Todo lector tiene la certidumbre de que el vasto universo de los libros es inaccesible, y no es culpa de Borges y la Biblioteca de Babel. Lo hace muy gráfico el comienzo de Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, cuando hace un inventario de las posibles categorías en una librería, casi todas pertenecientes a distintas formas de lo ignorado. Un teórico francés, Pierre Bayard, intenta legitimar una serie de procesos que llama no lectura con la convicción de que hemos sacralizado la lectura efectiva, de que confiamos demasiado en haber leído: ¿qué queda en nosotros después de leer?
El título del libro de Bayard es extraordinario: Cómo hablar de los libros que no hemos leído, y siempre tuve la impresión de que los libros de filosofía, escritos por filósofos, quedaban recluidos en ese rincón, suplementados por formas discursivas de segunda mano: todo lo que sé de Platón, Hegel y Aristóteles, más allá de alguna fotocopia, lo sé de oídas en clases universitarias y de la lectura del probablemente indefendible (no lo sé) manual de García Astrada que usaban en la Facultad de Derecho. Es una confesión difícil de hacer contra los imperativos que identifica Bayard: la obligación de leer, la obligación de leerlo todo, la obligación de haber leído el libro para hablar de él. Quizás como herederos tenues de Borges (por connacionales) podamos aprovecharnos de esa cualidad que Umberto Eco reconoce envidiarle en el prólogo a El nombre de la rosa: hablar de lo que no leyó, evitar, como dice el propio Bayard, el entorpecimiento que significa el conocimiento directo, y elegir uno muy superior, el del mapa de la cultura.
Lo cierto es que siempre me asustó Michel Foucault. En “Lucas, sus pudores”, una viñeta sobre la imposibilidad de dar libre salida a un pedo en el medio de una fiesta en un departamento, Cortázar hace de Foucault el tema de conversación que incrementa, desde su refinamiento y profundidad, la angustia gastrointestinal del neurótico Lucas. Hace poco leí una historia de Tel Quel escrita por un experto español y me costó bastante entender las zonas más abstrusas de las teorías que sostenían en esa revista que (junto a Kristeva, Derrida y Deleuze, y con el sol Sollers en el centro) tenía a Foucault entre sus satélites. De hecho, hay un meme que circula sobre Derrida y sus dificultades para ser comprendido, por decirlo elegantemente, que yo hubiera firmado debajo de la cara de Foucault. Aterrorizado por la leyenda del galimatías francés, no pasé de la famosa ejecución en Vigilar y castigar, y ya no quise retomarlo: el volumen es un trofeo a conquistar, y ahora quizás me anime, porque era una falsa idea.
Subjetividad y verdad es, de hecho, un thriller, con la misma intensa capacidad de sostener al lector que (digamos) un libro de Highsmith. Pero al mismo tiempo, la elección de la entrada al tema es tan hilarante que parece cruzado por una veta de comediante que uno le intuye a Foucault, por ejemplo, en esa insidiosa polémica que sostuvo con el voluntarioso y adorable Noam Chomsky. Foucault nos hace entrar en una puntillosa persecución de la aparición del deseo como elemento disparador de una nueva concepción de la relación entre sexualidad y subjetividad: se afirma, en estas páginas, que los griegos no conocían la sexualidad como una dimensión complementaria de la subjetividad, sino como una mecánica en bloque de deseo, acto y placer; también se dice que no conocían la noción de sujeto, cuya emergencia amenaza con ser uno de los asesinos de esta historia.
Pero para llegar a esa zona de revelaciones arrancamos con una hilarante identificación de las apariciones que ha hecho, en Occidente, la historia de la virtud conyugal del elefante (una ética sexual triste, al decir de Michel). En San Francisco de Sales, en Buffon, en Aldrovandi, en el Fisiólogo, en Plinio, entre el siglo XVIII y Aristóteles, un elefante que no pelea con otros machos por la hembra, que se mantiene castamente fiel respetando el período de gestación, que se mantiene púdicamente lejos de la vista de otros de su especie a la hora del amor, que solo copula para procrear y que se baña después del sexo, un elefante que uno podría comparar con el padre de la Brady Bunch o con Ned Flanders, recorre como un fantasma toda Europa para sostener que la árida moral conyugal, a la que solemos dar origen en el cristianismo o en las necesidades del capitalismo, existía ya entre los estoicos (y también entre autores no estrictamente estoicos).
¿Cómo pasamos de la ética sexual grecolatina regida por los principios de isomorfismo sociosexual (las relaciones sexuales tienen que replicar las relaciones sociales: varones activos versus muchachos, esclavos y mujeres pasivas, por ejemplo) y lo que Foucault llama principio de actividad (el único que es pensable es el placer del varón) a una “insularización” del sexo en el matrimonio, a la supresión de la distinción entre Eros (el amor) y Afrodita (el placer natural) y al establecimiento de una “cadena única del amor”? ¿Cómo se concibió el placer femenino o el del partenaire pasivo en estos lejanos tiempos? ¿Cómo deja de ser aceptado el no tan libre amor por los muchachos? ¿Cómo surge el autocontrol del deseo que deriva en la aparición del sujeto que fuimos? ¿Por qué estallan de forma pulviscular discursos que Foucault llama “técnicas de vivir”, libros de consejos sobre cómo tener un buen matrimonio que se parezca mucho a las relaciones que el elefante de Francisco de Sales mantiene con “sus hembras”?
La respuesta a esta última pregunta es quizás uno de los momentos más intensos de Subjetividad y verdad: el inspector Foucault nos recuerda que no podemos pensar que la presión de lo real va a desencadenar necesariamente un discurso, que no podemos tomar un discurso como documento directo de una “presión” de lo real. Ahí aparece una idea extraordinaria: la de sorpresa epistémica. Que haya locos, nos dice Foucault, no debería impedirnos sentir sorpresa ante la existencia del discurso psiquiátrico; la realidad no debería indultarnos de la sorpresa frente a los discursos (notablemente ineficaces a lo largo de la historia, pero muy capaces de sostener efectos en nuestras vidas) que reclaman decir la verdad.
Las respuestas están en este fantástico thriller epistemológico escrito por el que, descubro ahora, es uno de los estilistas más brillantes de la historia de la filosofía. Obviando las consideraciones de Pierre Bayard, no solo lo leí entero: no pude soltarlo.
Nos vemos en la próxima y recordá que podés enviarme tus comentarios a lecturasdefondo@fce.com.ar.
Flavio Lo Presti