Nací en 1977. Hijo de un padre extraño, con problemas psiquiátricos siempre mal tratados, incapaz de trabajar y hacerse responsable de su vida (ni hablar de su paternidad). Con el paso del tiempo y con el efecto catódico y sesgado de su crianza, fui adoptando su manera de ver las cosas, que casi siempre decantaba en un cinismo melancólico: en el fondo nada valía la pena, y mucho menos los afanes (trabajo, familia, cuentas, deudas, Patria) que se llevaban el tiempo de los adultos. Como a él, me costó aceptar que las responsabilidades que fui asumiendo (o me fueron impuestas) implicaban obligaciones, y en esa misma línea me fue difícil (al menos en mi más tierna juventud) tomar en serio los asuntos públicos, que me parecían el resultado de un malentendido. Por lo tanto, una de las heridas más grandes de la historia argentina, la guerra de Malvinas, me fue relativamente indiferente (casi una inversión del deseo omnipresente de León Gieco). ¿Cómo ponerme a pensar en algo tan grave, tan adulto, tan sin sentido como una guerra?
Me crié, además, en la posdictadura, en la restauración de una democracia que, con todo lo que había costado y con todo lo valiosa que es, podíamos mirar con sospecha. ¿Sobre qué bases la habíamos construido? Compilada en Los libros de la guerra, la obra crítica de esa bestia marxista de derecha que fue Rodolfo Fogwill da testimonio de esa sospecha, pero su enemigo literario Ricardo Piglia fija también una misma posición desencantada en la respuesta que dio a un entrevistador en la década del ochenta: si la política era la renovación de las cámaras, dijo Piglia en ese momento, prefiero concentrarme en las variantes de la defensa siciliana. Con seis años, yo había visto a mi país perder una guerra, me había enterado de que jóvenes compatriotas habían sido torturados en centros clandestinos y habían “desaparecido” (habían sido asesinados por miembros del Estado argentino), había sido instruido por mi padre en que la vida no tenía sentido y que nuestra democracia era digna de sospecha y, para colmo de males, mi única ilusión infantil, el comunismo, se diluía con la caída del muro, el fin de la historia y un neoliberalismo excluyente que modernizaba de prepo un país al que la mitad teníamos prácticamente prohibida la entrada.
Sin embargo el tiempo pasó, la historia no terminó (hasta Francis Fukuyama reconoció que se apuró) y la necesidad de sobrevivir me transformó en adulto a la fuerza. La debacle argentina del 2001 movió algo en todos nosotros, o quizás simplemente me había tocado el momento de ser un sujeto responsable, y todo lo que no me había importado para nada se me impuso como obligatorio. Me volví profesor, y tuve que preocuparme por pensar qué significaba para mí educar jóvenes. Tuve que preocuparme verdaderamente (incluso a pesar de que tenía la oportunidad de “hacer la plancha”) por pensar qué tenía que decirles en el aula, qué sentidos podíamos construir juntos, qué significaba la comunión que nos unía en un aula bajo una misma bandera y con un destino común a pesar de nuestras realidades relativas. La literatura argentina no nos dejaba olvidar la guerra: ahí estaban Los pasajeros del tren de la noche y Los Pichiciegos, de Fogwill; Las Islas, de Carlos Gamerro; la novela Puerto Belgrano y el libro de testimonios Ara Bahía Paraíso, ambos de Juan Terranova. Las efemérides me imponían pensar, cada 2 de abril, en eso que había quedado fijado en los discursos como una guerra absurda, librada en la nada misma de un mar helado, sobre dos islas rocosas que lo único que tenían era viento y 360 ovejas por habitante. Una guerra que había generado, en el medio de una masacre clandestina pero insoslayable, un entusiasmo que la prensa había fijado en mi memoria como un frenesí deportivo, replicado perturbadoramente en el momento más intenso de mi infancia como hijo de mi país: el partido contra Inglaterra en el Mundial 86.
¿Por qué Malvinas?, de Rosana Guber, es un libro extrañamente conmovedor para alguien de mi edad. Anuda toda las historias personales de la gente de mi generación con la historia de la guerra y de las Islas sin abandonar la precisión del discurso antropológico, casi involuntariamente, dándole una contundente respuesta a la perplejidad que nos produce cada vez que, por obligación o voluntad, dedicamos un rato de reflexión a ese momento tan extraño de nuestra historia. La exploración de las circunstancias en que se realizó la recuperación de las Islas le permite a Guber ofrecer un panorama esclarecedor, a partir de:
a) un retrato más sofisticado de la naturaleza del apoyo prestado por la sociedad civil a la aventura militar en el Atlántico Sur;
b) una delimitación de los significados de lo nacional para cada uno de los actores convocados a ese momento de comunidad en el que se recuperaron, de un solo golpe, las Islas y la calle;
c) del reconocimiento del carácter no unilateral de ese consenso, en el que reingresó del lenguaje de la política;
d) de la identificación del parentesco (los soldados eran hijos, hermanos, parejas de los que quedábamos acá) como anclaje moralmente aceptable de la unión (fuertemente condicionada) con un régimen genocida.
(Con sutileza, Guber no deja de señalar que todo ese proceso de conducción de masas estuvo a cargo de las fuerzas armadas y de los sectores que se beneficiaron con la política económica impuesta a sangre y fuego por la dictadura, identificados con la Cámara Argentina de Casas y Agencias de Cambio: hay una hermosa nota al pie sobre la siempre sobreviviente Ley de Entidades Financieras.)
Naturalmente, el retrato de los setenta y cuatro días de la guerra no alcanza para explicar por qué Malvinas, y entonces Guber nos lleva por la fascinante historia de la emergencia de la causa en nuestra vida política, que reaparece siempre como “adecuada metáfora de la nación usurpada ya no solo por el ‘pirata inglés’ sino por actores políticos definidos mutuamente como enemigos, y en especial por los regímenes de facto”. En esa línea, aparecen José Hernández reprochando la blandura de Juan Ramón Balcarce (y de ahí, quizás, el “los hermanos sean unidos”) e imputándole la pérdida de las Islas en 1833; Paul Groussac y su reconocimiento francés a nuestro derecho a las Islas, reclamándole (falazmente) al rosismo la falta de acción sobre las Islas; Alfredo Palacios anudando la causa de las Islas maltratadas (“miserables”, las llama un parlamentario ingles) con la de los maltratados beneficiaros de su impulso civilizador iluminista y mandando a traducir con fuerza de ley la monografía de Groussac para enviarla hasta el último rincón del territorio; los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, que escriben La Argentina y el imperialismo británico en el medio del pacto Roca-Runciman e incorporan a la tradición liberal la noción de imperialismo; y, finalmente, Los Cóndores, un grupo de dieciocho jóvenes relacionados con el peronismo de derecha y conducidos por Dardo Cabo que en 1966 desviaron un DC4 para aterrizar en Malvinas y realizar una recuperación simbólica de las Islas, acto metafórico que subrayaba la demanda de la recuperación de una nación cautiva por la proscripción y la dictadura.
Finalmente, el último capítulo está dedicado a lo que hicimos con Malvinas los argentinos después de la guerra. El olvido está ahí, la perplejidad, los chicos de la guerra, la emergencia más comprensible (gracias al desarrollo de Guber) del significante Malvinas en la Semana Santa del 87 en boca de Raúl Alfonsín, los vaivenes en torno al emplazamiento del monumento a los caídos en la Ciudad de Buenos Aires. ¿Por qué Malvinas? es una excelente introducción a este tema que nos atraviesa como Nación, que sigue apareciendo con su pregnancia y sus preguntas irresueltas. Es un buen insumo para encarar este enigma que nos constituye, que nos interpela, y con el que la edad y la historia de la nación en la que vivimos nos impiden ser indiferentes. En un par de horas, un grupo de veteranos va a visitar la escuela en la que doy clases, y después de leer a Guber me siento más preparado para hablar con ellos.
Nos vemos en la próxima,