El hombre que amaba a las brujas y a los hombres lobo: «Aún aprendo» de Carlo Ginzburg

julio, 2021
En Aún aprendo. Cuatro experimentos de filología retrospectiva, el historiador italiano Carlo Ginzburg recorre su propia obra revisando sus herramientas teóricas en ensayos exquisitos y recordando al paso el mundo alucinante que sus ejercicios de microhistoria supieron encontrar gracias a una combinación de amor, método y vocación de justicia.

Un adagio entre cínico y pesimista reza que la ignorancia es una bendición, por razones mucho peores que las que me llevan a pensar en él: la ignorancia es también una bendición cuando lo que ignoramos es, por ejemplo, la obra de Carlo Ginzburg, porque es un tesoro que podemos encontrar en cualquier momento de nuestras vidas. Me acaba de pasar, y me pasa leyendo este Aún aprendo, que es un compendio de cuatro ensayos retrospectivos con los que Ginzburg revisa su larga carrera como historiador, sus métodos, su afán, su ambición, sus avatares, su fortuna. Lo autobiográfico, aclara una y otra vez con una protesta de modestia que no hay forma de no creerle, es siempre un medio para un fin: comprender el oficio de historiador, cooperar con un modelo de esterilización del ejercicio de ese oficio, en el sentido en que se esteriliza el instrumental quirúrgico o las manos del cirujano.

Estoy seguro de que los lectores de este newsletter lo conocen mejor que yo, pero dado mi flagrante desconocimiento de su figura (si soslayamos el haber conocido su nombre y su profesión), me veo obligado a una presentación veloz: Ginzburg nació durante la Segunda Guerra Mundial, hijo del filólogo Leone Ginzburg y la escritora Natalia  Ginzburg, y fue uno de los pilares de una renovación de la historiografía occidental en una ruptura fuerte con el paradigma historiográfico francés a partir de la concepción de la microhistoria, una historia pensada a partir de las experiencias de los individuos. Como dice Ginzburg en el prólogo a Los benandantiBrujería y cultos agrarios entre los siglos XVI y XVII  (un libro de 1966 sobre el que hablaremos más abajo), apoyándose en “una gran variedad de actitudes individuales” antes que en la utilización de “términos genéricos y vagos como ‘mentalidad colectiva’ o ‘psicología colectiva’”.

Carlo Ginzburg (Turín, 1939)

En paralelo a la obra de Edoardo Grendi, el otro italiano identificado fuertemente con el paradigma, en la estela de Marc Bloch, Abi Warburg y Antonio Gramsci, armado con una erudición que solo es posible en un “intelectual europeo” (como lo define el inglés Keith Thomas para negarle el título pleno de “historiador”) y con un siempre creciente arsenal teórico y metodológico, Ginzburg se “propuso” (la intervención del azar es tan constante en su trayectoria que es imposible no entrecomillar ese verbo) ejecutar la “jaculatoria” de Benjamin, el programa de peinar la historia a “contrapelo”,  lo que en su caso tuvo un resultado muy concreto en 1966: la escritura de Los benandanti.

Aquí es cuando Aún aprendo se me ocurre un libro ideal para despertar la vocación juvenil de un potencial historiador, porque yo, que soy casi viejo, tengo ganas de estudiar historia a partir de la revisión que Ginzburg hace en estos ensayos de momentos cruciales de su carrera. El momento en que encuentra por primera vez, en 1963, en el Fondo Santo Oficio del archivo del Estado de Venecia, la mención de los benandanti es tan electrizante como todas esas escenas de antropólogos o arqueólogos cinematográficos descifrando el códice que los lleva al tesoro, pero también (la analogía del filólogo con el detective es inevitable) como el momento en que los Sherlock, los Dupin, los Padre Brown encontraban la clave de un crimen. La historia es simple: por casualidad, buscando como ha hecho a lo largo de su vida en un ejercicio de azar controlado (dos veces está citado el aforismo de su tocayo Donisotti: “Por mera casualidad, o sea, por la norma que preside la investigación de lo desconocido”), Ginzburg dio con un proceso a un hombre que había nacido “con  la camisa”, esto es, envuelto en líquido amniótico. Se reveló para Ginzburg la existencia de un folclore extinto, un grupo de hombres y mujeres que vivieron bajo la convicción de ayudar a pelear con los brujos y demonios por la fertilidad de las cosechas cuatro veces al año, armados de mazos de hinojo contra los mazos de sorgo que cargaban sus enemigos astrales: esas luchas, después de todo, se daban en sueños, en los bíblicos campos de Josafat.

Francisco de Goya, «Aún aprendo» (hacia 1826), Álbum de Burdeos I o Álbum G, 54. Museo del Prado, Madrid.

Igual de fascinante es la reconstrucción de los cuidados metodológicos que Ginzburg se vio obligado a tomar para no incurrir en deformaciones personales de lo que estaba leyendo, o la delicada confesión de, a pesar de haber reconstruido la voz de estos “vencidos” de la historia (los benandanti fueron, en un período de cincuenta años, obligados por el Santo Oficio a reconocer su calidad de brujos satánicos), estar intelectualmente cerca de los inquisidores a la hora de “escuchar” el centenario testimonio de estos magos buenos. A eso se dedica Aún aprendo: a recorrer el manejo de un delicado instrumental, a preguntarse de dónde vinieron esas herramientas, de obras tan variadas como De Burtin, Goethe, Cuvier, Pictet, Saussurre, Wittgenstein, a recordar que la historia debe controlar la tentación del relativismo pesimista o irresponsable y procurar elementos que garanticen una cierta objetividad en la producción de representaciones del pasado. De ahí la comparación del manejo de las fuentes con los experimentos de doble ciego, esas pruebas clínicas de medicamentos en las que ni el paciente voluntario ni el médico sabe si está tomando o administrando el placebo o el medicamento activo; de ahí la reiterada referencia a la casualidad como un instrumento utilizado a conciencia para mantener a raya los prejuicios propios de la cultura del historiador.

Increíblemente, la obra de Carlo Ginzburg me era desconocida y ahora, gracias a Aún aprendo, me queda un tiempo de vida para ir al encuentro de estos derrotados a los que el historiador italiano les ha dado voz, estos hombres lobos y brujas, estos chamanes olvidados que salían con su ramo fantasmal de hinojo a procurar un bien que era incomprensible para el Santo Oficio y que nuestro héroe ha dejado escuchar para nosotros con una modestia que se nota en cada palabra de esta retrospectiva.

Me quedo con la promesa de estas historias, con la hermosa escritura de Ginzburg y con aquella imagen de un hombre nervioso, fumando mientras recorre un pasillo de una oficina veneciana, emocionado porque es el primero en escuchar una voz a la que las olas de la historia estaban a punto de ahogar.

Nos vemos en la próxima.

Flavio Lo Presti

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