En los últimos meses, por razones que me son desconocidas, estuve pensando obsesivamente en la otredad que significan los animales para mí. En la extraordinaria experiencia de compartir el espacio, el planeta, con seres de fisonomía distinta, de rasgos extraños, de voluntades inescrutables, de inteligencias imposibles de medir en mi escala personal. Mientras le quemaba la cabeza a los que me rodean con esa perplejidad pueril (¿Se dan cuenta de lo que significa encontrarse con un pulpo? ¿O un gato, que todo lo que me ofrece con su mirada es una irreductible ajenidad?), me tocó leer dos libros en los que esa cuestión estaba pensada con gran ingenio. El primero es El loro que podía adivinar el futuro, del escritor argentino Luciano Lamberti: el cuento que da título al libro muestra a un loro tiránico que obliga telepáticamente a un hombre a una servidumbre humillante, lo hace pasar por vicisitudes fantásticas y coloniza completamente su vida. El otro libro es el extraordinario Exhalación, de Ted Chiang, en el que dos cuentos proyectan perspectivas parecidas a la que me obsesionaba: en uno (“El gran silencio”), los papagayos del planeta son la única inteligencia “distinta a la humana” y reprochan, en la voz interior de un espécimen portorriqueño, la indiferencia de nuestra especie a sus capacidades intelectuales que están, gracias a la actividad humana, en vías de extinción. En otro cuento del libro de Chiang, unos diseñadores de software crean unos complejos Tamagotchis digitales con los que se puede interactuar en una plataforma virtual y que son capaces de aprender, desarrollarse, socializar, pero, como casi toda especie, enfrentan (en un ciclo más breve que el de las especies animales, “El ciclo de vida de los elementos de software”) la eventual extinción.
Mientras leía estos libros, en los que me saltaban al cuello versiones de mi reciente preocupación obsesiva, en las calles no dejaba de ver mensajes en los que activistas antiespecistas tratan de tocarles la moral a los carnívoros con simpáticos cerditos pintados en las paredes de mi ciudad. Esos cerdos vocean burbujas de diálogo autocompasivas: “No quiero morir”, “A vos no te comen”, “¿Cuánto vale la vida de un humanx? ¿Y la mía?”. Unos días más tarde, la celebración de mi cumpleaños me llevó a la autopista Córdoba-Rosario, donde me encontré con un escenario que me impedía abandonar el tema, y que siempre me produce escozor: los camiones de transporte bovino llevando vacas, animales que han sido criados en centros que me recuerdan a los grandes dispositivos de administración de la vida y la muerte de los que la historia está superpoblada, Auschwitz, La Perla y un ignominioso etcétera (no sé cabalmente si las cosas son así: en eso el activismo vegano moralista ha sentado una idea de la que no puedo prescindir cuando veo el espectáculo de las vacas enjauladas). Siento instantáneamente que el solo hecho de que se me cruce la idea por la cabeza (comparar un campo de exterminio con los feedlots) es una banalización de los respectivos genocidios, pero al mismo tiempo me pregunto si esa sensación no es un simple reflejo de especismo (el especismo es la posición que considera al hombre por encima de los demás animales). A mis cuarenta y cinco años ya cumplidos medito la posibilidad de volverme vegetariano, pero vivo en el país donde el asado es un rito que ha demandado ríos de tinta literaria (El río sin orillas de Juan José Saer es un buen ejemplo) y me rodean personas a las que la palabra asado les produce un entusiasmo que parece una celebración sagrada de la vida.
A mi regreso noto que mi departamento se ha llenado de moscas de la fruta, y su presencia persiste durante días. Son insoportables y además su aparición me sugiere, en la más estricta intimidad, que soy una persona con malos hábitos de higiene. Para no verlas, mi solución es matarlas una por una. ¿Tengo derecho a eso? ¿Qué tan cruel es la acción de matar a un insecto?
Afectado por esta consciencia de incidir en la vida de miles de millones de seres, me cruzo entonces con el precioso, conciso, documentadísimo libro de Dominique Lestel, en el que todas estas preguntas, dudas, ambigüedades, vacilaciones y delirios que yo creía caprichosos (incluso la tiranía de los loros domésticos sobre la que Lamberti hace un cuento de terror) están pensados desde una perspectiva sensible, razonada y política. El panorama que pinta el libro de Lestel, titulado Nosotros somos los otros animales, no es optimista ni auspicioso: vivimos en un planeta donde se crían de forma espantosa miles de millones de animales para ser comidos en un proceso que, al margen de lo reprochable que es desde el punto de vista ético, es un masivo y peligrosísimo ecocidio; estamos participando activamente de la extinción de miles de especies. Después de la reducción cartesiana del animal a la condición de máquina desprovista de alma (Nicolas Malebranche llegó a decir que si un perro chillaba por una patada era un engranaje roto) nuestra respuesta a la catastrófica incidencia de la actividad humana en la vida animal (y vegetal, y fungosa) ha sido la transformación del animal en un peluche intocable por parte de un veganismo ruidoso y agresivo, que incurre constantemente en paradojas insolubles y no parece cooperar frente a los desafíos que se nos presentan como planeta (ni plantearse una mínima aceptación democrática de los carnívoros). La otra respuesta es un transhumanismo gélido, cuyo principal exponente le confesó al propio Lestel que no podía soportar la permanencia en la misma habitación con una mosca, transparentando un odio profundo hacia todo lo vivo.
El libro de Lestel es urgente y realmente puso en su lugar mis preocupaciones relacionadas con los animales. Dejo como aperitivo este genial ensayo del extrañado John Berger y me quedo con una secuencia final: visito a mi hermano más chico y veo cómo su perro le lame la cara. Pienso en las profundas reflexiones (algunas objeciones) de Lestel sobre (a) tener una mascota y me pregunto: ¿tendrá un perro Dominique?
Nos vemos en la próxima,