En cuanto terminé la universidad, me surgió la posibilidad de trabajar como traductora para una editorial. Llegué a la entrevista un poco desconcertada, me preguntaba qué tipo de material me darían, qué tipo de cosas se evaluarían en un caso así. El editor, que por entonces era Luis Chitarroni, me pidió que tradujera una sola línea, una que decía The cure for loneliness is solitude. Me acuerdo de que la anoté en la página de atrás de un libro de Calvino que por entonces yo estaba leyendo, y de que después de esa entrevista caminé durante muchas cuadras con el estado de desconcierto intacto, ahora por otras razones. Al tener en castellano una sola palabra para designar la soledad en tanto padecimiento —lo que en inglés es loneliness— y la soledad en tanto espacio deseado —lo que en inglés es solitude—, todas las versiones que se me ocurrían me parecían un exceso perifrástico, o una claudicación explicativa. Horacio Pons, el traductor de Una historia de la soledad, de David Vincent, y de una serie de otros autores entre los que se encuentran Hannah Arendt, Jean-Luc Nancy y Judith Butler, escribe, en el principio de este libro, una muy interesante Nota del traductor en la que se refiere a la dificultad que de ahí se deriva, y al recorrido lingüístico en el que se embarcó hasta dar con una solución. La soledad del título en inglés de este ensayo es la deseada, dice Pons, y hasta allí no hay problema, pero cómo hacer para designar en el transcurso de las páginas a su doble oscuro, ese doble que acecha indefectiblemente en cuanto abordamos el tema, tal como este ensayo deja muy claro. Pons resuelve por la vía de la sinonimia y elige hablar de aislamiento cuando se trata de loneliness, cuando se trata de ese doble oscuro. Aunque él lo califica de una de esas “derrotas dignas” con las que tienen que contentarse los traductores mucho más a menudo de lo que se cree, a mí el sinónimo me parece un hallazgo, y me pregunto si habrá pasado por mi cabeza en aquellos días en los que intentaba resolver el acertijo planteado en mi entrevista.
Me comprometo a escribir acerca de Una historia de la soledad, este ensayo de David Vincent, que no es el protagonista de Los invasores como algunos podrían pensar sino un académico británico que ha escrito una serie importante de libros, y empiezo hablando de una anécdota personal. Me aparto deliberadamente desde un inicio de una de las reglas básicas de la reseña para dejar claro que este texto no es tal cosa sino más bien una lectura de autora, o un ensayo personal que por supuesto no depondrá su sentido crítico pero que estará menos centrado en la evaluación del libro que en una expansión a partir de la serie de irradiaciones que me suscitó su lectura, una serie hecha de otros textos y, como decía, de cierta traza autobiográfica. Me interesa esa traza, además, no como ejercicio autorreferencial sino como construcción enunciativa: quien lee este libro, Una historia de la soledad, no es una voz que se encarama en las supuestas objetividades y distancias que parecen operar desde el éter sino que es una escritora latinoamericana, específicamente argentina, que lee a principios del siglo XXI, construcción que me parece interesante tener presente, es decir explicitado en el texto, sobre todo cuando estamos leyendo una historia de un sentimiento, de una forma de vivir, que más allá de sus formas de designarse, existe en el universo entero, que se aplica en formas muy diversas a todas y cada una de las personas que lo habitamos, pero que en este libro está abordada desde una perspectiva muy europea, más específicamente británica. Lo cual me parece bien: sabemos desde un inicio que se trata de una historia escrita por un académico británico, el problema es olvidarlo en la lectura y creer que esas observaciones e hipótesis se nos aplican a todos por igual en este mundo. La traza autobiográfica en esta lectura, entonces, como un recordatorio esporádico, más bien como un surco por el que esa tradición europea puede conversar con otra, como una forma de abrir los libros, de pensarlos como artefactos irradiantes que se continúan y se metamorfosean en cada una de sus lecturas.
En Una historia de la soledad, Vincent va analizando su objeto, esas dos caras de la soledad, especialmente la deseada, centrándose en un período histórico muy determinado, el que va desde el surgimiento de la Modernidad hasta el presente, y va enfocándose en las distintas prácticas culturales a las que esa soledad dio origen por un lado y, por el otro, en determinados libros que, como el suyo, hicieron del tema un eje central. Entre estos hay uno iniciático, La soledad, de Johann Georg Zimmermann, publicado en 1791, el primer estudio completo de la soledad en más de cuatro siglos, al que Vincent vuelve constantemente, en gran parte porque ese libro abordaba las tensiones que surgían en el comienzo del período en el que él se enfoca, en el cual la influencia de las clases comerciales en ascenso vuelve a poner sobre el tapete la ya clásica discusión entre las virtudes de la contemplación versus las de la acción. No se iba a llegar muy lejos, decía Zimmermann, si todo el mundo adhería a la propuesta de alejarse del mundo definitivamente que proponía un integrante de la mismísima Ilustración que por entonces dominaba la escena como Jean-Jacques Rousseau en Las ensoñaciones de un paseante solitario, una apología del retirarse del mundo que en los siglos previos había sido enarbolada también por Montaigne en “De la soledad”, uno de los textos reunidos en sus Ensayos —hago acá un aparte para recomendar a quien quiera releer esa maravilla que se haga de la edición de El Acantilado, que recupera la edición original y las notas de la genial Marie de Gournay, durante años solapada por la que Fortunat Strowski impuso en el siglo XX—. Zimmermann, que además de ensayista era médico, y no cualquiera sino el médico personal de Jorge III y antes de Federico el Grande, entendía ese tipo de tentaciones misántropas, pero estaba convencido de que ahí había un peligro de aislamiento que podía derivar en afecciones graves, que la solución entonces estaba en lograr un estado en el que “los beneficios de la soledad se pudieran entremezclar con las ventajas de la sociedad”, para lo cual era fundamental la capacidad de manejar la transición entre los dos estados. Vincent, en este siglo XXI, adhiere a ese postulado, a ese aspecto del libro que según él no había tenido hasta ahora la atención que merecía. En los Agradecimientos, además, cuenta que escribió este libro en un cuartito que tiene en el jardín de su casa, el cual está a veinte pasos del lugar en el cual comparte vida y encuentros con su familia y sus amigos. Poder hacer ese viaje de un lugar a otro, de la soledad productiva a la más profunda sociabilidad, concluye, es “el privilegio de mi vida”.
Como toda persona que escribe, me quedo pensando en ese viaje, en esos veinte pasos entre la reclusión y la sociabilidad, y pienso en la cantidad de temas y problemas literarios de los que hablamos quienes damos clases de escritura en las universidades, en las librerías, en el bar de la esquina, en donde sea, y sin quitarnos ningún mérito, porque claramente esos no son los contextos para hacerlo, pienso que aun así no hablamos de las cuestiones cruciales a la hora de escribir, de convertirse uno en escritor/a; quiero decir, cuestiones como el grado de soledad que implica dedicarse a escribir, cuestiones como el vértigo de transitar esos veinte pasos, cuestiones como el conglomerado de diferencias de género, de cultura y de clase que intervienen en esos veinte pasos.
Otro de los libros de esos umbrales modernos en los que Vincent se enfoca es el Robinson Crusoe de Daniel Defoe —al que llama, con razón, “histórica novela de soledad”—, más específicamente en su segunda parte, Las nuevas aventuras de Robinson Crusoe, en la cual este, ya de regreso a la llamada civilización, polemiza —género al que Defoe, como sabemos, se dedicaba con énfasis— con esas voces que proclamaban las virtudes del retiro y asegura que se piensa mejor si uno logra sintonizar un estado de soledad absorta estando en los grandes centros urbanos, en vez de inmerso en el silencio de una isla desierta, donde toda reflexión es permanentemente interrumpida por “los desórdenes extraordinarios de las pasiones”. Como siempre que escucho hablar de Robinson Crusoe, me acuerdo de un hombre que vive desde hace años sentado en el banco de un parque que queda cerca de mi casa, vestido con harapos plásticos, rodeado de dos trastos básicos, sin moverse ni hablar con nadie jamás: veo en él la misma soledad del personaje aquel en su isla, es decir del Robinson de la primera parte de la novela, y veo también lo que el sueño del progreso nos dejó. En vez de esa soledad que el Robinson de Crusoe sobrellevó trabajando a destajo, acumulando, sacando provecho a cuanto elemento o animal se cruzara en su camino, convirtiéndose en amo de su isla desierta, cuestión que Franco Moretti analiza magníficamente como ejemplo de la mentalidad capitalista en su libro El burgués, este Post-Robinson del que hablo permanece solo en su isla-parque, completamente inmóvil, despojado, recordándonos la contracara de lo que aquella instigación a la avidez deja como secuelas.
La lectura de novelas, nos dice David Vincent, es precisamente una de las prácticas solitarias que van asentándose durante esos inicios de la Modernidad, una que se consideraba especialmente peligrosa cuando se trataba de lectoras mujeres. Cualquiera se acuerda de lo que le pasó a la pobre Emma Bovary, o a la atormentada Thérèse Raquin, entre tantas otras protagonistas arruinadas por las ansias que esas páginas inflamaban. Vincent nos recuerda cómo Jane Austen satiriza este tema en La abadía de Northanger, y además cita un imperdible ensayo de la época sobre desórdenes nerviosos en el que se alerta sobre lo que “esta especie de veneno” puede hacer sobre la mente femenina.
Una historia de la soledad se va deteniendo también, como decía, en varias otras de las prácticas que fueron moldeando las formas de estar a solas, y lo hace siempre con un tipo de rigor que impide que la erudición y las rarezas lleven las cosas por el lado del coleccionismo, o de la ostentación, que a veces vienen a ser la misma cosa. Se detiene, por ejemplo, en prácticas decimonónicas como el juego de cartas solitario, y remarca la función social que cumplía al permitir que señores acomodados pudieran descansar su mente de los negocios al caer la noche para seguir produciendo al día siguiente; y en otras como la filatelia y su relación con la expansión del Imperio Británico a través de las estampillas propias que emitían las nuevas colonias; en la pesca con caña y su componente misógino; en el retiro en un convento y la posibilidad de emancipación que eso significaba para algunas mujeres; en la jardinería y sus conexiones con la tradición monástica; y lo hace siempre con una mirada muy atenta a las formas y las significaciones que esas prácticas tenían para las clases medias o altas, en contraste con las que tenía para las clases populares. Las labores manuales, por ejemplo, no eran lo mismo para las lánguidas señoras bien afectas al bordado que para las amas de casa que a la noche, después de haber trabajado el día entero, se ponían a coser las medias que los hijos o el marido iban a usar al día siguiente. Luego, ya en el siglo XX, Vincent señala un crecimiento de la soledad en red, es decir de prácticas que se llevaban a cabo a solas pero que, a través del correo o los encuentros o los concursos o las revistas, permitían estar en conexión con otras personas que se dedicaran a lo mismo, tal como ocurrió por ejemplo con el bricolaje, o “hágalo usted mismo”, que empezó a expandirse en los años cincuenta, junto también con la expansión de la televisión, lo que llegó a hacer que Barry Bucknell, un columnista experto en tema de bricolaje recibiera hasta treinta y cinco mil preguntas por semana y necesitara diez secretarias para responderlas; o con los crucigramas, que a principios de siglo llegaron a considerarse una epidemia; o con el rompecabezas, que además proveía a la burguesía en crecimiento una especie de educación en artes visuales y cultura general; o con el cine, que permitía sumergirse en una suerte de realidad paralela liberadora de las presiones cotidianas que Vincent analiza poniendo algunos ejemplos que están muy bien pero que nunca reemplazarán lo que al respecto pueda llegar a saber ya cualquier buen lector de Puig.
Y, atravesando todos los siglos de su corpus, desde el XVIII al XXI, muchas de las páginas de Vincent están dedicadas a la práctica del caminar, esa manera tan atractiva de abstraerse del mundo y sus reclamos. Analiza las caminatas con fines estéticos de cierta clase adinerada, y también las caminatas al trabajo de las clases obreras, las caminatas en el campo y en las ciudades, las caminatas con perros, las caminatas del flâneur, las caminatas de los montañistas, las caminatas como gesto político de denuncia, las caminatas como gesto estético de denuncia, las caminatas que empiezan a subrayar su efecto de absorción a través de adminículos agregados como el walkman o, ya más acá, los auriculares con cancelación de ruidos. Se detiene mucho en uno de los autores más interesantes para pensar este fenómeno del caminar, el poeta decimonónico John Clare, y se detiene también en Iain Sinclair, uno de los autores contemporáneos que viene abordando la caminata desde la psicogeografía en textos magníficos, uno de ellos precisamente ligado al trayecto de más de cien kilómetros que John Clare hizo desde uno de los hospicios en el que lo habían recluido hasta su casa, donde esperaba encontrarse con una mujer que en realidad ya había muerto. Vincent aborda la soledad específica del andar a pie también en los textos de William Hazlitt, quien escribió el artículo más influyente del siglo XIX acerca del caminar; en otro artículo de Stevenson, que además escribió ese relato extraordinario de un viaje a pie con una burra por los montes de Cevennes; en el libro de James Dawson Burn, que había sido mendigo y entendía la caminata no como un esparcimiento ni una fuente de inspiración sino como una forma de ganarse la vida a través de changas o limosnas; y, más acá, ya en este siglo XXI, o casi en sus umbrales, la aborda en Los anillos de Saturno, de Sebald, esa caminata desencantada que es también una forma de meditación; y en un par de citas para mi gusto demasiado tangenciales a Rebecca Solnit, autora de Wanderlust, una historia cultural del caminar que habría que leer de pie —valga la redundancia— de tan buena que es.
A medida que Una historia de la soledad se acerca más a este siglo, va ganando terreno la referencia al aislamiento, a la soledad no deseada. Vincent comenta con cierto escepticismo el hecho de que, en 2018, el gobierno británico haya designado a la primera Ministra de Soledad de su gabinete, y creado una Comisión del Aislamiento para batallar contra lo que tildan de “epidemia” o “plaga moderna”. En ese punto el texto más citado, aunque no por eso avalado, es un artículo del periodista británico George Monbiot, “La era del Aislamiento nos está matando”, en el cual se señala hasta qué punto es necesario reconocer al individualismo propulsado por el neoliberalismo rampante como el verdadero origen de esta plaga. La hipótesis está en sintonía con una columna bastante más reciente en la que Celeste Murillo se preguntaba, a propósito de la creación de un Ministerio de la Soledad en Japón, por la paradoja de intentar fortalecer lazos entre las personas dentro de un sistema diseñado precisamente para erosionarlos. Vincent publicó su libro en inglés justo cuando estaba por empezar la cuarentena que tan en contacto con las distintas versiones de la soledad nos puso. Nos quedamos con ganas de ese capítulo. Algo que podemos pensar como un borrador puede leerse en este artículo que escribió en la revista Time.
La serie de artículos y libros a los que hace referencia Vincent continúa, y es definitivamente imperdible, una proliferación de lecturas que refuerza una de las conjeturas más interesantes de este ensayo, esa postulación de que la soledad —la buscada, la dichosa— ha sido siempre un hecho intertextual, porque desde los ermitaños que se recluían en el desierto por cuestiones místicas hasta los flaneûrs que hacían poesía de sus deambulares urbanos pasando por los cultivadores de jardines, todos se han lanzado a sus prácticas con un libro o una serie de libros en sus cabezas, libros como voces interlocutoras con las cuales discutir posturas, construir redes, inventar alternativas e imaginar otros mundos posibles.