Yo vivía, en ese tiempo, a siete cuadras de la ESMA: en 11 de Septiembre y Jaramillo. A siete cuadras nada más, y completamente ajeno al horror de ese lugar (de ese y de todos los otros). Pasaba por el frente de Avenida del Libertador con la frecuencia propia de la vecindad. Y a partir de 1979, los sábados a la tarde, empecé a ir a la cancha que queda justo enfrente, cruzando Comodoro Rivadavia. No fue sino después, mucho después, más tarde o demasiado tarde, que me enteré (primera revelación) del tipo de atrocidades que a lo largo de esos años habían estado ocurriendo en la ESMA: del otro lado de esas rejas, traspasando esos portones. Di en suponer (pero con el resuelto tenor de las certezas y no como presunción, que es lo que era) que todo ese espanto de desapariciones y torturas y “traslados” a la muerte habrían debido ocurrir en alguna parte más bien alejada dentro del predio, en algún sector más o menos inaccesible, metido más bien profundo, en un fondo o en un trasfondo o tal vez en un medio bien custodiado, corazón de las tinieblas, meollo insondable del horror. No fue sino después, algo después, más tarde o demasiado tarde, que descubrí (segunda revelación) que no había sido así, que el Casino de Oficiales, las celdas del subsuelo, el estacionamiento de atrás, las oficinas de arriba, quedaban en realidad ahí nomás, que era apenas el primer edificio, a metros de la avenida por donde pasaba el 15, pasaba el 29, pasaba el 130, pasaba rugiente el Torino blanco de mi papá. Ni distante ni embutido: ahí nomás. Es decir, con otras palabras, que las noches del horror (noche y día: siempre noche) habían transcurrido no tan lejos, nada lejos, de la vida cotidiana, de esas formas que, de este lado, asumíamos como normalidad. A eso apunta Claudia Feld, en uno de los capítulos de este libro a varias voces, cuando dice: “En definitiva, el sistema instaurado en la ESMA desafió la idea que suele tenerse de que el centro clandestino fue un espacio cerrado y separado de la vida cotidiana que se desarrollaba en la ciudad en torno a él. Existieron articulaciones e intersecciones entre muchos y diversos ámbitos espaciales”.
Hubo encierro y separación, por cierto, en un lugar del que de hecho resultaba prácticamente imposible escapar; pero también hubo deslizamientos y comunicación, sin lo cual el terror imperante en el país no podría haberse concentrado en la ESMA, sin lo cual el terror imperante en la ESMA no podría haberse irradiado en el país. Hay algo que observó Georg Simmel en relación al secreto: que un secreto, por definición, algo oculta; pero que a la vez, para existir como secreto, precisa darse a ver, darse a ver como secreto. El terrorismo de Estado fue ilegal y clandestino; para que el terror fuera tal, para que cobrara real eficacia, la represión debía mostrarse, darse a ver como clandestina: dar a ver que algo pasaba (porque “algo” habrían hecho las víctimas, porque “por algo” sería que se las llevaban).
En esos enlaces, los del centro clandestino de detención con la ciudad de todos los días, se inscriben las claves de lo que en este libro se busca: tratar de entender lo que pasó, es decir, entender cómo fue que pasó, es decir, entender cómo fue posible que pasara (cuando pasa lo inaudito, cuando pasa lo inconcebible, cuando pasa lo imposible, es esa la pregunta: cómo fue posible). Lo plantean Marina Franco y Claudia Feld en el prólogo: “Volvemos sobre esta historia porque todavía queda pendiente explicar la ESMA. Queda por comprender qué hizo de la ESMA un lugar tan singular”. Y más adelante: “las lógicas de la Justicia son distintas a la tarea de comprensión histórica. No es el objetivo de nuestro libro probar los hechos, como sí lo ha hecho la Justicia en muchos aspectos. Intentamos, en cambio, entenderlos y explicarlos”. Entender, explicar: no es tan solo lo que viene después de establecer los hechos y probarlos, es lo que permite dilucidar previamente cuáles son los criterios pertinentes para el establecimiento y la prueba, de qué clase de hechos se trata y qué clase de pruebas se requiere. De nuevo Franco y Feld: “En definitiva, aún hace falta esclarecer las lógicas y las acciones de los perpetradores, que hoy, a la distancia, pueden parecer solo locura e irracionalidad”. Es lo que sabemos por Adorno y Horkheimer en Dialéctica del iluminismo: que eso que se presenta como una aberración irracional absoluta, responde a la razón, tiene una lógica. Es lo que sabemos por Ricardo Piglia en “La loca y el relato del crimen”: que aun en la formulación demencial, si llegado el caso lo fuera, hay pese a todo un sentido, y ese sentido es preciso escrutarlo, detectarlo, interpretarlo, entenderlo.
En ese sentido, las conexiones entre la ESMA como espacio de encierro y el afuera de la vida cotidiana en la ciudad se vuelven en este libro toda una clave de interpretación. Algo más que una circunstancia a constatar y consignar, incluso algo más que un elemento que se ofrece a la interpretación y al afán de comprensión; es una herramienta en sí misma con la que interpretar y comprender cómo pudo pasar lo que pasó en ese sitio en esos años. Porque ni aun las situaciones más extremas y los hechos más aberrantes (y eso fue lo que ahí existió: las situaciones más extremas y los hechos más aberrantes) pueden sostenerse en el tiempo y formar parte de una existencia sin componer de algún modo cierta forma de cotidianeidad, por dislocada que sea, sin alcanzar cierto grado de normalidad, por trastornada y trastornadora que resulte. Lo inaudito, lo impensable, lo insoportable, lo inadmisible van adquiriendo, sin por eso dejar de serlo, un tenor macabro de regularidad naturalizada, ficción de rutina que se afirma hasta tornarse verdad. Ahí toca poner el foco para indagar en el pasaje de lo imposible a lo posible, en el hecho de que lo imposible pasó.
Franco y Feld distinguen en el prólogo tres dimensiones del universo verbal: “el lenguaje de la militancia”, “la jerga de los perpetradores” y “el vocabulario cotidiano de quienes no (…) hemos vivido” las experiencias de la ESMA. Es interesante este reparto: lenguaje, jerga, vocabulario cotidiano. Ejercicio de traducción, entonces, donde interrogar precisamente eso: la conversión a cotidiano. Es decir, cómo fue que ese infierno aconteció mientras afuera las vidas seguían; pero también cómo fue que las vidas seguían (así fuera para morir) incluso dentro de ese infierno. Por empezar porque, ahí en el predio, una vez montado el centro clandestino de desaparición y tortura, la Escuela (volver a escuchar la palabra “escuela” en “Escuela de Mecánica de la Armada”, porque se diluye por contexto y se vuelve imperceptible) no dejó de funcionar: “Esta actividad rutinaria no se modificó y llegó a suceder que los oficiales que vivían allí se cruzaran alguna vez con víctimas secuestradas que eran subidas y bajadas por las escaleras con grilletes y los ojos vendados” (cito del capítulo de Hernán Confino, Marina Franco y Rodrigo González Tizón). Como dice Valentina Salvi: “Fue, al mismo tiempo, escuela de formación de oficiales y centro clandestino de detención”. Esos dos planos, el de unas vidas rutinarias y el del destrozo feroz de las vidas, coexistieron en tiempo y espacio.
Pero en el propio ámbito de las violencias más brutales, el de las torturas y las violaciones y la determinación vertical del vivir o morir, se produjo a su vez una especie de cotidianeidad. Empezando por la resolución del Tigre Acosta de instalarse a vivir en la ESMA (he visto pocos espacios tan mustios y mediocres, tan espantosamente anodinos como el lugar en el que funcionó su oficina), hasta llegar al desquicio de la convivencia de rutina entre los torturadores y sus víctimas en torno del proyecto de “recuperación” de prisioneros para su aprovechamiento político diseñado por Emilio Massera. Los espacios de trabajo (las tareas asignadas a los detenidos: desde el chequeo de medios y elaboración de informes hasta la falsificación de documentos) eran contiguos a los espacios de tormento; estaban, literalmente, apenas separados. Se daban así espacios y tiempos compartidos por los represores y sus víctimas en una interacción social impuesta bajo un escalofriante formato de terrible normalidad, incluyendo escenas de esparcimiento al aire libre (más que una atenuación del encierro, su potenciación al absoluto: a cielo abierto y atrapados) o armado de “relaciones estables” entre captores y cautivas. Claudia Feld la define como “una cotidianeidad siniestra y particular”. Valentina Salvi señala su incidencia en el propósito de “normalizar la violencia”.
Ese dispositivo es fundamental para entender los mecanismos activados por el terrorismo de Estado; la violencia, sin disminuir ni un ápice su carácter intimidatorio y bestial, en cierta forma se normaliza: se integra y atraviesa las vidas en su día a día, da forma a esa “cotidianeidad siniestra” en la cual, a un mismo tiempo, lo ominoso se vuelve normal y lo normal se vuelve ominoso (lo siniestro, vuelto cotidiano, lejos de atenuarse, se agrava y se dilata). Esa cotidianeidad siniestra, perpetrada dentro de la ESMA, se prolongó hacia afuera de la ESMA, al ámbito de la cotidianeidad social. Porque victimarios y víctimas, captores y secuestrados, salían a las calles a pasear, a las confiterías a tomar algo o incluso a visitar las casas de las familias de los detenidos. El horror se extendía y conquistaba así los mundos familiares, las escenas cotidianas. Se derramaba hacia afuera, más allá de la propia ESMA, bajo una lógica de irradiación; pero si encontraba, así fuera turbiamente, una receptividad relativa, una integración posible, es porque ahí afuera de alguna manera ya también imperaba.
Una determinada situación puede ser, al mismo tiempo, clara y equívoca (lo saben bien los lectores de Kafka): se puede ver sus trazos definidos con nitidez y resultar, pese a eso, o por eso mismo, dramáticamente ambigua. ¿Acaso podría existir un contraste más tajante y elocuente que el que escinde a los torturadores de sus víctimas? De ahí precisamente, sin embargo, la “siniestra ambigüedad” (la expresión es de Claudia Feld) de esas escenas en las que los cautivos de la ESMA eran forzados a participar, como si nada, en alguna actividad de la vida común que transcurría afuera (por ejemplo, la presencia de Lisandro Cubas en una conferencia de prensa de César Luis Menotti, director técnico de la Selección Nacional) o en las que las cautivas eran forzadas a presentarse en una visita familiar en condición de pareja de quienes eran en verdad sus captores y hasta sus violadores (llegó a darse el caso de que el padre de una víctima entablara con el represor una relación marcadamente cordial).
La ambigüedad, la equivocidad, lo confuso, lo contradictorio del trato (violencia / reparación / más violencia / buen trato / más violencia) no atenúan el terror: son algunos de sus instrumentos. “Las y los cautivos atravesaban cotidianamente situaciones opacas o que podían resultar confusas en el contexto del cautiverio”, observan Rodrigo González Tizón y Luciana Messina. Y Claudia Feld: “Esta situación de convivencia y confusión tensaba al extremo lo que sucedía en el cautiverio”. Todo aquello que, en semejante contexto, no alcanza a decirse del todo, no alcanza a entenderse del todo, todo aquello que desconcierta y aturde, que enreda y confunde, sirve a la desestabilización y es parte de la administración del padecimiento. ¿De qué aferrarse? ¿De qué precaverse? ¿En qué confiar? ¿A qué temer? ¿Qué de todo lo que ocurre y se hace significa mantenerse con vida, qué de todo lo que se dice y transcurre significa que se acerca la muerte? Los silencios (Feld: “Los represores jamás mencionaban qué estaba ocurriendo”), los eufemismos (“La muerte era negada de modo sistemático, aludida mediante eufemismos y conocida solo a través de rumores”), las situaciones contradictorias al extremo (el agresor-protector, el torturador-pareja) hacen a la lógica del tormento.
Así en la ESMA. Y así hacia afuera. Porque así operó, de hecho, el terrorismo de Estado en su proyección a la sociedad como tal. Dando a ver (porque hay cosas que se veían), dando a saber (porque hay cosas que se sabían); y a la vez ocultando, escamoteando, encubriendo. En la ESMA: la muerte estaba ahí (¿dónde, sino ahí, estaba la muerte?) y a la vez, como dice Feld, “muy pocas veces era visible”, “Los testimonios de sobrevivientes hablan de ruidos, de un ambiente muy tenso, de momentos en que no los dejaban circular por el Casino de Oficiales. Ninguno de ellos presenció directamente estas acciones”. En la Argentina en general: el terror se impuso como manifestación necesariamente ostensible, como mostración de la acción represiva con fines de intimidación; y a la vez, como sabemos, la represión del Estado fue clandestina, fue ilegal, fue secreta, destruyó o sustrajo sus registros, borró sus huellas. Y todo ese ocultamiento, toda esa equivocidad artera, fue parte de la maquinaria del terror. No muertos, sino desaparecidos. No cuerpos, sino ausencias. No información, sino incertidumbre. Toda pregunta esgrimida con pretensión de respuesta cerrada es por ende de por sí una mentira, una forma acaso alevosa de faltar a la verdad.
Cuenta Lisandro Cubas lo que pasó cuando fue forzado a viajar a Bahía Blanca en un avión en el que iba nada menos que Anaya: viajó clandestinamente, debía “pasar desapercibido” incluso para el mismísimo Anaya. Cuenta Ana María Soffiantini lo que pasó cuando la sacaron de la ESMA para ir a dar una vuelta en auto por la ciudad: ella y una compañera levantaron las manos para mostrar por las ventanillas que iban esposadas, pero “constataron que nadie las había notado”. Cuenta Adriana Marcus lo que pasó cuando las llevaron a comer a un restaurante muy concurrido, cena atroz de torturadores y torturadas, de violadores y violadas: “un grupo atípico de víctimas y represores pasaba inadvertido”. Esa lógica del terror: la de lo que queda a la vista y al mismo tiempo no se ve, la de lo que se exhibe y al mismo tiempo pasará desapercibido, la de la anormalidad más aberrante que puede no obstante integrarse a una normalidad, la de la situación inconcebible que puede sin embargo formar parte de una escena cotidiana. “¿Cómo narrar los hechos reales?”, se preguntaba Ricardo Piglia en 1980 en el comienzo de Respiración artificial. Este libro en más de un sentido retoma esa formulación, la adopta, la prolonga, la amplifica y se plantea: ¿Cómo comprenderlos?
Martín Kohan