Siempre me gustó el título de un libro de Thomas Pynchon, su libro de cuentos, titulado Un lento aprendizaje. Me parece, como todo en este autor, una muestra de amabilidad: si a uno de los novelistas más destacados de la historia reciente de la literatura le había costado ese camino lento a hacerse con las herramientas del oficio, al resto de los aprendices nos están perdonados los desvíos, las partidas falsas, los cambios de rumbo, incluso las chambonadas (pienso en los seis libros juveniles que Bioy Casares excluyó de su bibliografía). Y sin embargo hay autores que alcanzan el pico de su arte y de su imaginación de un golpe de vista, en un relámpago. El caso más evidente quizás es Rimbaud, que es un ejemplo de la iluminación al borde de lo absurdo, pero en lengua castellana se me vienen a la cabeza rápidamente un par de ejemplos (los que me ha tocado comentar curiosamente son ejemplos femeninos) de esta especie: pienso en Leonora Carrington, cuyos Cuentos completos publicó Fondo de Cultura Económica y dan esa impresión de altura instantánea, y pienso en los cuentos de Amparo Dávila (Zacatecas, 1928 – Ciudad de México, 2020), de cuyo primer libro dijo Cortázar en una carta personal (hieráticamente cálida, con esa exactitud en la distancia afectiva que Cortázar parece haber aprendido en la Unesco): “he tenido un gran placer con la lectura de ‘Tiempo destrozado’, que me parece un excelente libro. En la solapa se habla de esta obra como de su primer libro de cuentos. Si es así, admiro la maestría y la técnica que se advierten en cada página”. Pero al margen de ese dominio de lo formal que advierte Cortázar (que también subraya la substancia uncanny, siniestra de la materia con la que se mete Dávila), en ese primer libro de los cuatro reunidos en este volumen ya aparece todo un mundo de temas e intereses que se mantiene constante, y que podría ser resumido en una fórmula: el sujeto en disonancia fatal con su entorno.
Es fácil pensar en Kafka, pero también en Henry James, mientras uno lee a Dávila, pero también en Henry James o en el propio Cortázar. Los cuentos de Dávila atraviesan la clase media desde la punta sobreviviente hasta la punta que roza el Cadillac y en todo ese espectro de economías variables la neurosis conduce siempre a que (por una ventana grande, quizás una puerta ventana) se cuelen fantasmas que más de una vez están sedientos de sangre.
Inmediatamente aparecen ecos, por ejemplo, de “Circe”, quizás el mejor cuento de terror de la literatura argentina, en el que una familia aloja con resignación (lenta y desesperante como un truco de René Lavand) a una chica siniestra, cuyos poderes oscuros están en duda hasta que una máscara macabra los vuelve irremediablemente presentes. En ese relato de Cortázar hay algo que se repite en los textos de Dávila y que ha sorprendido a más de un comentarista, debido al género de la autora y a la época en que escribió: una suerte de horror al universo matrimonial que combina muy bien con una idea de un personaje de Ricardo Piglia: “El matrimonio es una institución criminal. Una institución pensada para que con sus lazos se ahorque uno de sus cónyuges. Ese es el sentido de la sentencia ‘hasta que la muerte nos separe’”. En “La celda”, por ejemplo, Clara es acechada por un fantasma al que llama “él”, y el camino de salida es una relación inevitable hacia el matrimonio con José Juan Olaguíbel, con quien la une un intrincado parentesco mexicano. Pero a Clara, después de un tiempo, “comenzó a chocarle su voz, el leve beso que le daba al despedirse, los labios fríos y húmedos, su conversación… ‘La casa, las cortinas, las alfombras, la casa, los muebles, las cortinas…’ Ella ya no podía más. Ya no le importaba salvarse o padecer toda la vida. Solo quería descansar de aquella tremenda fatiga, de ir todo el día de un lado a otro, de hablar con cien gentes, de opinar, de escoger cosas, de oír la voz de José Juan…”. Es curioso cómo los personajes de Dávila eligen la tortura de su imaginación oscura a la rutina aplastante de sus vidas normales: el mundo familiar de los personajes de Dávila es un mundo hostil que el sujeto quiere abandonar, pero esa fantasía de abandono conduce a un desierto de fantasmagoría y delirio.
La mención a Kafka no es gratuita. En los mejores textos de Dávila el elemento siniestro (ambiguo, a veces amenazante y a veces salvífico) tiene esa condición de cuasi caricatura, como las pelotas de celuloide que persiguen al solterón Blumfeld o los ayudantes que siguen a K a todas partes en El castillo. “El huésped”, uno de los relatos más célebres de estos Cuentos reunidos, comparte esa condición con los extraordinarios e insoportables Moisés y Gaspar que dan nombre al último cuento del primer libro (Tiempo destrozado, 1959): un arte de la indeterminación que permite sostener el suspenso en base a sutiles omisiones, y que a veces Dávila invierte a favor de formas literales del horror. Por ejemplo, cuando Marcela (en “Música concreta”, cuento que da nombre al segundo volumen publicado originalmente en 1961) está perseguida por la amante de su marido, a quien ve parecida a un escuerzo (me imagino que a los buenos lectores no les hará falta ni siquiera que les espoilée aún más este relato). En esta literalidad hay algo de amateurismo de la imaginación, algo que le da a esta recopilación un aire de frescura extraña en un mundo literario dominado por el profesionalismo y el cálculo de taller, y que no logra mitigar (quizás incluso refuerce) esa sensación de pozo, de valle de sombras, de baile de fantasmas que late detrás de la autora mexicana, ganadora del premio Xavier Villaurrutia en 1977.
Nos vemos en la próxima,