Todas las caras la cara. Apariciones, de Ariel Dorfman

enero, 2023
En Apariciones, un extraño thriller, el chileno Ariel Dorfman trabaja sobre la persistencia de las acciones dañinas en las imágenes y en la memoria visual, a través de un mecanismo fantástico: la aparición de un rostro ajeno en todas las fotografías del protagonista.

Hay tres textos en los que me hizo pensar inmediatamente la lectura de Apariciones, la nueva novela de Ariel Dorfman. Todo en ella, hay que decirlo antes, me resultó sorprendente e inesperado: acosado por la oferta infatigable de los libros no leídos, de los libros pendientes, de los urgentes, de los recién salidos, tenía de Dorfman en mi memoria un cuento perdido en alguna antología y el resonante y muy discutido ensayo escrito a cuatro manos con Armand Mattelart, que constituyó en su momento un hito más o menos inaugural de los estudios de los medios de comunicación masiva y la cultura popular en la región: Para leer el Pato Donald. Dorfman fue asesor del gobierno de Allende hasta que debió exiliarse en 1973, y su vida dio un vuelco inmenso: un joven superpolitizado con una mirada muy crítica al imperio estadounidense llega, exilio mediante, “a otra concepción política, un pacifismo muy fuerte, y una vocación de paz mucho más que de guerra” (Dorfman dixit). En algún rincón de mi cabeza Dorfman  era también el autor de La muerte y la doncella, la obra de teatro más representada en el mundo salida de la mano de un autor chileno, y que Polanski hizo película en el 94: una obra en la que una mujer se encuentra con su supuesto torturador. ¿Qué podía encontrarme en Apariciones, qué tipo de novela escribiría Dorfman en su madurez apaciguada?

Pero volvamos al principio. Tengo una fascinación por las máquinas fantásticas en la literatura. No soy  un coleccionista, no podría hacer un Diccionario de la máquina literaria, pero me gustan esos mecanismos imaginarios cuyo funcionamiento imposible no es revelado, como la máquina de Morel en la novela de Bioy, la máquina femenina que disemina relatos en La ciudad ausente de Ricardo Piglia, la Multivac de Asimov, o la máquina que destruye la ilusión del libre albedrío en el breve Lo que se espera de nosotros de Ted Chiang. Y siempre me han gustado las apariciones de instrumentos ópticos deformantes. Vamos a citar tres antecedentes en los que espontáneamente hace pensar Apariciones: un cuento de Montague Rhodes James titulado “La vista desde la colina”, en el que un hombre puede ver el pasado a través de un telescopio en que están triturados los huesos de un muerto; “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, en el que una fotografía empieza a revelar una trama a través de un movimiento fantástico después de ser revelada; y “Fotos”, de Rodolfo Walsh, en el que al paisaje melancólico de una laguna se sobreimprime, en la foto, un aura de muerte que anuncia el final trágico del protagonista del cuento.

Apariciones opera con las mismas armas: la persistencia del pasado, de un pasado irredento e indecible particularmente, en la imagen captada por instrumentos técnicos. Muy rápido se revela en la novela el núcleo de su extravagante argumento: en el día de su cumpleaños número 14 (no casualmente un 11 de septiembre, en este caso del año 81), Fitzroy Foster, un joven estadounidense hijo de un empleado jerárquico de Polaroid, queda fijado en el rectángulo instantáneo de una toma fotográfica con una cara que no puede ser más distinta a la suya. No es un defecto de la cámara, no es un juego óptico ni un rebote de la luz: cada vez que una foto sale de la máquina, el rostro de Roy Foster es el de un individuo de otra etnia, de otro subcontinente, probablemente americano. Su familia enloquece. En una era en que la experiencia es progresivamente entrampada en registros visuales: ¿cómo va a ser la vida de un adolescente cuya imagen fotográfica no coincide con su cara, sino con un espectro que parece venir de otro lugar, de otro tiempo? Digo extravagante autorizado por los agradecimientos del propio Dorfman, dedicados a la “lealtad feroz” de sus agentes literarios a un autor (el propio Dorfman) tan “idiosincrático”.

A partir de ese elemento, la novela se transforma en algo que definitivamente no esperamos, una suerte de thriller romántico* que juega con los bordes de las ciencias, y en las que el principal objeto de sobresalto y expectativa pasa por una serie de afanosas investigaciones genealógicas. El resultado es, como no podía ser de otra manera, político, pero cortado a la medida del joven septuagenario Dorfman, cuya vocación (como dijo el propio Ariel) es la paz antes que la guerra: la llave para resolver la intriga internacional y biopolítica alrededor del fantástico cuerpo de Roy es la inclinación a la mutua comprensión y la hospitalidad entre los humanos, incluso cuando las disculpas se demoran más de cinco siglos (e incluso a pesar de que nos perseguimos para hacernos todo tipo de mal, como dijo Spinetta, aun a pesar de las mejores intenciones). La tensión entre la densa trama de vejaciones, la respuesta optimista del relato y la fluidez y vértigo de su desarrollo hacen de Apariciones un libro de un equilibro extraño, que es difícil dejar de leer hasta el final, a pesar de sus generosas 360 páginas.

Nos vemos en la próxima,

Flavio Lo Presti

 

*Thriller romántico: si hay algo notable en Apariciones es la relación hiperromántica entre el protagonista y su novia eterna, Camilla Wood, quien deviene su esposa después de un período en el que el narrador y protagonista se condena a un ostracismo absoluto. Camila es investigadora en ciencias y abandona los estudios sobre el cáncer para dedicarse a los mecanismos genéticos de preservación de las imágenes, procurando ayudar a un novio con el que se besó a los catorce años y dejó de ver por otros siete, pero al que conoció a través de una fantástica sincronización de brazadas en pruebas juveniles de natación. Para gentes como yo, de vida inconstante y sinuosa, parece parte del mundo fantástico de la novela,  y aunque en efecto hay algo en el género que demanda el romance, no me sorprende enterarme de que Dorfman conoce a su esposa Angélica Malinarich desde la década del 50, y además de que le dedica esta novela, como todas las otras.

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