A pesar de que me las arreglo con ciertas habilidades verbales y un sentido del humor no siempre inmediatamente perceptible, lo cierto es que soy un burro. Quizás los lectores de este newsletter lo hayan notado, hayan notado las vastísimas zonas de mi ignorancia (algunos me lo han hecho saber, así como otros me han enviado mensajes muy agradecidos), pero si hay un campo en el que se combinan en mí una ignorancia flagrante y una erudición abrumadora, ese campo es la música. A diferencia de mi educación literaria, mi educación musical casi no involucra la voluntad, la intencionalidad ni ningún tipo de sistematicidad, y así y todo, favorecido por la explosión de los medios de almacenamiento y reproducción digitales, a medida que mi juventud se iba “mitigando” (antes de ayer cumplí cuarenta y seis años) fui adquiriendo una vastísima e incoherente discoteca mental, una especie de cajón de sastre infinito alimentado por la radio; por las películas de Zemeckis (o de Lynch y Fellini o de, pongamos, Iñárritu); por el capricho ambiental de los bodegones de mi época de estudiante; por algún vagabundeo en el Caribe y Brasil (todos en modo becario, me veo en la obligación de aclarar); por mañanas compartidas con desconocidas y desconocidos; por relaciones que dejaron grabados a fuego discos enteros en mi cerebro (recuerdo dos, y aunque el tema del libro de Esteban Buch nos ponga al borde del espanto, los voy a nombrar sin evocar las circunstancias que los volvieron tan importantes: Medusa, de Annie Lennox, y el unplugged de Charly García); por fragmentos de canciones capturadas en la calle, primero con Shazam (una aplicación que nos decía, ya hace casi veinte años, qué canción sonaba en el aire) y después con la misma herramienta en Google; y, finalmente, por un etcétera interminable.
Con respecto a eso, tengo que decir que el libro de Buch, ensayista y musicólogo argentino radicado en Francia, me puso frente a varios descubrimientos sobre mí mismo y sobre las complejidades, las reticencias, hasta los vacíos de esta discoteca mental. El primer descubrimiento tiene que ver con mi hermano. Mi hermano es, a diferencia de mí, una especie de genio. Su oficio es la carpintería, pero se ha pasado la vida (es un par de años menor que yo) acumulando sistemáticamente saberes en casi todas las disciplinas imaginables, con un especial interés en geopolítica (con todo lo que incluye), historia del siglo XX, historia de las máquinas, y música. Con todo, hay algo en él que hace pensar que todo lo que dice es o bien una mentira o bien una pose. Comenzó una insidiosa carrera de data falsa matando a Fidel Castro a fines de los ochenta, cuando no tenía ni diez años, y de ahí en adelante ha sido difícil saber cuándo hay un troyano en la información que trafica. Entre sus muchos intereses, mi hermano siempre manifestó amor por la música de Alban Berg, Modest Mussorgsky, Dmitri Shostakovich, nombres que me sonaban, por un lado, inaccesibles y, por otro, esnobeadas y poses suyas.
Todos tenemos además (yo tengo, al menos) una zona idiota destinada a sectores del mundo sobre los que no tenemos ningún dominio o conocimiento, y en esa zona nos permitimos (me permito) actitudes que repudiamos en el ámbito en el que somos más o menos especialistas: por lo tanto, a pesar de que alguna vez me puse a leer con alegría un ensayo de quinientas páginas sobre Philippe Sollers y la revista Tel Quel, si a alguien le gusta una música sofisticada y desconocida (o disfruta de cosas parecidas en las artes plásticas), creo que es un farabute, un mentiroso o un estafador.
Milo O’Shea y Jane Fonda en Barbarella, de Roger Vadim, 1968, fotograma 1h 17’.
Pero cuando leí en Playlist la iluminadora lectura de Buch sobre Lady Macbeth de Mtsensk, la ópera de Shostakovich que es un hito en la historia de la censura porque el propio Stalin se sintió agredido por su confusa hechura sonora y la mandó a desaparecer por casi treinta años, se me hizo obligatorio escucharla, al menos una parte. Y escucharla me hizo entender, de un plumazo, que mi hermano no era simplemente un esnob. Pero además la lectura de Buch me hizo pensar que no sólo importaba la magnificente belleza que podíamos percibir a través de esos orificios erógenos que son los oídos (es una cita de Jodie Taylor que aparece en el libro de Buch, que dice que esos orificios son sensibles a narrativas “músico sexuales”) o a través de la vista, sino que además hay sutiles tramas contextuales que pueden hacernos ver y percibir esa música extraordinaria de formas muy matizadas: “Lady Macbeth —nos dice Buch— es en sí misma una poderosa representación estética de la obscenidad totalitaria, una representación firmada por Dmitri Shostakovich y Iósif Stalin” (el contenido de esa frase, que incluye el repaso de lecturas feministas de la obra del músico ruso, está aclarado en Playlist, pero el lector puede empezar por ver la ópera subtitulada —recomiendo escuchar los trombones del minuto 50:53 apenas después de leer el ensayo de Buch— acá).
Otro tema sobre el que el libro de Buch —cuyos capítulos son autónomos y se pueden leer uno tras otro o en cualquier orden, acompañados de sus correspondientes playlists musicales—, me dio una perspectiva nueva es la relación que la música ha tenido con la cadena de mi vida sexoafectiva, pero no sólo eso: la perspectiva de la presencia de la música en todo momento de mi vida, en todo segundo del día, hasta un punto en que he tenido que desarrollar playlists funcionales para no permitir que la música lo invadiera todo. También he utilizado (supongo que como todo el mundo) las playlists a las que el libro de Buch declara prestar más atención (“música para coger”, al decir del autor), y en el recuerdo de la música que he “usado” u “oído” o “sentido” (¿qué verbo usar después de leer este fantástico Playlist?) en esos trances íntimos, ¿no descubriré haber usado, como los personajes de algunos pasajes, guiones que podrían impregnar de falsedad (incluso retrospectivamente) todas mis experiencias? ¿No tendré que revisar cada canción utilizada, la relación entre las canciones y el movimiento y las sensaciones, para asegurarme de no haber sido un pelmazo siguiendo las pautas que el capitalismo le ha asignado a los estereotipos disponibles para mi género?
La idea me da escalofríos, pero por suerte (al margen del recuerdo del desdoroso autorretrato de John M. Coetzee en Verano, donde las amantes de un Coetzee muerto se quejan de la música que elegía el premio nobel sudafricano a la hora de…) Buch nos ofrece una perspectiva ampliamente generosa que está muy lejos de sugerir que somos (solamente) las víctimas de un complejo de corporaciones destinadas a implantarnos experiencias falsas, aunque no deja de inventariar situaciones delicadas que hacen muy frágil el equilibrio entre tres que es a veces la relación entre dos amantes y la música.
Pero lo que hace principalmente este Playlist de Buch es plantear panoramas, contextos, ambientes, representaciones de la relación entre sexualidad y música, desde la antigua Pompeya hasta nuestro casi siempre musicalizado presente, poniendo en escena a la Madonna de Erótica, la Jane Fonda de Barbarella, a performers que “se cogen” pianos, a amantes en taxis que no pueden refrenarse cuando empieza una canción de Sade, a situacionistas y filósofos perplejos frente a la compleja dialéctica de las mercancías, a heroínas pasivas, estimuladas por una concitación de golpes delicados y coros religiosos; siempre pensando, Buch, la delicada textura cultural que atraviesa esos momentos en que estamos (al menos eso creemos, junto a la también recordada Alejandra Pizarnik) más vivos que nunca.
Les dejo aquí a Barbarella derrotando a la máquina excesiva de Durán Durán, concebida por dos guionistas masculinos y destinada a matarla de placer, y nos vemos en la próxima.
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor. Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.