Conocí a Ramiro Sanchiz en su hogar de Montevideo: no recuerdo si era un departamento o una casa ni en qué año sucedió exactamente. Lo que sí recuerdo es que me encontré con un tipo de mi edad, pero serio, un hombre hecho y derecho, a diferencia de mis amigos que andaban por los treinta y pico en la Argentina, y de mí mismo, que todavía me comportaba (vamos a decirlo eufemísticamente) como un joven despreocupado. Era un uruguayo atípico: no le gustaba el fútbol, y tenía particular inquina contra el color local que los extranjeros íbamos a buscar en su país. Con todo, cotejar su perfil con el mío daba para pensar en el folclore que hace de los argentinos (como si en toda la inmoderada extensión del país fuéramos iguales) la versión goliardesca, desbandada e incontinente de un hermano serio, el uruguayo (como si en su pequeño país, que apodan el «paisito», no hubiera espacio para otra cosa que generalizaciones).
De todos modos, después de conocerlo pensé en Sanchiz como una especie de Aira uruguayo: un escritor que, como el nacido en Pringles, escribe verdaderamente, no con la búsqueda un poco desdorosa del carnet de escritor que parece sostener el afán de algunos escribas reticentes a la imprenta, sino con una regularidad digna de una verdadera pasión, hasta de una compulsión. La cualidad uruguaya distintiva es que en lugar de escribir breves novelitas que siempre están al borde del autosabotaje por humor (yo he amado las novelas de Aira), los textos que Sanchiz ha dado a imprenta son (a pesar de la base lúdica del Proyecto Stahl, que es la biografía de un alter ego ramificada en distintos mundos posibles) libros serios, incluso venciendo la dificultad que significa hablar en serio de los temas a los que se dedica la ciencia ficción desde una periferia geográfica como la que nos toca habitar de un lado y otro del Río de la Plata (la mayoría de los argentinos, de todos modos, vivimos muy lejos de ese río que tiende a definirnos hacia afuera).
Los acontecimientos se enfrenta, de hecho, a una serie de temas de una seriedad pasmosa. En una aventura que podría suceder como casi cualquier otra en su vida múltiple, Stahl está escribiendo crónicas sobre melancólicas estaciones de trabajo abandonadas, y uno de sus destinos es una plataforma petrolera explotada por AMRITA, una ONG dedicada a enigmáticos estudios de impacto ambiental. El trueque es realizar un misterioso trabajo que se parece (es una de las tantas referencias pop de la novela) a la tarea enloquecedora de Desmond Hume en Lost: tomar unos códigos alfanuméricos generados en otras plataformas y reescribirlos para retransmitirlos. El lugar lo sume en una soledad a la que en breve se imponen dos sensaciones: un zumbido constante de origen indeterminado y una extrañeza que afecta todo lo que rodea a Stahl en esa abandonada locación, donde la omnipresencia de estaciones que evocan un trabajo extinto es puntuada por restos de otras vidas. Aquí y allá, en los biblioratos que amontonan los códigos copiados por sus predecesores o en las notas casi literarias que han dejado sobre sus experiencias (en un estilo que parece unificarlos de una forma transubjetiva), Stahl es testigo de una indagación que tiene que ver con el mar, con algo más que humano que parece desparramarse por la superficie de la Tierra desde un tiempo anterior a la existencia de la humanidad, y que probablemente la exceda en el tiempo. En todas partes, fenómenos que no podemos explicar anuncian ese más allá de lo humano (los hums o zumbidos del mundo, los fenómenos unsweep) y llegan a Stahl en forma de mensajes y meditaciones que tienen como objeto algo general, un algo particularmente presente en ese desierto de agua en el que se diseminan, en forma «de araña», las estaciones que controla AMRITA.
A esas insistencias sonoras se agrega una voz humana, la de la alemana Ada, que no hace menos misterioso el trabajo de Stahl ni su permanencia. Ada está en otra de las plataformas, probablemente la única habitada, y además de acompañar a Stahl en ese proceso que oscila entre la monotonía, el ensueño y la pesadilla, destila a través de su voz un componente de inhumanidad que lo contamina todo, y cuya fuente parece estar en una profundidad abisal hacia la cual se empeña en bajar, un empeño que va tiñendo de asfixia el relato del cronista y empaña y confunde incluso su bucólica infancia uruguaya.
Los acontecimientos se afirma en una profusa tradición de relatos de aventuras, hace pensar en Arthur Gordon Pym, y en Moby Dick, y en Lovecraft y en las zonas más gélidas de Kafka (me da la impresión, y me gustaría que Sanchiz la confirme, de que hay dos aforismos kafkianos mezclados en la aventura), y también en relatos de mar y encierro, como la novela La piel fría, de Albert Sánchez Piñol, o la película El faro, de Robert Eggers. Está llena de historias de naufragios y de la hojarasca inasimilable del mundo (la novela nos obliga a comprobar si los datos que disemina aquí y allá sobre fenómenos extraños son ciertos o invenciones de Sanchiz). Pero es, sobre todo, una invitación perfecta al multiverso de Federico Stahl, una muestra de la virtuosa escritura de Sanchiz y un sobrecogedor vistazo a la inmensidad que nos rodea, que por momentos parece indiferente a nosotros y a veces juguetea con nuestra frágil experiencia como las tormentas juguetean con el Zodiac, la balsita que el pobre Stahl está condenado a utilizar entre estaciones como si fuera un tronco de comprensión al que aferrarse en la inmensidad del mar.
Nos vemos en la próxima
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor. Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.