En La poética del espacio (que, para despachar los aspectos más formales del contenido, podemos decir que se trata de una indagación de cómo hemos imaginado —y seguimos imaginando— los espacios de protección y de intimidad, la casa y su relación con el universo, el adentro y su vínculo con el afuera, los cajones, las grutas, las chozas y los palacios de nuestra mente, el nido, las conchas y los rincones, lo mínimo y lo inmenso) Gaston Bachelard cuenta la historia del poeta francés Jean-François Ducis, quien harto de soñar con una casa que no iba a poseer decidió tenerla poéticamente sin gastar un centavo y, después de “tener” la casa, añadió en sus poemas un jardín, un bosquecillo y un largo etcétera. Como esos poemas en los que Ducis hablaba de sus “pequeñas propiedades quiméricas” se publicaron en un periódico, y como hablaba de ellas “como si fueran reales”, un honrado y buen provinciano se ofreció a cuidarle esos dominios imaginarios, a cambio de alojamiento y de los honorarios que juzgara justos.
Este libro de Bachelard es, en parte, un libro sobre grandes soñadores de casas y para grandes soñadores de casas, gente que efectivamente dedica una parte de su tiempo a imaginar espacios en donde sucede la vida, la intimidad, en donde se experimenta el refugio, el calor, el bienestar, un libro ideal para alguien como yo, que soy un gran soñador de casas (y quizás para vos, querido lector). A pesar de que la obra tiene su denso costado filosófico en el despliegue de las consideraciones metodológicas del principio y de que busca el material de sus ideas en la cantera inagotable de la erudición literaria de Bachelard, sospecho que es difícil leerlo (insisto, siendo un soñador de casas como yo o como vos) sin sentir la piel erizada por el contacto con nuestra propia imaginación de los modos de habitar el espacio y con nuestras propias biografías.
Esta línea, grabado de Albert Flocon, amigo de Gaston Bachelard (Museo de Arte Moderno de París).
Hace poco tuve la suerte y la desgracia de mudarme y, por ejemplo, no podía dejar de pensar (mientras leía a Bachelard) en una experiencia reiterada: debido a que en mis últimas mudanzas era capaz de soportar cualquier cosa antes de irme a una casa que me rechazara (esto le sucede a la gente que tiene amigos y familiares y no tiene hijos), siempre me mudé exactamente a lugares que parecían prefigurados por mi deseo: un departamento que, ubicado en la planta baja de un edificio construido sobre una casa vieja de Alta Córdoba (un barrio de casas construidas en los años del siglo pasado), conservaba techos de cuatro metros de altura pero al mismo tiempo tenía huecos concentrados de luz tenue, en los que uno podía figurar una choza o (como hacía yo en la madrugada) estar en un submarino, al amparo del mundo; una casa que incluía matrimonio y una pileta hermosa, y que parecía compensarme de mi vida de pobreza (peor aún, de desclasamiento); actualmente, un pequeño departamento que, después de todos los golpes que he soportado últimamente (la ruptura del sueño matrimonial y familiar, la mismísima pandemia), parecía refugiarme de los palos en una penumbra delicada. Cuando entré a él, me recorrió la electricidad del déjà vu, de lo ya conocido, de lo familiar: me sentí automáticamente en casa, y así fui poblando sus mínimas estancias hasta estar rodeado de microestaciones “seguras”. Tardé, por ejemplo, en encontrar el lugar para trabajar, para escribir, para leer, hasta que me di cuenta de que una lámpara sobre el desayunador recortaba el espacio exacto que necesitaba para aislarme imaginariamente hasta de los ruidos de los autos que perturban la madrugada en la avenida marginal a la que da mi balcón.
Quizás me atraviesa el despliegue de imágenes de Bachelard porque esa imagen primigenia de la casa como lugar protegido me estuvo negada. A los quince años escribí un primer libro (probablemente inspirado en Ernesto Sábato), titulado La casa y la muerte, que hablaba de una vida bajo la tiranía de un padre desequilibrado y violento que había hecho de la casa una suerte de embajada de clausura, en donde en cualquier momento estallaba un grito, se rompía un vidrio o algo peor. Durante toda mi infancia, mi casa fue un lugar al que no quería volver, porque al mismo tiempo que la enfermedad de mi padre la volvía un lugar inhabitable (una suerte de dimensión oscura que mi hermano y yo combatíamos viviendo de madrugada, en una suerte de choza que armamos debajo de la escalera y a la que mi viejo había bautizado “la pedana”), el paso del tren fue moviéndole los cimientos hasta vencerlos, y el edificio se volvió una ruina: los marcos de las puertas se salieron de lugar, las grietas dejaban ver la luz a través de las paredes, los techos se venían abajo. Ya en la adolescencia, con el cable robado, encontraba a mi hermano alumbrado por la luz del televisor de madrugada y lo veía bañado por una nubecita blanca de revoque flotante y me imaginaba que estábamos en la versión siniestra de esos pisapapeles de vidrio en los que se figura un paisaje nevado. Unos años más tarde, cuando los techos se nos vinieron literalmente encima y el agua se acumulaba en los huecos cóncavos, él (mi hermano) inventó un sistema con mangueras para desagotarlos, para aligerar el peso del agua: en las tormentas, los dos chupábamos de las mangueras e impedíamos que el agua entrara de la terraza a la planta alta abandonada (en donde había, por cada habitación, monstruos de basura acumulada en la oscuridad) echándola afuera con secadores de piso. La casa aparecía en mi cabeza como un transatlántico que se hundía y mi hermano y yo éramos dos marineros míticos de cuya existencia dejé testimonio en el único largo y pésimo poema que escribí en mi vida.
Gaston Bachelard (Bar-sur-Aube, 1884 – París, 1962).
Todas estas cosas me vinieron al cuerpo y la cabeza leyendo a Monsieur Gaston, y la idea obvia de que esa relación con la casa natal no puede haber sido inocua. Pero el libro también (y obviamente) nos lleva fuera de nosotros. La enorme y erudita recorrida por las imágenes que hemos construido en relación a la función habitar y sus valores permiten ir puntuando una recorrida en el museo de nuestra mente literaria: cuando Bachelard habla de la verticalidad de la casa, el lector argentino encontrará el sótano de “El Aleph” y el sistema de altillos donde vive el albañil de Rabia, de Sergio Bizzio; en la casa que nos mira a través de la luz de una ventana recordaremos el hermoso cuento de Truman Capote sobre la vieja que guardaba gatos muertos en el frízer; cuando leemos las astutas reflexiones de científicos que han caído en desgracia sobre las conchas, pensamos de inmediato en “Ónfalo”, el cuento sobre conchas y el centro del universo que escribió Ted Chiang. La poética del espacio es una invitación a recorrer los espacios donde habita el ser, imaginados por el hombre a lo largo de su larga historia y hoy mismo, y es una puerta que (habiéndola abierto) recomiendo no dejar cerrada. Y también es un libro sobre puertas, abiertas y clausuradas.
Nos vemos en la próxima,