AA. VV.
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Agregar a FavoritosISBN: 9681651170
Es difícil llegar a conclusiones sobre un artista que aún vive, cuya obra contrapone criterios, de quien se escucha todavía el eco de tronantes controversias.
Hay hombres que ni en su tiempo ni fuera de él lograrán disipar las discrepancias. Miguel Ángel, cuatro siglos después de su paso por la tierra, tiene partidarios y enemigos. David Alfaro Siqueiros tendrá siempre quien lo aplauda y quien lo censure. Está en la naturaleza de su personalidad y de su obra atraer y rechazar.
Pero no se necesita llegar a una imposible unanimidad para recoger lo que de su vida y obra parece definitivo. Hombre que se hizo al calor de una Revolución demorada y sangrienta, Siqueiros templó en ella la energía de su carácter y recibió de sus ideales el amor al hombre que, por encima de todo, dio fuego a su pasión.
Entre estos dos polos de violencia y de ternura, de rebeldía y de fraternidad humana, transcurrió la vida que la obra del pintor sintetiza y exalta.
Ningún maniqueísmo podrá explicarlo. No es la luz o la sombra que lo caracteriza. El día y la noche coinciden, al mismo tiempo, en las explosiones de su personalidad.
Su obra, ya lo vimos, se columpia entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. En su globalidad contiene los dos extremos.
Nadie pintó nada tan colosal como él (se sentía orgulloso de los siete u ocho mil metros cuadrados de su pintura, en un solo mural) y pocos hicieron obras de tan extraordinaria proyección como las que hizo en insignificantes hojas de papel.
En un lado pintó con aparatos y herramientas complicadas; en el otro, y poco importa que le hayan impelido a ello las circunstancias, pintó con brocha y con betún para zapatos.
Criticó los dogmas ajenos y nadie formuló tan dogmática teoría como la que sirvió de título a su más comentado libro. Polemista feroz, que llamó a Rivera aliado de la burguesía, y a Orozco grabador carente de auténtica plástica, escribió sobre ellos dos importantes ensayos.
Pero los contemporáneos que tanto lo criticaron no por ello fueron más ecuánimes en sus juicios. Al final incurrieron en iguales o peores contradicciones.
Vieron en el carácter realista de su arte (los volúmenes, los escorzos, las oquedades espaciales) una manera de ser anticuada. Pocos artistas, sin embargo, llevaron a la plástica tantas innovaciones como él: introdujo en la pintura los materiales de la química moderna (los acrilatos, los vinilitos, los silicones) que, combatidos en su tiempo, se volvieron más tarde de empleo universal.
Sustituyó las normas clásicas de la composición por medios propios. A la divina proporción opuso lo que llamó composición poliangular. Imaginó y llevó a cabo una pintura envolvente, capaz de abarcar la arquitectura en todos los aspectos y sin solución de continuidad: interior y exterior, en las paredes, en las bóvedas y hasta en las azoteas.
Convirtió la realización de un mural en una verdadera fábrica con herramientas, aparatos y equipos (más de 50 pintores trabajaron con él en el Polyforum) de gran complejidad, que se insertan plenamente en el mundo tecnológico en el cual vivió.
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