«Una vida más allá de las fronteras» de Benedict Anderson

septiembre, 2020
Flavio Lo Presti comenta "Una vida más allá de las fronteras", la autobiografía intelectual de Benedict Anderson. Además de ser el hermano mayor de Perry Anderson, Benedict escribió "Comunidades imaginadas", un libro que puso patas arriba las nociones tradicionales sobre el nacionalismo.

Soy una suerte de desclasado, una situación que (probablemente sumada a alguna otra característica psicológica menos confesable) me ha vuelto muy sensible al uso de las palabas. Por ejemplo, siempre me pareció insensible la recomendación de viajar. En el ámbito en el que me ha tocado moverme (las facultades de Humanidades, el mundillo de los libros), la gente suele hablar de sus viajes con mucho entusiasmo, recomendándole a la humanidad replicar sus experiencias como becarios en Berlín, visitantes de los Jardines de Kensington o Times Square, celebrantes de la virada de año nuevo en Río o en Bahía, todo esto sin darse cuenta de que la inmensa mayoría de las personas no solo no puede hacerlo: a veces ni siquiera puede imaginar ese deseo.

Por lo tanto, desde muy temprano armé un repertorio más o menos tramposo de razones para no viajar: la incomodidad (“Los viajes son una brutalidad. Le obligan a uno a confiar en extraños y a perder de vista toda la comodidad familiar de la casa y de los amigos. Se está en continuo desequilibrio”, Pavese), el derroche global de combustibles fósiles en una actividad innecesaria (me desmentiría Pompeyo: “Navegar es necesario, vivir  no es necesario”) y mi propia salud (los pocos viajes obligatorios de los que fui víctima casi me matan). Y hasta he intentado ver en los viajeros que conozco no el cumplimiento de las fantasías de experiencia acumulada y disponible, apertura mental y felicidad, sino todo lo contrario: gente jactanciosa, ansiosa de mostrar su pasaporte.

De más está decir que es un problema mío, pero si algo faltaba a esa consciencia, en estos días leí dos veces las fantásticas memorias “intelectuales” de Benedict Anderson, Una vida más allá de las fronteras, y ahora quizás me falte el tiempo en la vida para seguir un consejo que, tomado de metáforas compartidas por las lenguas de Indonesia y Tailandia, Anderson repite a lo largo de estas memorias:

“Aunque las lenguas tailandesa e indonesia no están vinculadas y pertenezcan a familias lingüísticas muy diferentes, ambas han tenido, desde hace mucho, la imagen fatalista de una rana que pasa toda su vida debajo de una cáscara de coco cortada por la mitad, comúnmente utilizada como un cuenco en los dos países. Tranquilamente sentada debajo de la cáscara, la rana no tarda mucho en comenzar a sentir que esta encierra el universo entero. El juicio moral que se desprende de la imagen es que la rana es estrecha de miras, provinciana, casera y autosatisfecha, y es todo eso sin una buena razón”.

El hecho es que uno puede tomar este pasaje como una invitación directa a imitar el derrotero vital de Anderson y a viajar físicamente como lo hizo él: nacido en China, Anderson pasó su infancia en California y Colorado y después regresó a la Irlanda revolucionaria; estudió en Eton, en Inglaterra, y después fue a Estados Unidos a enseñar “gobierno” (ciencias políticas) en el programa de la Universidad de Cornell para el Sudeste Asiático, especializándose en Indonesia, donde pasó tres años realizando trabajo de campo para ser expulsado por el gobierno dictatorial de Suharto en 1965 (la prohibición duró treinta y tres años en los que Anderson se dedicó a Tailandia y Filipinas). Pero en realidad su cualidad de “rana fuera del coco” excede su nomadismo literal: Una vida más allá de las fronteras muestra las distintas circunstancias en las que el hermano mayor de Perry Anderson se las ingenió para escapar de las restricciones de todos los cocos bajo los que podría haberse quedado y que decidió abandonar favorecido siempre por el azar, el talento y el coraje: como dijo Virgilio, audentes fortuna iuvat (el destino favorece al osado).

Llevo dos referencias clásicas, y no es gratuito hablando de Anderson. Una de sus fortunas es haber sido uno de los últimos beneficiarios de una educación no compartimentada, no destinada a la estricta profesionalización: una educación que permitía la “pérdida de tiempo” de la lectura de la vasta cultura clásica en lenguas originales, o el aprendizaje memorístico de poemas, una educación que Anderson se encarga de aclarar que era el patrimonio de una élite, pero que no le impidió romper la posible prisión mental de la pertenencia de clase.

Terminada su formación en Cambridge, Anderson realizó un importante salto mudándose a Estados Unidos por medio de un contacto del Eton College, presionado por una tensa convivencia con su madre, y aterrizó en Cornell con veintiún años para enseñar contenidos que desconocía; empujado por George Kahin (unos años antes de que Anderson terminara por el piso recogiendo sus anteojos tras defender a manifestantes asiáticos de nacionalistas británicos en la secundaria, Kahin ayudaba a japoneses internados en campos de concentración en los Estados Unidos), Benedict fue a Indonesia y se enamoró (como pocos politólogos podrían hacerlo) de su cultura, de sus lenguas, de su geografía; expulsado por el dictador Suharto a causa de un trabajo que negaba la responsabilidad del comunismo en los asesinatos de militares que terminaron, en 1965, en una masacre de la izquierda en Indonesia, pegó otro salto inusual para dedicarse a Tailandia, lo que lo puso sobre la pista de un tipo de trabajo que era inesperado en los estudios de área del Sudeste Asiático: los estudios comparados, que a la larga terminaron derivando en la escritura del libro que le valió a Anderson su relativa celebridad, Comunidades imaginadas.

 

Anderson usó un enfoque comparativo entre Oriente y Occidente en La idea de poder en la cultura javanesa, un trabajo en el que trató de mostrar la racionalidad detrás de la cultura política de Indonesia contra la idea eurocéntrica de que solo en Occidente somos racionales. Empezaba, casi irónicamente, por la imagen de un heredero tomando una gota de semen del pene de Amangkurat II en 1703. Pero luego, la influencia benjaminiana de la izquierda reunida en torno a la New Left Review (en donde estaba su hermano Perry), las recomendaciones de James Siegel que lo llevan a leer al africanista Víctor Turner y a Eric Auerbach y el comparativismo surgido del contacto entre estudiantes del sudeste asiático lo llevan a dar el salto de Comunidades imaginadas, un libro escrito (de nuevo) contra toda inercia: la del eurocentrismo que veía el nacionalismo como producto de la historia europea (cuando era claro para Anderson que era producto de los procesos coloniales del sur y del norte de Europa); la inercia de la intelligentsia marxista británica, incapaz de ver en el nacionalismo una fuerza positiva y susceptible de integrarse con algún tipo de internacionalismo; contra la de los estudios tradicionales que, sin percibir el poder emocional del nacionalismo, lo pensaban como un “ismo” más, como un mero sistema de ideas. Finalmente, contra los estancos compartimentos disciplinarios, que pudo romper gracias a su relación con los puntos de vista de amigos dedicados a otras parcelas del campo de las humanidades.

 

– Sobre Comunidades imaginadas se puede leer un interesante artículo publicado en un número monográfico (el número 130) de la revista Debats aquí.

– Buscando en Youtube se pueden encontrar buenos materiales sobre Anderson y su teoría sobre el nacionalismo. Recomiendo esta entrevista en la televisión de Surinam.

Roberto Bolaño se preguntaba a quién le interesaban los vaivenes sentimentales de un profesor, y decía que le interesaban los libros autobiográficos siempre y cuando el autor tuviera un pene de treinta centímetros en erección o fuera una prostituta retirada y moderadamente rica. Muy probablemente no sea el caso de Anderson, pero estas memorias no son la historia sosa de un profesor atribulado: son la radiografía de una mente brillante y valiente, capaz de sacarse de encima cualquier cáscara de coco, fundamentalmente la de todos los poderes. El humor de Anderson nos recuerda con frecuencia (y sin perder un ápice de gratitud) lo provincianos, obsesivos y estrechos de miras que pueden ser los estadounidenses, lo vulgar que es el inglés que impusieron como koiné global, lo nociva que puede ser la mirada de la “secta católica romana del cristianismo”, lo peligroso que puede ser el crecimiento de la cultura global digital para el tesoro de la diversidad de experiencias que han significado las diferentes identidades particulares.

Ese amor de Anderson por lo particular y los detalles se traduce en historias hermosas. Nos despedimos con dos.

A Anderson le molestaba  el tratamiento de Tuan, amo, producto de la insistencia de los colonos holandeses para ser llamados de esa forma. Haciendo referencia a su propia piel, convenció a los indonesios de que es más parecida a la de un animal albino, y persuadió de llamarlo bulé, como se llamaba informalmente a esos animales. La palabra termina volviéndose tradicional para describir a los blancos.

“Más de diez años después, me divertí mucho cuando un colega ‘blanco’ de Australia me escribió una carta inocente en la que se quejaba de lo racistas que eran los indonesios y lo mucho que odiaba que lo llamaran bulé. Le pedí entonces que se mirara la piel en el espejo  y pensara si realmente quería que lo llamaran Tuan. También le dije que yo había inventado el nuevo significado del término en 1962 o 1963. Cuando se negó a creerme, le dije: ‘Usted es un experimentado historiador de Indonesia, le apuesto 100 dólares a que no podrá encontrar bulé, en el sentido de gente ‘blanca’, en ningún documento anterior a 1963’. No aceptó la apuesta”.

Anderson se sorprendió de la libertad con la que las clases y los individuos se relacionaban en Indonesia, proviniendo de un ambiente tan socialmente estratificado como el británico. Recorrió Indonesia a dedo:

“Los conductores aceptaban alegremente llevar a los jóvenes, y los autoestopistas nunca temían que quienes los levantaban terminaran matándolos. En Java, en aquellos lejanos días, el autoestop (ngopeng) era común y corriente, y sospecho que a los camioneros les divertía ver a un joven bulé extendiendo el pulgar al borde del camino. Si el conductor iba solo, uno podía sentarse a su lado durante horas y disfrutar de fantásticas conversaciones sobre fantasmas, malos espíritus, fútbol, política, la maldita policía, chicas, chamanes, quinielas clandestinas, astrología y muchas cosas más. De lo contrario, uno trepaba al espacio abierto de la parte de atrás, especialmente bueno tras la caída del sol, cuando podía pararse a recibir el viento fresco en la cara”.

El pasaje me hizo acordar inmediatamente a este corto de Apichatpong Weerasethakul, titulado Mobile Humans, inspirado en la Declaración de los Derechos del Hombre.

En el capítulo dedicado a su jubilación, nos enteramos de que Benedict y Apichatpong se volvieron grandes amigos, a partir del interés de Anderson en el cine del Sudeste Asiático.

Quizás las invitaciones a viajar no estén en sintonía con los tiempos que corren, pero libros como Una vida más allá de las fronteras son invitaciones a viajar justamente como lo tenemos permitido hoy por hoy: sin movernos de nuestro escritorio.

 

Flavio Lo Presti

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