Me imagino escribiendo: “la vida es un misterio”, y me imagino la risa del otro lado de mi pantalla, de mi teclado, de este newsletter. Recuerdo una frase entre cínica y melancólica leída en La casa de citas, una novela de Martin Amis sobre los efectos del estalinismo, y que es a su vez una variante de uno de los aforismos más versionados de la historia: “lo que no te mata te debilita, y al final te mata”. Y me imagino, en pleno 20-20 del coronavirus, en un nuevo año de la peste, la mandíbula caída del lector, el desgano, la pregunta inevitable: “¿Por qué un tema tan gris en mi bandeja de entrada?”. La respuesta es la novela de Libertad Demitrópulos Río de las congojas. No pude evitar, después de leerla, darle vueltas a un interrogante que tiene para mí una forma general y una forma restringida: a medida que los años pasan, que el tiempo corre como en ese cliché jocoso de John Barth (un letrero que dice: CALLE DE DIRECCIÓN ÚNICA, señalando hacia un cementerio), que la vida transcurre y envejecemos y ese otro cliché que identifica la juventud con el ardor nos queda cada vez más lejos, que los colores de la realidad se destiñen, ¿quedan sorpresas en el carretel? Después de aquellas primeras lecturas deslumbrantes, que nos impactaron hasta el punto de torcer nuestra vocación y nuestro destino, después de nuestra transformación en lectores semiprofesionales y del aburrimiento aluvional de la novedad, ¿quedan libros que puedan sacudir ese ser debilitado en que los años nos van transformando en cooperación con la erosión de la gravedad?
El libro de Demitrópulos es una respuesta contundente a esa pregunta triste por defecto: sin ninguna voluntad de alimentar la industria del blurb (esos comentarios que decoran las fajas con las que se envuelve a un libro nuevo), incapaz de sortear otro lugar común, me es inevitable decir que Río de las congojas es un libro de una belleza sobrecogedora, un libro capaz de hachar el mar helado que lleva dentro cualquier lector curtido, un libro profundo como el Paraná sobre el que se desarrolla su historia de conquistas, sublevaciones, amores frustrados, esa historia de una mujer heroica y un hombre paciente rodeados por la agresiva naturaleza litoraleña.
Río de las congojas es la narración coral de un mito hermoso, el de una mujer sujeta sobre todo a la ley de su deseo, que es amada conmovedoramente por un hombre al que ella no ama; es la historia de ese hombre, un mestizo valeroso y prudente que en lugar de plegarse a una sublevación sofocada vive para recordarla, para ser el testigo de una traición y de la violencia del poder, y para ser la memoria de la mujer que amó sin ser correspondido; es la historia de la primitiva fundación de Santa Fe, de Juan de Garay y los hombres que arrastró por el Paraná, de su prepotente apostura y su impenetrable distancia de jefe; es la historia de mujeres que tratan de vivir en un mundo de hombres, que se matan entre ellos y las desean y violentan, que disponen de ellas como meros cuerpos o las adoran como fantasías. Mientras pone ante nuestros ojos ese complejo mundo colonial, Demitrópulos habla en la novela de temas que hoy son moneda corriente, pero no en 1981, cuando el libro fue publicado originalmente: planteado en ese año, la conciencia de las luchas interseccionalistas de los personajes suena menos anacrónico en boca de ellos que anticipatorio con respecto a luchas que hoy parecen más extendidas (v. g.: “El negro Antonio Cabrera, al verme tan ofuscado con la Descalzo, me calmaba diciendo que las mujeres, como los negros, como los indios, y hasta como nosotros los mestizos, estaban tan desvalidas que cuando veían el pan, aunque duro, lo mordían. No es que sea una diabla —decía—, es que es una mujer, y para más, pobre. Mujer, pobre y mestiza —seguía diciendo—, ¿qué le queda sino como sanguijuela prenderse a la chacra? No la malquistes, Blas, compréndela. Son los hombres los que le hicieron mal”).
Pero como dice Ricardo Piglia en el prólogo, “el libro de Libertad Demitrópulos hace de la música verbal la clave de la historia”: Blas de Acuña (el mestizo enamorado), María Muratore (la amada indómita) e Isabel Descalzo (la tercera en cuestión) se alternan en la narración sin abandonar nunca esa música de la que habla Piglia, como corrientes de un mismo río lírico que nos arrastra en una especie de arrullo.
Leí el libro en una madrugada lluviosa, en esa hora un poco mágica en la que el mundo parece suspendido, en la que se puede jugar con la ilusión de que el tiempo no corre, como no corre el agua del río de las congojas. Cada línea de la novela de Demitrópulos me regaló en esa hora encantada un momento de emoción que fundía la historia conmovedora de los protagonistas y la belleza de su música de sus voces. Este es Blas de Acuña recordando el momento en que tiene que extraerle a María la metralla de un arcabuz:
“De su mano caliente recuerdo un lunar en el índice; de su hombro una bruma; de su ombligo un pozo de dulzura; de su cuello un pañuelo; de su pelo un reverbero azul. Cada quejumbre un llamado, cada sed una lumbre que se enciende en medio de la noche, cada lágrima el río. Y cuando digo río me estoy refiriendo a este, al único que mis ojos conocen, al gran río de muchas venas, que viene naciendo de adentro de la selva brasileña y baja abriendo calles de sol en un como bramido de animal, y en su propia sangre pare islas verdosas y cobija el sueño de los yacarés. Como las aguas de este río eran sus lágrimas cuando lloraba”.
Esa belleza está en cada una de las ciento sesenta y cuatro páginas de este libro extraordinario, incorporado por Ricardo Piglia a la colección que bautizó, macedonianamente, “Serie del Recienvenido”. ¿Libros rescatados del olvido? ¿Libros que Piglia, el último lector, reconectó con las tradiciones que podían darles una negada bienvenida? Nanina de Germán García, Oldsmobile 1962 de Ana Basualdo, La muerte baja en el ascensor de María Angélica Bosco, Hombre de la orilla de Miguel Briante, ¡Cavernícolas! de Héctor Libertella, En breve cárcel de Sylvia Molloy, Gente que baila de Norberto Soares, Minga! de Jorge Di Paola, La educación sentimental de la señorita Sonia de Susana Constante, los Cuentos completos de Ezequiel Martínez Estrada, Vudú urbano de Edgardo Cozarinsky: quizás en la serie que Piglia diseñó con estos libros lanzados al futuro nos espera una segunda juventud como lectores.
Nos vemos en la próxima.