La IA, “inteligencia artificial”, es uno de los conceptos más mitificados del presente. Su reiteración en todas las promesas de la técnica se vuelve casi mágica, una suerte de ábrete sésamo bajo el cual nosotros, el común de las personas, entendemos algo lejano cuyo funcionamiento se nos escapa, algo que requiere una programación sofisticada pero que podría cambiar para siempre cada uno de nuestros artefactos. Se nos dice que es revolucionaria, que “habría que incorporarla”. ¿Por qué? Para hacer la vida más performativa, para hacer de nuestros aparatos algo más eficiente, para vivir experiencias nuevas o estar a la altura del mundo de hoy. La inteligencia artificial se nos vende como un mantra cuando se nos quiere hablar de sistemas mejorados que facilitarían nuestra vida cotidiana, de sistemas que permitirían un mejor entendimiento con “las máquinas”, cualquiera sea la definición de máquina. Pero qué extrañas fuerzas invocamos con su nombre es algo que no terminamos de entender.
Deshilvanar su funcionamiento la convierte en algo bastante menos misterioso, incluso en algo peligroso, según lo presenta Kate Crawford bajo la atrapante figura del atlas. Como investigadora de la IA (Crawford es australiana, pero forma parte de Microsoft, es profesora en Estados Unidos, donde fundó el AI Now Institute, y también en Francia) elige hablarnos de la IA no desde su historia en términos de máquinas e información, sino desde un punto de vista social y cultural. Atlas de inteligencia artificial presenta entonces una colección de postales muy bien elegidas que son también imágenes muy vívidas del problema de la IA, como cuando describe los piletones de litio iridiscentes de Silver Peak, en EEUU, o el lago artificial de Bantou, en Mongolia, lleno de un barro negro y espeso con olor azufre resultado de los vertidos químicos derivados de la descomposición de baterías.
Entonces sospechamos que algo oscuro se esconde detrás de la IA, y tal vez eso oscuro esté en lo que se elimina cuidadosamente de nuestra imaginación cuando usamos expresiones como “la nube”, o imaginamos que todo se deriva de comunicaciones inalámbricas o de transmisión de información sin peso ni lugar. Las palabras asociadas a las máquinas de la información esquivan, y no por casualidad, las necesidades materiales que hacen que ese mundo etéreo, volátil y sin la pesadez de la materia pueda funcionar. Pero, ¿qué se propone Crawford al iluminar esos puntos opacos en Atlas de inteligencia artificial? Revelar hasta qué punto la IA es una industria de la extracción, y hasta qué punto estos sistemas siguen dependiendo de la explotación a mansalva de los recursos del planeta. Y se propone subrayar también, con cierta malicia, la maniobra de que se la utilice en todos los discursos del bienestar individual y el cuidado ecológico: difícil que lo promueva si, además de valerse de recursos como el litio, el nuevo “oro blanco”, la IA sigue usando energía eléctrica para su funcionamiento, o si cada teléfono inteligente tiene en sus baterías 8,5 gramos de litio, y cada auto eléctrico de Tesla otros 63 kg. ¿Entonces de qué estamos hablando cuando hablamos de sistemas eficientes, verdes, guiados por la IA, que permitirían ahorrar en la explotación de recursos minerales fósiles?
Trabajadores y relojes de fichaje en el centro logístico de Amazon en Robbinsville Township, Nueva Jersey. Fotografía de AP/Julio Cortez.
Parte del trabajo de Crawford es demostrar que la IA no solamente surge de severas exacciones al medioambiente peores que las de sus predecesores industriales; demuestra sobre todo que actualiza todo tipo de funciones humanas de clasificación y segregación, incluso las consideradas “inocentes” —o sobre todo ellas—, a fin de servirnos en bandeja para la promoción de ciertos productos haciendo lo que ninguna otra tecnología había logrado hasta ahora: capturar, para el capital, afectos y emociones a través de nuestros datos que, según una conocida figura, serían la nueva tierra a labrar para una nueva acumulación originaria.
Pero hay todavía más. ¿Cómo se entrena la IA, qué tipo de trabajo enmascara? Hay un “proletariado del clic”, una fuerza subpaga que permite a las empresas de lo digital perfeccionar sus sistemas en base al trabajo de obreros en condiciones pasmosas, dedicados a trabajos mecánicos como clasificar imágenes en los países más pobres del globo. Y en todos estos aspectos —que son las distintas entradas del Atlas: Tierra, trabajo, datos, clasificación, emociones, Estado— intuimos que lo que se juega es un nuevo modelo de poder que empieza por la imposición de la idea de la IA como aquello que “tiene que ser”.
Existen empresas, tal como cuenta Crawford, que contratan por salarios de hambre a personas que fingen ser IA —son trabajadores que simulan ser bots— para entrar en los melifluos aires de la época que nos seducen y tientan. ¿Acaso no consumimos promesas asociadas a la IA para calmar algo de nuestra mala conciencia por estar todo el día conectados? Pero ¿por qué, si nos convertimos en paladines de la defensa de la Tierra, pensamos que la solución, tal como pregonan sus propagandistas, podría venir de la IA, cuando sus mismos promotores ya ponen el foco en la conquista del espacio? ¿Por qué, en suma, nos dejamos hechizar?
En principio, porque vivimos una época con hambre de respuestas. En segundo lugar, porque, como hijos de lo moderno, no queremos saber de dónde salen los elementos que tanto necesitamos (“la ignorancia acerca de la cadena de suministros es inherentes al capitalismo”). En tercer lugar, porque no queremos privarnos de lo que estas tecnologías nos darían en términos del ego y de posibilidad de acceso al esparcimiento y a las mercancías. También porque se ha convertido en nuestro mundo. En cuarto lugar, porque seguimos siendo ciegos al hecho de que este nuevo tipo de poder se juega como obligatorio. Lo experimentamos día a día colmados de aplicaciones “optativas” y para facilitar la vida cotidiana que nos explotan los teléfonos –y nos obligan a renovarlos, cerrando el círculo– y ante las que no hay escapatoria (bancos que tramitan ciertas operaciones solamente con la “app”, sistemas médicos que no nos dan el ingreso sin la credencial virtual, y siguen los etcéteras optativo-obligatorios). En suma, entre la mezcla de coacción práctica y de discursos de persuasión, mito y mantra, la IA se convierte en una urgencia hacia la que nos dirige la geografía de este Atlas.
Margarita Martínez
Doctora en Ciencias Sociales, investigadora, docente y traductora.
Se especializa en filosofía de las técnicas.