De la generosidad de Ricardo Piglia como lector se ha hablado mucho, y de su inclinación a divulgar y a comunicar el placer que encontró en los libros se ha hecho, incluso, un folclore negativo: escritores (a los que yo amo) tratándolo de profesor con acento peyorativo; críticos que, en las madrugadas de Twitter, minimizan su importancia en mensajes privados con alguna frase infantilmente injuriosa; en la ya lejana década del noventa, un programa de humor hecho por un cómico que ya no le da gracia a nadie, en el que doblaban su voz para hacerle decir una frase infamante.
Al margen de esa hojarasca de malicia inevitable alrededor de un escritor de la envergadura de Piglia, y de las muestras más notorias de lo mucho que le debemos como lector (ahí están los programas en la TV Pública sobre Borges y Escenas de la novela argentina, los libros de ensayos como Crítica y ficción, Formas breves, El último lector y Las tres vanguardias, por momentos didácticos para quien pusiera la atención adecuada), leída en combinaciones determinadas, la Serie del Recienvenido subraya este doble movimiento de lectura omnívora y convite de lo disparatadamente distinto. Me toca leer dos libros de la colección que son casi el agua y el aceite y que Piglia incluye sin contradicción: por un lado, un policial barroco y crispado, escrito en una prosa bizarra que parece traducida de un idioma extranjero (una definición de la lengua literaria sobre la que Piglia insiste en su obra crítica) y que comienza con la poderosa imagen de una mujer muerta en un ascensor; por otro, un libro de cinco cuentos que conforman un mundo completo en el litoral de Buenos Aires, escrito con un estilo delicadísimo, al borde del poema en prosa.
No es difícil saber por qué La muerte baja en el ascensor fascinó a Piglia, al punto de incluirla en esta serie de rescate. Una mujer argentina, María Angélica Bosco, unos años después de que Patricia Highsmith publicara Extraños en un tren (y unas décadas después de la primera novela de Agatha Christie) escribe esta novela oscura que juega con las convenciones del género a piacere: en un edificio distinguido de Buenos Aires, en la calle Santa Fe, Pancho Soler (un tarambana que podría ser compañero de juergas de Isidoro Cañones) se encuentra a una hermosa mujer muerta en un ascensor.
La vida de todo el edificio (viven también una pareja de españoles de clase alta, los Iñarra, y un médico alemán, Luchter, y una siniestra pareja de hermanos búlgaros, Boris y Rita Czerbó) se ve intervenida por la investigación de un trío policial que se reparte las cargas tradicionales de la acción detectivesca: el razonador Santiago Ericourt, el hombre de acción pasional que es su ayudante Ferruccio Blasi; y finalmente el comisario Lahore, que es la cara del orden y la disciplina. La mujer muerta es la alemana Frida Eidinger, y a partir de la aparición de su cadáver la novela de Bosco hace crecer la intriga de forma vertiginosa, confundiendo al lector (en este caso yo) con geometrías hipotéticas que multiplican el crimen como en una partida de ajedrez, cuya notación es la libreta “revelada” del propio detective Ericourt.
La muerte baja en el ascensor convoca el desajuste social propio del policial de enigma (traer la tensión del crimen, de la “vecindad del mal”, al seno de la tranquilidad burguesa), hace flotar el fantasma de la leyenda nazi en Argentina, juega con romances, pasiones, delirios, y hasta sus últimas palabras cargadas de electricidad mantiene un secreto que vale toda su lectura, en la que no es difícil la perplejidad: la combinación de un existencialismo algo demodé con el inesperado humor de sus personajes, el tono zumbón que disuelve la oscuridad, hacen de la textura de la novela (que obtuvo el premio Emecé y fue publicada en el Séptimo círculo) una suerte de montaña rusa del estilo.
Con Oldsmobile 1962 estamos, como queda dicho, en el extremo opuesto. Es difícil describir la prosa “feliz” de Ana Basualdo y uno cae en la tentación constante de citarla. Basualdo escribe con oído musical: si uno se abstrae del contenido, siente que los acentos caen en el lugar correcto, que la prosa no tiene una sílaba de más ni un sonido fuera de lugar. Un ejemplo tomado al más absoluto azar:
“En una hoja empastada— o quizás lamida por diez mil generaciones de insectos— mi bisabuelo había reproducido aquel pasaje en que Darwin cuenta cómo en el Montevideo de 1830 una mujer ingenua creyó que su brújula era un insólito objeto europeo capaz, quizás, de curarla. Yo tenía entonces diecisiete años y leí aquel pasaje con resentidos ojos rioplatenses; el resentimiento se agudizó cuando llegué a ese otro en el que cuenta que los viajeros ingleses compraban indios patagones con botones de nácar”.
Con ese instrumento eufónico Basualdo narra cinco historias cuyas rarezas convocan la enumeración: dos chicas (por momentos parecen las protagonistas fabulosas de Criaturas celestiales de Peter Jackson) fantasean con los escenarios de la Amalia de José Mármol y salen a “cazarlos” por el Tigre mientras su barrio suburbano se ve alterado por las visitas que una glamorosa pareja hace periódicamente a la casa del loco de la cuadra; la abuela del narrador del segundo relato defiende el legado liberal de su padre, un diario racionalista y anticlerical de la ciudad de Tigre que ha escrito ella hasta el último número, mientras a su alrededor la naturaleza se va comiendo su casa; un clan de siete hermanos salidos del neorrealismo argentino esconde durante la semana a una prostituta en la cabina del barco donde todos los domingos cenan con sus esposas; una chica que vive en una casilla “sueña” poemas que le vende a la vecina a cambio de cosméticos, y la naturaleza mágica de lo que la rodea parece cristalizarse en el Oldsmobile que su padre acaba de comprar; unos hermanos alquilan un terreno en el Tigre, enfrentando la indiferencia y la inercia de los poderosos de la zona, para montar el curioso espectáculo de una monumental pajarera.
No cito el argumento de “Palma”, que es según Piglia uno de los mejores cuentos argentinos que ha leído, para dejarles la sorpresa de su extravagancia, y espero que si alguien lee esta botella al mar y lee el cuento de Basualdo, me lo comente. Prometo contestar.
Nos vemos en la próxima,