Hay un momento en que uno de los tres sobrevivientes de la masacre de Trelew, Alberto Miguel Camps, escucha de la boca de un médico estas palabras: “Eso no puede ser”. Una negación que parece una respuesta instintiva frente a lo que estamos leyendo. Solo hay que imaginar las circunstancias: en agosto de 1972, diecinueve jóvenes que unidos a tres organizaciones armadas (ERP, FAR y Montoneros) habían decidido resistir a un régimen dictatorial (un régimen que pretendía encubrir su vocación de obturar la voluntad popular: el peronismo llevaba diecisiete años de proscripción) son capturados tras un intento de fuga del penal de Rawson, una acción que ellos evalúan como un éxito relativo (seis de los ciento diez que debían fugarse inicialmente parten hacia Chile desde el aeropuerto de Trelew tras la toma de un avión comercial); estos diecinueve jóvenes (hombres y mujeres) se entregan en el aeropuerto tras una conferencia de prensa, son conducidos a la Base de la Marina y, después de días de acoso y vejaciones (en el frío del sur argentino son obligados a desnudarse, a hacer ejercicios de calistenia, a permanecer despiertos en la madrugada, a dormir parados) escuchan la orden de salir al pasillo al que dan sus celdas a las tres y media de la mañana; ahí, en ese lugar, son acribillados a balazos por miembros del Ejército argentino, en absoluta indefensión. Al sobreviviente Ricardo René Haidar, Roberto Guillermo Bravo (estaba a cargo de la guardia más “dura” en los días previos de la masacre) le pregunta si va a “declarar como correspondía”. Acto seguido otro oficial del Ejército entra en la celda y le pega a Haidar un tiro que parece de remate, que entra por debajo de la clavícula y sale, y después acribilla a Alfredo Kohon al lado suyo. Nada de todo esto parece real. Es una escena irreal de la historia argentina, y en ella resuenan (como dice Mario Santucho, hijo de uno de los fugados, en este video) otras escenas igualmente irreales: el bombardeo sobre la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955; la aparición de los sobrevivientes a los fusilamientos de José León Juárez, cuya historia se cuenta en ese libro gemelo a La patria fusilada que es Operación Masacre; y, fundamentalmente, el horror de la dictadura cívico militar inaugurada el 24 de marzo de 1976.
Todo en el libro respira irrealidad: el tono de conversación de horas en el penal de Villa Devoto donde se registra el testimonio de los tres sobrevivientes, que parece a media voz, como en una sesión de espiritismo o una conversación de fantasmas (horriblemente, a la sazón esa termina siendo la condición de la conversación en el futuro, ya que los cuatro que dialogan son asesinados unos años después por el Proceso de Reorganización Nacional); la convicción de los cuatro interlocutores del acercamiento entre las masas populares y el ethos y los objetivos de las organizaciones armadas; las escenas de lucha popular motivadas, por ejemplo, por el aumento de las facturas de luz (manifestaciones en las que murieron personas); las situaciones inverosímiles que se dan en el cautiverio, como el momento en que Bravo les acerca a los cautivos una absurda historieta de pésima factura en la que se estigmatiza la lucha armada (los sobrevivientes imaginan que es un material diseñado por la CIA para ser distribuido en toda América) con el objetivo de tantear sus convicciones o el desfile de armas que el sobreviviente Camps tiene que reconocer frente a un juez (herido en una cama de hospital por las balas militares) en función de validar su propio testimonio. Pero también exuda irrealidad la inverosímil entereza de los sobrevivientes, capaces de, en trance de muerte, con una bala en el cuerpo, consolarse con el pensamiento de que el sufrimiento de sus camaradas no debió ser tan insoportable, al menos a la luz de su propia experiencia.
Mi propia reacción al leer las escenas desgranadas en la voz de Camps, Haidar y María Antonia Berger es un poco la del médico: “Esto no puede ser”. Pero así como no pudo haber sido, así como fue posible, puede volver a pasar. Lo sabemos sobradamente, pero lo olvidamos: lo que no se hace consciente se puede repetir. La irrealidad de La patria fusilada es necesaria y urgente, quizás hoy más que nunca. Vivimos actualmente un momento casi tan irreal como aquel, un momento de incertidumbre económica, social y moral, una crisis en la que vemos aparecer voces negacionistas que ponen en duda el sentido de la historia y que hacen dudar de ese sentido a sus víctimas. Voces que prometen que el futuro va a repetir el pasado, y que desfilan, como dice Cazuza en esta canción, como en un museo de grandes novedades. Dos cosas nos dice Ángela Urondo Raboy (hija de Paco Urondo y Alicia Raboy) en uno de los prefacios de este libro: la primera es que quisiera escapara al horror, dejar “la masacre para otro día, otra vida”. La otra es que las voces de su padre y los sobrevivientes de Trelew no pudieron ser silenciadas, y que siguen prestando testimonio contra la impunidad y el negacionismo. En un país en que un maestro se vuelve tu enemigo, en que los comunicadores toman dióxido de cloro en el prime time y se proponen como soluciones los planes económicos de las dictaduras, es urgente escucharlas.
Nos vemos en la próxima,
Flavio Lo Presti
P.D.: En YouTube se pueden encontrar dos documentales sobre la masacre de Trelew: Trelew, la fuga que fue masacre (Mariana Arruti, 2004) y Ni olvido ni perdón: 1972, la masacre de Trelew (Raymundo Glayzer, 1972).
P.D. 2: Al cierre de esta edición del libro, la Justicia argentina no ha conseguido de la Justicia de Estados Unidos la extradición de Roberto Guillermo Bravo, hoy ciudadano estadounidense residente en Miami.