Por Virginia Cosin
José García no puede evitar escribir. Es un hombre de cincuenta y seis años, está casado con una mujer fiel, sensata y servicial y tiene dos hijos: uno de casi veinte y otro más pequeño. Trabaja en una oficina. Tiene una vida gris, monótona e intrascendente, pero padece una especie de condición malsana: no puede dejar de escribir. Si desplegara una historia, si supiera urdir tramas, si se considerara a sí mismo artista, escritor, entonces esa necesidad febril no lo atormentaría. Pero escribe puras trivialidades. Cosas nimias sobre su vida mediocre que ¿a quién podrían interesarle? Y así y todo, aunque carece de sentido, aunque nadie lo necesita, nadie se lo pide, no sirve para nada, José García escribe.
José García —que podría ser Juan Pérez o Juan de los Palotes— es todos y nadie. Yo soy José García. Ustedes, seguramente, son o fueron, alguna vez, José García. O lo serán. O podrían serlo. Pero José García es, antes, sobre todo, también, Josefina Vicens. Como si se tratara de un efecto óptico, narrador, personaje y autora se funden, se confunden, se desdoblan y yuxtaponen. El personaje revela a la autora, el creador es creado. José dice “Yo”. Y es y no es Josefina que se esconde y se revela, se trasviste, se afirma desfigurándose en el reflejo de otros inventados.
Josefina Vicens es la autora de El libro vacío y Los años falsos. Dos novelas breves que, hasta hace muy poco, eran prácticamente imposibles de encontrar y constituyen casi la totalidad de su obra. Una obra breve, potente y expansiva como un hongo atómico, cuyas radiaciones produjeron efectos en otros autores —Mario Levrero, el caso más resonante— que han reconocido su influencia y hasta le han rendido un especie de culto.
Vicens nació el 23 de noviembre de 1911 en Villa Hermosa, en plena agitación de la revolución mexicana. Su madre era maestra; su padre, comerciante, emigrado de España. Tenía cuatro hermanas. Junto a su familia, seis años después, se instala en el DF, donde cursa sus estudios secundarios en una escuela comercial. Su primer trabajo lo obtiene a los trece años, cuando entra en la fábrica que administra el padre y, a partir de allí, va a transitar un camino laboral que incluirá tareas administrativas en un establecimiento psiquiátrico y en departamentos gubernamentales. En esas oficinas, que tanto debían parecerse a las oficinas donde pasa sus horas grises José García, empezaron a llamarla con el apodo que luego adoptarían sus amigos: “La Peque”. En una de sus crónicas sobre escritoras y revolucionarias mexicanas, Elena Poniatowska le dedica un perfil y escribe: «La vi desde el coche, recargada en la reja; un mechón gris sobre un ojo; traje pantalón de tweed; impermeable al brazo. “Parece personaje de una película de Antonioni —pensé—, uno de esos seres tristes y dolidos que nos taladran con su imagen durante días, meses y años”». Buceando un poco por internet se la puede ver en fotos y en algunos videos de Youtube: entrevistas, documentales sobre su figura. Y es imposible no pensar cómo puede ser que alguien que intenta pasar desapercibida, que escribe solo dos novelas/novelitas, tan breves que se leen en unas pocas tardes, puede convertirse en una celebridad de las letras mexicanas. La respuesta está, ni más ni menos, en su libro, que reúne las dos obras.
“Hoy he comprado dos cuadernos —escribe José García, al comienzo de la primera novela—. Así no podré terminar nunca. Me obstino en escribir en éste lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo. Pero la verdad es que el cuaderno número dos está vacío y éste casi lleno de cosas inservibles.” Así, el cuaderno número uno va llenándose de un fluir aparentemente desordenado de pensamientos, autoincriminaciones, recriminaciones, deseos irrealizados, confesiones, anhelos, recuerdos. Un acopio de material inservible para García, que constituye el “libro por venir”, el “libro de los márgenes”, de Vicens.
El vacío del libro vacío no es la blancura de las páginas del segundo cuaderno, sino ese espacio inabarcable, inaccesible e infranqueable, abismal, que se abre entre las palabras y las cosas, entre lo que es posible nombrar y lo innombrable.
“Grande es el margen entre carta blanca y hoja en blanco. No es, sin embargo, en este margen donde podrías encontrarme, si no en el todavía más blanco que separa el pliego estrellado del pliego transparente; la página escrita de la página por escribir: en este espacio infinito, por tanto, donde la mirada nos devuelve a la mirada y la mano a la pluma; donde todo lo que se escribe se borra en su escritura misma; el libro insensiblemente haciéndose en el libro que nunca se acabará. Éste es mi desierto”, escribe Edmond Jabés. Y ese es el desierto, también, de Josefina Vicens.
A José García se le resbalan las cosas de la lengua. El mundo se revela inasible, las palabras son frágiles, se resquebrajan, cubren con un velo nocturno el trabajo diario, los vínculos amorosos, las actividades cotidianas. El cuaderno de José García es un laboratorio de atrocidades, una máquina trituradora de eventos. Vicens revela con ese gesto contradictorio, paradigmático y mutante que la escritura y el mal están indisolublemente ligados. El García de Vicens es una suerte de Quijote, situado en el pequeño espacio vacío que lo deposita frente a la conciencia de su propia locura.
Vicens le escapa al imperativo de ser “alguien”, juega a vestirse de hombrecito y a cambiar de nombre —cuentan que cuando fichaba al entrar a la oficina del departamento agrario, para escapar del tedio del trabajo burocrático, pero también del tedio de ser siempre la misma, firmaba como Madame Bovary, o Gregorio Samsa, o Napoleón, y cuando empieza a escribir artículos y crónicas periodísticas, lo hace bajo el nombre de Pepe Faroles o Diógenes García.
Hay algo de máscara hermafrodita en el nombre de José García, que opera como caja de resonancia de la voz femenina de Josefina Vicens y propulsa un decir acaracolado, que no va hacia ninguna parte, que se derrama en la imposibilidad de ser uno. Escribir para vivir, vivir para escribir. En esa encrucijada queda atrapado el narrador, dividido, fragmentado, tanto más en cuanto intenta infructuosamente aprehender algo de lo real. Esa trampa viscosa que lo retiene, ese temor a ser “falso”, es la posibilidad de la libertad de su autora, el juego con el que la ficción, en sus deslizamientos, produce efectos de verdad. El vacío es infinito, pero el libro vacío llega a su fin. Quizás —esa es la sospecha— el fin del primer cuaderno constituye un nuevo comienzo. El que dará lugar a la primera frase en el otro, el de la imposibilidad, que permanecía, hasta entonces, en blanco.
Cuando ganó el premio Xavier Villa Urrutia —el mismo que unos años antes habían ganado Juan Rulfo y Octavio Paz—, en 1957, Vicens ya llevaba una intensa actividad como guionista de cine, pero en el mundo de la literatura era una completa desconocida. El reconocimiento y el éxito que obtuvo su novela, que le llevó ocho años escribir, lejos de animarla a continuar con su carrera literaria, la volvió a empacar en el silencio. Quizás porque para Vicens, como para Clarice Lispector, no existía tal cosa como la “carrera literaria”. Dicen que cuando le preguntaban por qué no escribía más, ella respondía: “Porque estoy muy ocupada viviendo”. Quizás fuera un modo amable de decir que no tenía ganas. O la forma que había encontrado para no tener que dar explicaciones. Recién veinticuatro años más tarde va a publicar Los años falsos. Una novela aún más breve que la anterior y, aunque ha suscitado menos elogios y comentarios que su predecesora, una verdadera obra maestra.
En Los años falsos ese yo fragmentado de El libro vacío se encarna no solo desde el argumento, sino también desde el lenguaje. Luis Alfonso Fernández tiene diecinueve años cuando su padre, un macho bien mexicanote, bien paradigmático, muere en un accidente —provocado por una pistola— que nunca terminamos de entender cómo se produce. Desde ese momento, deja de ser un niño, deja de ser el hijo de su madre, el hermano de sus hermanas, y se convierte en su propio padre. A esa conversión asistimos a través de los deslizamientos del Yo, el Tú, el Él, el Nosotros de la enunciación que borra las fronteras de la personalidad del narrador. Hay algo kafkiano en la demanda amorosa de los reproches del hijo al padre muerto. Hay algo de tragedia edípica en la sustitución de la figura paterna por la del hijo, propiciada por su propia madre y por la amante del padre. Hay algo de Hamlet en el luto empecinado de ese hijo que termina licuado, destruido e inmolado en nombre del padre. La brevedad de la pieza y su extraña fabulación llegan ahí donde no llegaba El libro vacío, que puede leerse, de alguna manera, como el prólogo, el largo rodeo de una escritora, en busca de la palabra justa.