¿Qué es una obra maestra? ¿Cómo ha cambiado el criterio con que una obra es tomada por tal? Pero, también, ¿puede influir el arte en nuestras convicciones, en nuestra visión del mundo? Esas y otras cuestiones interesantes son abordadas en este dispar ensayo de Ricardo Ibarlucía, doctor en filosofía, traductor, profesor de estética e investigador del Conicet.
La última cuestión, tal vez la más cautivante, es abordada de modo más directo en los dos primeros ensayos de los cinco que componen el libro, aunque la idea está presente de forma larvada también en los siguientes. Todos ellos surgieron de sendas conferencias pronunciadas por el profesor, lo que aporta una gran fluidez a la argumentación.
«¿Para qué necesitamos las obras maestras?», que es el primero de esos ensayos, es también el más atractivo y sugerente por las implicancias que abre.
Ibarlucía empieza por preguntarse la razón por la cual una pintura del Renacimiento como La Gioconda, de Leonardo Da Vinci, es considerada una obra maestra, para luego adentrarse en cómo fue cambiando este concepto con el paso de las épocas. Un recorrido histórico que es apenas el preámbulo de una indagación sobre la función cultural y social que tienen esas obras.
La tesis es que ellas «urden la trama de nuestras vidas mucho más de lo que imaginamos». ¿De qué modo? Instaurando horizontes estéticos, por ejemplo, o gravitando en el entramado de convicciones y certezas que configuran una visión del mundo. Dos ideas a las que se llega a lo largo de una argumentación a la vez ligera y erudita, ilustrada en abundancia con ejemplos.
¿Acaso no postergamos obligaciones como Hamlet, sentimos celos como Otelo, nos enamoramos como Romeo y Julieta? ¿No nos figuramos el infierno con los ojos del Bosco, John Milton, Dante Alighieri o Gustave Doré?, se pregunta el autor.
Ibarlucía sostiene que el arte no se limita a reproducir valores instituidos, sino que puede ser emancipatorio y puede favorecer una sublimación.
El ensayo que le sigue trata sobre la secularización de la belleza, un asunto ya enunciado de forma más tangencial en el primer capítulo. Aquí el punto de partida es una tela de Rafael Sanzio. Se titula «La Madonna Sixtina, ¿altar o cuadro?» y discurre precisamente sobre el emplazamiento original de esa obra y la consecuente interpretación que de ello se sigue.
Seguidor de las tesis de Walter Benjamin, Theodor Adorno o Herbert Marcuse, quienes aparecen citados con profusión, hay en la mirada de Ibarlucía una ambición superadora de todo encuadre religioso que atraviesa todo el libro. Algo que queda de manifiesto, en particular, en la reflexión sobre La Madonna Sixtina, que por lo demás resulta una provocadora investigación histórica.
Menos desafiantes resultan el tercero y cuarto capítulos, que tratan sobre el concepto del arte en Marcel Duchamp y en las vanguardias de principios del siglo XX con el telón de fondo de la fascinación por las máquinas, y sobre Paul Celan y la posibilidad de escribir poesía en alemán en la posguerra. Este último resulta, sin embargo, un muy interesante ejercicio de arqueología literaria.
En cuanto al tono provocador, este resurge hacia el final con un breve examen sobre la sugerente frase «cada época sueña a la siguiente», del historiador francés Jules Michelet, tomada de su diario íntimo y conocida por una cita de Benjamin. La frase, y la página entera de ese diario íntimo, podría decirse que enlaza con la primera de las reflexiones de Ibarlucía, es decir, con la posibilidad del arte de «refigurar» nuestra visión del mundo.
Michelet asemeja la capacidad de «soñar la época siguiente» con una previsión o profecía, y también con «una tendencia a ver distintamente lo que hasta aquí se veía apenas». Una tendencia que está embebida de «confianza en el progreso y en las ideas nuevas».
Las reflexiones de Ibarlucía navegan en estas aguas.
Fuente: La Prensa
Por Agustín De Beitia