Nunca en mi vida había visto tan problematizada una actividad a la que le he dedicado, de manera más o menos rústica, casi toda mi vida, es decir, la lectura. Escribir la palabra que sustantiviza la acción, la lectura, es un problema frente a los planteos de Poderes de la lectura, de Peter Szendy. Desde el mínimo tamaño del libro hay algo abrumador en su erudición, y la sensación de que uno (confeso rústico unas líneas más arriba) entra entre sus páginas como el famoso elefante en el bazar, un bazar lleno de delicados objetos verbales, como por ejemplo el personaje de Paul Valéry de nombre Lust (en Mi Fausto) que es, al mismo tiempo, el deseo concupiscente en inglés, el placer y la voluptuosidad en alemán y una antigua forma de la tercera persona del subjuntivo del francés “leer” (¿quién que no fuera Szendy lo hubiera pensado?). Entonces me cuesta escribir la palabra lectura porque no sé si estoy haciendo justicia al contenido sutilísimo del libro, que plantea… ¿qué?
Creo que lo que plantea Poderes de la lectura, con su enorme sofisticación, es pensar (y gloso) los momentos tangenciales en los que el lector se retrasa o se adelanta a sí mismo, en donde queda tenso como un elástico a punto de romperse entre los dos extremos que son “la lectura como reproducción maquinal y la lectura como invención inaudita”.
Pensemos en nosotros mismos en la situación de lectura, en cualquiera de sus escenas posibles. Siempre hay dentro nuestro una voz claramente extraña que genera una serie de tensiones que tendemos a no reconocer, o a no tematizar. ¿Quién es, y cómo lo hace, ese que habla “en mi cabeza”? ¿Con qué voz leo? ¿A qué ritmo lo hago, cómo interfieren en ese proceso mis expectativas y anticipaciones, mis distracciones, los dispositivos de los que me sirvo para leer? Szendy activa todas estas preguntas desconcertantes (en general, uno va hacia la lectura entregado a una práctica familiar, y de pronto nos damos cuenta de todas estas sinuosidades y relieves de un territorio “propio”) recorriendo escenas de lectura del vasto despliegue de la cultura occidental, comenzando con la extrañeza en el Hombre de arena de E. T. A. Hoffmann, en donde aparece la figura de una lectura que “se olvida para producirse mejor”. Imaginemos una de nuestras propias escenas: el perro del vecino ladra y el vecino le grita histéricamente, juega Boca y el edificio poblado de postadolescentes vibra como una colmena, estoy cansado, tengo que cocinar y al mismo tiempo leo un libro sobre los orígenes del cristianismo. Mi atención lucha en cada página con estímulos que hacen que la letra desaparezca, como desaparecen a veces los caracteres del libro de Szendy por un juego que hace gráfica la condición amenazada y sinuosa de la lectura. De golpe, media hora más tarde, me despierto como después de un sueño. La voz que leía para mí en mi cabeza y que mediaba con la letra del libro se ha apoderado completamente del teatro de mi mente, la lectura ha sido olvidada mientras se producía mejor.
https://www.instagram.com/reel/C9gC3j6qC6o/?utm_source=ig_web_copy_link
¿Es así? Y si es así, ¿quién leía? Szendy viaja hacia los diálogos platónicos para buscar en ellos una figura inquietante que sobrevive en nosotros, la del anagnosta, el esclavo que lee para un lectario. Sobreviven en nosotros los dos: una voz que lee, alguien para quien lee (¿yo?) y el libro que está siendo leído. A lo que hay que agregar un cuarto personaje: quien pronuncia el imperativo que nos lleva a entregarnos a la lectura, el que grita “¡Leé!”. Szendy se pregunta por las relaciones de poder entre estas voces, pero mi propia experiencia me disparó en otra dirección. En la escuela en la que doy clases, el que grita “¡Leé!” soy yo, y también el anagnosta. A lo largo de Poderes de la lectura, con su insistencia en la cuestión de la velocidad de la lectura, en la dificultad para imaginar la velocidad adecuada para la lectura en silencio, pero sobre todo para la lectura en voz alta, no he dejado de cuestionarme esa práctica de leer largos cuentos con mis alumnos (“La noche boca arriba” de Julio Cortázar, por ejemplo): nunca lo hago sin darle a cada uno una copia impresa. Pero así y todo: ¿leen en la página lo mismo que yo leo en voz alta? ¿Se anticipan? ¿Pueden seguir lo que estoy diciendo, caen en una lectura meramente mecánica, caen en una especie de grado cero de la lectura como el del autómata de Hoffmann al que se refiere Szendy o se abren a ese pequeño espacio de aliento que hay en la forma en que lee Lust, la lectora de Valéry? Recuerdo la irritación que me producía un alumno de cuarto año que se adelantaba a mi lectura ejerciendo sobre el texto su propia velocidad, su propio albedrío. ¿Ejercería una forma de libertad en su “burbuja de aliento” contra la tiranía de mi voz de anagnosta?
Y esos alumnos, ¿podrían ir “juntando” lo que la lectura desplegaba o irían estirando el sentido como en esas hipótesis de disgregación universal, hasta no dejar en pie una mínima ligazón de la materia leída? En su recorrido de la lectura como práctica, en su anagnosología en retablos, Szendy ausculta los movimientos de sístole y diástole de la lectura, recogimiento y dispersión, que lee en la aparentemente tiránica máquina de leer del Leviatán, de Thomas Hobbes. Ir sumando lo que se lee parece la forma más evidente de comprensión, en una concepción de la lectura acumulativa y reproductiva, pero Szendy tiene en mente algo más, y para eso va hacia el presente y el futuro leyendo tanto a Valéry (sus visiones de un mundo intertextual en “su” Fausto) como al para mí desconocido László Krasznahorkai, cuyas novelas empezaré a buscar (sobre todo, Guerra y guerra, con su título llamativísimo). Para encontrar el sentido de una fórmula que Walter Benjamin encuentra en Hugo Von Hofmannsthal: “leer lo que jamás ha sido escrito”. ¿Qué significa esa frase enigmática?, ¿lo indescifrable?, ¿lo inabarcable? ¿Qué podemos hacer al leer, o qué puede la lectura? Para estas preguntas (que para alguien como vos, lector, se vuelven urgentes) hay respuestas en el libro de Szendy.
Nos vemos en la próxima,
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor. Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.