse a la tentación de contarla, incluso en estas líneas que, en principio, no tienen nada que ver con él. Ese poeta es Vicente Luy, y las razones por las que hace años me he sumergido en su vida (y en la empresa de escribir su biografía) son oscuras, considerando que nunca fui un crítico de poesía y que es un género con el que tengo una relación extraña, interrumpida en el siglo XVII con la excepción de Borges, Gil de Viedma y mis cercanos Mariela Laudecina, Guillermo Bawden, Carlos Schilling, Silvio Mattoni y Carlos Surghi (los recomiendo a cada uno). Pero leyendo a Cristina Peri Rossi, en una hora en la que (como dice Hamlet) se puede beber sangre y ejecutar acciones que espantarían al día, algunas razones de mi larga estancia en los restos de la vida de Luy aparecen nítidas.
Nocturno urbano, este volumen firmado por (vamos a decirlo con una pompa que la autora se encarga de volver irrisoria en sus páginas) la ganadora del Premio Cervantes en 2022, combina un libro de relatos y un libro de poemas, y en ese reparto mi primer impulso fue pensar que el libro de poemas significaría, de nuevo, un escolio, una dificultad, una perplejidad, y que encontraría en la prosa el lugar en el que hacer pie. Los cuentos de Cosmoagonías se sostienen en un vaivén entre, por un lado, esa forma de la alegoría que por momentos finge el informe oficial, el registro científico o etnográfico (al estilo de “El informe de Brodie”, por poner un ejemplo), siempre para mostrar una cara absurda del mundo que hemos sabido construir en el afán de sobrevivir; por el otro, el análisis de situaciones que desnudan ese mismo absurdo con más detenimiento, al borde de un realismo analítico que hace pensar en una cruza de Henry James y algunos narradores ingleses, pero con el oído tan sensible al castellano que los matices de las palabras son, por momentos, cruciales para los ecosistemas políticos que diseña Peri Rossi.
De hecho, en una de estas morosas escenas compuestas como lecciones del relato clásico, una frase resume una experiencia traumática y al mismo tiempo define las coordenadas oprobiosas que atraviesan ese territorio en disputa: “Ya lo sé, papá”, dice un niño al que un “oficial” acaba de destruir una hoja de garabatos y que está tratando de entender cómo pudimos encontrar una lengua común frente a la dispersión de la experiencia.
—Ya lo sé, papá— entró gritando. Le parecía una revelación de extrema importancia, quizás había vivido los primeros siete años de su vida para llegar a saberlo—: El lenguaje es de los que mandan.
El lenguaje y el mundo se imbrican en los cuentos de Cosmoagonías hasta que las tramas son casi una consecuencia de las palabras usadas, como sucede en “Sintaxis”: ahí, la tensión entre la irritación de la madre y el desinterés del padre bascula entre la apatía de las frases del varón (“me da lo mismo, me da igual”) y las rabietas maternas, pero el lenguaje de la hija se vuelve un río de sinceridad y devela un juego en que todos terminan perdiendo. Lo mismo sucede en “Te adoro”, donde esas dos palabritas parecen una suerte de ritornelo inhumano que va lavando la experiencia amorosa hasta vaciarla. Frente al absurdo (que a veces cobra la forma alegórica de una masiva asistencia a los suicidas y a veces la de una sesión de análisis en la que un hombre que ha perdido la erección termina conectando su padecimiento con su pasividad frente al allanamiento clandestino de una casa vecina), lo que se opone es la orfebrería de las palabras de Peri Rossi, delicadamente precisa y tierna. Al terminar los cuentos pensé en unas palabras de Beckett pronunciadas en una entrevista que no volví a encontrar, pero que puedo haber soñado, y que más o menos negaban la acusación de nihilismo esgrimiendo la evidencia palmaria de la cantidad de novelas que había escrito. ¿Qué tipo de pesimismo había en esa fe en la escritura?
Cristina Peri Rossi
Pero la lectura de los poemas fue un tsunami. Quizás, como dije, era la hora. Quizás es el momento de mi vida en que me cae este Nocturno urbano. Quizás es la conexión con Luy. Volvamos un segundo a él. Me atrevo a decir, sin haberlo conocido, pero después de entrevistar a decenas de personas que compartieron su vida con él, que Luy vivió con una herida en carne viva que anestesió hasta que una mezcla de amor, poesía y terapia la hizo estallar y ya no pudo manejarla. Los padres de Luy murieron en un accidente aéreo cuando él no tenía un año, y quedó a cargo del poeta español Juan Larrea, amigo de Pablo Picasso, Juan Gris, Jacques Lipchitz y César Vallejo, un hombre a su manera inmenso que por un azar inconcebible terminó viviendo en mi terrosa ciudad mediterránea (aquí escribí esa historia).
Juan Larrea estaba convencido de unas ideas que no quiero calificar, pero que volvían a su familia el centro de una renovación de la humanidad a tener lugar en el Nuevo Mundo. Incapaz de hacerse cargo de su nieto, Larrea hizo que Luy pasara por familias sustitutas en un trayecto que le quitó toda sensibilidad. Para rematar el cuadro, Luy volvió con su abuelo y fue convencido por el viejo Larrea de ser un mesías, aunque decidió que sería un “mesías salvaje”. Años después, cuando pudo recordar su recorrido por insólitas violencias familiares, cuando volvió a conectarse con su dolor, escribió libros incandescentes sobre su realidad inmediata, y expuso todo: sus heridas personales, sus guerras privadas y políticas, la voluntad de arrancarle al mundo la careta de hipocresía que permitía que nadie se hiciera cargo de nada, su experimentación sexual, su desborde, los palos de la psiquiatría, la soledad, la nada cotidiana, interpelando siempre a un “nosotros” que tenía que asumir una guerra en la que el enemigo eran distintas formas del mal.
La Peri Rossi poeta de Habitación de hotel parece una hermana perdida de Luy, o Luy, menos conocido, un hermano perdido de Peri Rossi. Lo iba asumiendo a medida que leía en sus poemas sesiones de sadomasoquismo con amantes, a medida que registraba la intensidad de su potencia de amor en los versos que hablaban de los cuerpos queridos, a medida que registraba esa voz un poco admonitoria que uno acepta en los poetas y que nos dice que es mejor amar que entregarnos a las pantallas, que es mejor el insomnio que la muerte, que incluso es mejor la indiscreción literaria (una forma de la vida) que la muerte. Pero terminé de convencerme cuando leí estos versos:
Los aviones se llaman naves
como los barcos
los pasajeros vamos a bordo
las azafatas son la tripulación
y por los altavoces llaman a embarcar
pero cuando un avión se cae
nadie dice que ha naufragado
cuando un avión cae
es un pájaro derrotado
hinca el pico
como un ave muerta.
Hay algo terriblemente poderoso en los versos de Habitación de hotel, si estamos dispuestos a escucharlos. Hay algo atravesado por un romanticismo que los humanos de mi edad han asumido que no existe, algo que olvidan en los mostradores de objetos perdidos de aeropuertos repletos de turistas, pero que voces como la de Peri Rossi insisten en conservar en el rescoldo de la única compañía que nunca falla, la de las palabras. Eso que late ahí tiene su peligro, incluso el peligro del ridículo, aunque sabemos que un equilibrado sentido del ridículo es una forma de mantener helado ese mar que según Kafka había que partir con un hacha. Del otro lado del ridículo, Peri Rossi y Luy esperan a los que se pierden en el mar en una barca solitaria, los que escriben libros, los que se emborrachan de alcoholes interiores, a las locas que son capaces de llamar a las dos de la mañana para decir que harían el amor hasta morir. Quizás yendo hacia ahí, con la carga del ridículo a cuestas, vivo en conversación con el difunto Luy desde hace años.
Nos vemos en la próxima.