El cerebro mágico

agosto, 2023
El ensayista norteamericano Justin Smith compara a las redes sociales con videojuegos y cifra el origen de la web en una calculadora mecánica de 1678 y en los telares con tarjetas perforadas del siglo XIX.
Alrededor de 1250, en Inglaterra, Roger Bacon (un sacerdote franciscano, filósofo, alquimista y precursor del método científico que investigó temas de óptica e imaginó máquinas voladoras y barcos mecánicos, además de dejar por escrita la primera receta europea para fabricar pólvora) ideó una “cabeza broncínea” que supuestamente era capaz de responder cualquier pregunta formulada por sí o por no. Así, Bacon se adelantó varios siglos a juguetes que hicieron las delicias de generaciones, como “El cerebro mágico” y “Chan, el mago que contesta”, y –lo que es más importante– vislumbró el futuro de Siri y otros asistentes virtuales y su evolución tan temida, el ChatGPT, último grito de la inteligencia artificial para consumo masivo.
Del “genio” parlante de Bacon no quedó nada parecido a un prototipo, solo el registro en papel y posteriores interpretaciones según las cuales, en su afán por desarrollarla, el fraile había hecho tratos con el Diablo. En fin, una leyenda. Pero esta linda historia nos demuestra que la obtención de la suma del conocimiento, y por ende del poder, a través de máquinas o artificios que captaran toda la información disponible, ya estaba en el imaginario de la humanidad desde, al menos, la Edad Media.
¿Puede cifrarse en ese momento el germen de las computadoras interconectadas para procesar cantidades descomunales de datos? Justin Smith, nacido hace 51 años en Reno, Estados Unidos, doctor en filosofía graduado en la Universidad de Columbia, cree que no. Establece otra fecha más cercana pero igual de sorprendente: 1678, cuando el sabio alemán Gottfried Wilhelm Leibniz tuvo terminada su primera calculadora mecánica (una “máquina aritmética” que resolvía las cuatro operaciones básicas) y en paralelo comenzó a cranear el sistema binario y las tarjetas perforadas.
“Es indigno de hombres excelentes perder horas como esclavos en el trabajo del cálculo; podría delegarse sin riesgo en cualquier otra persona si se usara la máquina”, escribió Leibniz, que aparece una y otra vez a lo largo del libro, del mismo modo que aparecen Descartes, Kant, Heidegger y muchos otros pensadores de Oriente y Occidente. Porque con Internet no es lo que pensamos Smith se propuso escribir una “una historia, una filosofía y una advertencia” sobre la web.
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“Hoy la industria más grande del mundo es, casi literalmente, la búsqueda de atención. Así como la economía global de los siglos XIX y XX estuvo dominada por la extracción de recursos naturales, las mayores empresas actuales han alcanzado su inmenso tamaño bajo la sola promesa de suministrar a sus clientes la atención, por muy efímera que sea, de sus innumerables usuarios”, arranca el capítulo uno.
Y enseguida agrega que los usuarios de las plataformas digitales gratuitas son “vacas de datos”, por toda la información que entregan (o les ordeñan) acerca de sus gustos, aficiones, consumos, miedos, intereses, opiniones políticas, etc.
Claro que las cosas no fueron siempre así. Empeoraron en la última década. En una charla por zoom (no podía ser de otra manera), Justin Smith exagera y bromea: “La historia de Internet sería de la siguiente manera: el episodio uno se extiende desde 1678 hasta 2011 ó 2012, y el episodio 2 se extiende desde 2011 – 2012 hasta hoy”.
-¿Qué pasó entre 2011 y 2012?
-Antes, Facebook era lo que llamamos la “toma de incendios” alrededor de la cual nos juntábamos los amigos. Solo veías la lista de amigos, las noticias que publicaban los amigos y casi nada más. Pero luego se abandonó ese criterio. Las cosas comenzaron a verse raras, Facebook empezó a entregarnos una imagen distorsionada, con información que podría interesarnos o proveniente de gente que trataba de conocernos. Ahí empezó la tergiversación de la realidad.
Entre los años clave que Smith menciona, el entonces todopoderoso Facebook reemplazó el viejo muro por la biografía y comenzó a dirigir al máximo lo que le entregaba a cada usuario en función de los algoritmos que predicen (o inducen) elecciones y comportamientos. Y lo mismo hicieron las demás redes sociales, las plataformas de streaming, los sitios de venta online, etc. ¿El objetivo? Traficar neurotransmisores, en especial dopamina (la sustancia que nos genera placer, que nos da la recompensa) y cortisol (la hormona del estrés, del enojo), para captar atención, tiempo, y así facturar más.
-En su libro sostiene que Twitter tomó la lógica de los videojuegos. ¿Cómo es eso?
-Lo hicieron todas las redes sociales. Twitter puntualmente es un videojuego temático de deliberación donde la función real es acumular puntos, aunque no los llamamos puntos, sino likes, seguidores, favoritos, comentarios o lo que sea. Vos creés que estás intercambiando ideas, pero no, estás jugando.
-¿Internet está cambiando el cerebro humano?
-En principio estamos arruinando nuestros cerebros y nuestra capacidad de atención, y esto está conduciendo a una grave disfunción cognitiva, pero entiendo que es algo temporario y reversible. Podés reestructurar tu cerebro bastante rápido para memorizar poesía épica, por ejemplo. Es de esperar que no deje una marca evolutiva.
-Pero ¿cómo frenar el uso abusivo de los algoritmos?
-De una forma u otra, las redes sociales tendrán que autoregularse. Reconcebirse como de utilidad pública, con supervisión democrática, en particular acerca de cómo los algoritmos favorecen ciertas cuestiones por sobre otras. Hasta que eso no suceda, estamos en una situación realmente mala. Por otro lado, no me gustaría ver a los gobiernos apoderarse de las corporaciones de redes sociales para proclamarlas oficialmente de utilidad pública.
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Las tarjetas perforadas no se usaron por primera vez en las computadoras de la década de 1960, sino a comienzos del siglo XIX en la industria textil. En 1808, el inventor francés Joseph Marie Jacquard patentó un telar automático capaz de transferir a la seda un diseño “programado” en una secuencia de cartones agujereados.
¿Y esto qué tiene que ver con la computación? Todo, dice Smith, porque las tarjetas perforadas también se emplearon en la “máquina analítica” diseñada en torno de 1830 por el matemático británico Charles Babbage, en lo que fue el primer intento de una computadora mecánica, muy superior a la calculadora de Leibniz y otros dispositivos similares.
La tarjeta perforada fue clave, además, en el aporte que Ada Lovelace, matemática y escritora inglesa, hija de Lord Byron, sumó a la máquina de Babbage. Lovelace descubrió que el invento tenía aplicaciones más allá del cálculo puro y publicó un algoritmo destinado a ser procesado mecánicamente, por lo que hoy se la ensalza como la primera programadora de ordenadores.
En 1832, en San Petersburgo, la capital del Imperio Ruso, el especialista en estadísticas Semyon Korsakov empleó las tarjetas perforadas para almacenar y buscar información en una serie de “máquinas intelectuales”. La finalidad era meramente policial. Korsakov trabajaba para el gobierno y buscaba mejorar el análisis de datos sobre actividades criminales. O sea que la vigilancia y la seguridad del Estado fueron motores para el desarrollo de esta tecnología, no una consecuencia posterior.
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Hoy solemos quejarnos de la cultura audiovisual de Internet que ordena comprimir todo en videos de unos pocos segundos. Un minuto, a lo sumo. ¿Cuánto duraban las películas pioneras de los hermanos Lumiere? En promedio, un minuto. Hoy nos rasgamos las vestiduras por la sobrecarga de información que recibimos de las pantallas. Igual se sentían los intelectuales europeos en el siglo y medio largo que siguió a la revolución de la imprenta (1440). En 1621, Robert Burton, clérigo y erudito inglés, profesor de la Universidad de Oxford, escribió Anatomía de la melancolía y allí lamentó, en una larga lista, todas las distracciones triviales que lo arrancaban del pensamiento serio. Y es que, según Justin Smith, en la web hacemos lo que hicimos siempre. Nos perdemos.
“Yo mismo –escribe– el año pasado dediqué mucho más tiempo a deslizar la pantalla de Twitter que a leer literatura, pero no recuerdo haber asumido a conciencia dicho compromiso atencional. Es en parte por eso que veo mi dedicación a esta red social como una falla moral de mi parte y, al mismo tiempo, como un daño moral contra mí por parte de quienes se las ingeniaron para reducirme a esta condición con el objetivo de lucrar”.
Quien quiera saber algo más sobre el libro de Smith puede comprarlo o preguntarle a la “cabeza broncínea” de Roger Bacon. O al ChatGPT, que es lo mismo.
 
José Montero

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