La literatura infantil no es cosa de niños. Los cuentos folclóricos que recopilaron los hermanos Grimm, por caso, anidaban una ominosidad cara a la literatura sugerente, a la extrañeza fantástica, a las fiebres del terror. Más acá, temporalmente hablando, los maestros Lewis Carroll y Roald Dahl demostraban que la extensión, la incorrección política y las complejidades argumentales convocaban por igual imaginarios y deseos tanto de chicos como de grandes.
En el panorama argentino actual, Nicolás Schuff y María Teresa Andruetto –entre muchos otros, a decir verdad– se entroncan en esa genealogía que hace de las narraciones infanto-juveniles una aventura para todas las edades. Un nuevo nombre –el de la galardonada escritora Betina González– debería incorporarse
–con su último libro, Feria de fenómenos o El libro de los niños extraordinarios– en el listado que celebra al poético (y no al etario) como el pujante y único corazón del hecho literario.
Tal como lo hiciera Tim Burton con su poemario La melancólica muerte de Chico Ostra, y, por momentos, con la punzante sensibilidad de Silvina Ocampo, la prosa poética de González conjura una galería de niños diferentes, mágicos, extraños, singulares, de peculiar y afilada belleza. Niño de Barro, Niña Poeta, Niño Salvaje, Niña Colérica. Lejos de las prácticas y ritos que encorsetan la cotidianeidad convencional de las infancias (y del imaginario que dicta cómo deben ser decodificadas, pensadas, atendidas) las vicisitudes de estos seres se enmarañan en los grandes temas filosóficos de la condición humana: el deseo, la angustia, el ser, la nada, el lenguaje. Así como en el –dicho algo pomposamente– entrecruzamiento ontológico. Es que el libro abre con la pericia de una narradora que, con el lodo de la escritura, concibe al Niño de Barro, encargado de salir, experimentar el aire libre e informarle, a la misma narradora, de qué se trata la vida más allá de las cuatro paredes, del encierro (de los libros).
Estos chicos dejan la niñez a l darle término a su educación sentimental . El mentado Niño de Barro debe enfrentarse a la intolerancia (y la violencia) de los crueles, capaces de mutilarlo; el Niño Melancólico, a la idealización de su propio ser, el que se refleja, impoluto, en las aguas de un aljibe; el Niño Salvaje, al advenimiento del lenguaje (porque proferir una palabra supone la ausencia del referente designado); y la Niña Colérica, al desgano y la pobreza espiritual de los otros, que exigen el apaciguamiento de su furia (de su fuego) interior.
González escribe con la frescura poética del que sabe que sólo hay un lector por satisfacer: el niño interior. Un niño (o una niña) que no conoce de cárceles ni de limitaciones genéricas; para el que no existen palabras “difíciles” sino, en todo caso, signos misteriosos que es necesario revelar; y que intuye, con una sabiduría atávica, que toda rareza esconde, para quien observa sin preconceptos, un milagro singular.
Tal como lo hiciera Tim Burton y Silvina Ocampo, la prosa poética de González conjura una galería de niños diferentes, mágicos, extraños, singulares, de peculiar y afilada belleza.
Fuente: Perfil
Por Tomás Villegas