Siempre sentí que la tragedia del tiempo en que nos tocó vivir a los que estamos vivos hoy es la desigualdad económica, con lo que no soy nada original. La sensación es que, dados los recursos que existen, dada la opulencia que se percibe en algunas zonas del planeta, la falta de agua, comida y satisfacción de necesidades básicas para vastos sectores de la población es un escándalo inadmisible. Tengo al respecto un rosario de anécdotas cursis, y la primera es una que recuerdo haber cosechado cuando no tenía ni diez años. Una Navidad de los lejanos y terrosos ochenta, un nene caminaba con su madre de frente a mí con una pelota Caprichito (esas pelotas de goma naranja con gajos pintados de negro, inmanejables por la levedad del material) y dijo justo al pasar a mi lado: “¡Qué pobre estuvo este año el Niño Dios!”. La anécdota ranquea alto en mi panteón personal de patetismo, pero para mí hizo gráfica (desde muy temprano) la diferencia entre unos y otros que bien ilustra la tapa de este libro de Anthony Atkinson, con una torta suculenta en la parte superior de la que se han caído a la parte inferior unas migajas insustanciales.
Desigualdad mundial va contra una inercia monolítica: la que arrastra la idea de que el resultado actual de la distribución global de la riqueza se debe a fuerzas inhumanas e inmanejables contra las que los gobiernos y los individuos son impotentes. Atkinson evita el atascamiento matemático (aunque no el vocabulario técnico) para explicar todos los aspectos concernientes al fenómeno de la desigualdad (su historia, los momentos clave en la disminución y el aumento, las fuerzas y las decisiones que la explican) con el objetivo de mostrar que no es utópico imaginar una serie de medidas (en el caso del autor, quince propuestas concretas) que provoquen una disminución significativa de la brecha entre los que más tienen, ese célebre uno por ciento, y el noventa y nueve por ciento restante de la especie (Atkinson analiza toda la información a la mano para mostrar que no hay evidencia de que el crecimiento se desacelere o la torta se achique necesariamente).
De todos modos, mientras lo leía pensaba que, a despecho de esa negación explícita del autor, hay algo utópico en imaginar los organismos planetarios y el nivel de cooperación internacional que se necesitan para redistribuir el ingreso según los planteos de Atkinson. A un lego absoluto como yo la maquinaria burocrática necesaria para establecer algunas de las medidas puede parecerle tan compleja que un país con la reputación de desorden que afecta a la Argentina (contra ese sentido común que los medios han instalado, algunos científicos argentinos han intentando limpiar un poco el agua) podría ser incapaz de ponerla en marcha: por dar un ejemplo, sustituir por subsidios universales los subsidios entregados contra comprobación de ingreso (es decir, aquellos en los que hay que “calificar” por alguna razón estigmatizadora para acceder al beneficio) para luego reintegrar a través del gravado impositivo del subsidio lo recibido por personas de mayor poder adquisitivo.
Pero el movimiento anímico inmediato después de cerrar Desigualdad es un arrebato de esperanza: en el Reino Unido (foco del liberalismo, el librecambismo y otras expresiones libertarias a favor de cuatro personas y en contra del resto de la humanidad) hay un erudito que ha sido presidente de la Royal Economic Society con la intención de interpelar a los líderes de su nación y a los líderes mundiales para modificar la brecha entre los ingresos más altos y más bajos en las empresas, cambiar con justicia los esquemas tributarios, entregar una suerte de “herencia universal” para compensar la desigualdad de oportunidades, promover un subsidio universal infantil sin comprobación de ingresos, impulsar concertaciones nacionales que contemplen marcos legales para que los sindicatos actúen con fuerza en defensa de los trabajadores o crear consejos sociales y económicos.
Al margen de que Atkinson analiza convincentemente la factibilidad de estos cambios en contra de la idea de que la globalización y las condiciones actuales los hacen imposibles, hay para los argentinos que estamos del lado Caprichito de la vida ( y lo sabemos) un placer adicional en la lectura de Desigualdad: imaginar la descomposición progresiva, a medida que lo van leyendo ellos, de la cara de los terraplanistas económicos locales que defienden la idea de que la actuación del Estado está en contra del crecimiento y del funcionamiento ventajoso de los mercados. Me imaginaba también, mientras lo leía, liberales indignados con los datos que indican que el paradisíaco Uruguay imaginado por nuestras clases medias tenía en 2015 un nivel de pobreza infantil por debajo de la vituperada Sudáfrica (amo Uruguay, me preocupa esa desigualdad, pero hay que discutir la invención de paraísos inmediatos motivada por la necesidad de demostrar que Argentina es “un país de mierda”) o que durante el período 2001-2011 Argentina bajó nueve puntos el coeficiente de Gini (y que eso es imposible sin actuación política: no puede suceder solo por el precio internacional de una commodity). También imaginaba negadores seriales del techo de cristal para el género femenino enterándose de que los factores de discriminación que afectan a la brecha salarial entre géneros casi no han disminuido en las últimas décadas.
Creo que el mejor efecto del libro es devolvernos la idea de que no todo depende de fuerzas fuera de control, y que en momentos históricos parecidos (aunque estamos, por la extensión de la globalización y la explosión tecnológica, en un momento excepcional) la actuación concreta de individuos y gobiernos pudo reducir la desigualdad.
Mientras escribo esto, dos noticias me alientan a pensar que las dos cosas son posibles. Circuló en estos días una curiosa anécdota sobre George Clooney: cuando lo hicieron socio en las ganancias de Gravity, una película que terminó siendo un éxito contra todo pronóstico, el excedente súbito de capital lo llevó a comprar catorce portafolios para regalarle un millón de dólares a cada uno de sus mejores amigos. Indignado, un banquero que supo de la historia se lo reprochó en un aeropuerto. ¿Cómo podía haber hecho eso? Clooney, según propia confesión, le preguntó qué esperaba para hacerlo él.
La otra noticia es tan larga como la pandemia: en Argentina, bajo el clima de un intercambio de distorsiones terroristas en la prensa, el Congreso discute un aporte solidario único de las fortunas personales que superan los doscientos millones de pesos. Quizás la última declaración política de ese ser humano inadjetivable que fue Diego Maradona (que conoció los dos extremos de la brecha quizás como nadie) evidenció su deseo de que el aporte se legisle, y también su voluntad de contribuir. En eso estamos.
Nos vemos en la próxima,