Fuente: El cohete a la luna
Autor: Jorge Pinedo
Mañana lunes 22 de agosto se recuerda el medio siglo de la Masacre de Trelew. Punto de inflexión en el cual las Fuerzas Armadas producen un salto cualitativo de la política represiva al exterminio genocida de toda forma que se opusiera al poder dominante. Ese día de 1972, en la Base Aeronaval Almirante Zar lindera a la ciudad de Trelew, diecinueve combatientes guevaristas del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), peronistas de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y Montoneros, fueron ametrallados por oficiales de la Armada. Sólo tres de ellos, María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Haidar, sobrevivieron a las gravísimas heridas. Nueve meses más tarde, en la noche del 25 de mayo de 1973, en una celda de la cárcel de Villa Devoto donde permanecían detenidos, brindaron testimonio a otro prisionero político, Francisco Paco Urondo. A una semana de cumplirse el primer aniversario de la masacre, el 15 de agosto del mismo año, Ediciones Crisis publicó esa entrevista bajo el título La patria fusilada.
Dos libros relatan los asesinatos masivos a militantes indefensos, luego del derrocamiento del peronismo en 1955. En ambos se desmontan las falacias con que los perpetradores intentaron ocultar su crimen a sangre fría. Rodolfo Walsh lo hizo en Operación Masacre (1957) bajo la forma de crónica novelada; Paco Urondo (Santa Fe, 1930-Mendoza, 1976) sumó lo propio con La patria fusilada (1973), conservando el formato de entrevista periodística (tanto uno como otro ampliaron generosamente ambos géneros). De tal modo lo consigna el editor Daniel Riera en las indispensables Notas preliminares de la flamante publicación conmemorativa del libro de Urondo. Volumen ampliado, comprende asimismo dos poemas de Juan Gelman que abren y cierran la entrevista propiamente dicha. Se suman dos textos entrañables, de Ángela Urondo Raboy “Voces que sobreviven”, y de Raquel Camps, “El primer encuentro a solas con mi padre”. También, la conferencia de prensa de Rubén Pedro Bonet, Mariano Pujadas y María Antonia Berger del 15 de agosto en el aeropuerto de Trelew, tras la fuga del penal de Rawson y antes de ser trasladados a la Base naval donde dos de ellos serían asesinados. Texto producto de una nueva desgrabación del documental Ni olvido ni perdón de Raymundo Gleyzer. Tres apéndices se suman a la nómina de los muertos del 22 de agosto: “Los caídos II” da cuenta de los posteriores asesinatos de Paco Urondo y Alberto Miguel Camps (Buenos Aires, 1948-1976), así como de las desapariciones de María Antonia Berger (1942-1979) y Ricardo René Haidar (Santa Fe, 1944- Brasil, 1982), ya en la dictadura 1976-1983. Finalmente, “Los juicios” alude a las condenas a los responsables de la masacre (la culpabilidad del marino Roberto Guillermo Bravo fue acreditada por parte de un tribunal de los Estados Unidos, donde se encontraba prófugo, es posterior a la edición del libro. Se aguarda su extradición), tras cuarenta años de impunidad. “Los juicios II” remite a la megacausa por el asesinato de Urondo, la desaparición de su compañera Alicia Cora Raboy y los secuestros de la hija de ambos, de apenas un año, Ángela, y de la compañera de militancia Renée Ahualli.
La entrevista concretada por Urondo en una celda de Villa Devoto en la noche del 25 de mayo de 1973 a los tres guerrilleros sobrevivientes, horas antes de la liberación de los presos políticos por decisión del recién asumido gobierno de Héctor Cámpora, condensa distintas funciones notables. A su condición de invalorable documento histórico, se suma la pericia periodística del entrevistador, quien contextúa, repregunta, amplía, integra y sintetiza, sin omitir su condición de militante al sumar caracterizaciones y conceptos al modo de aporte al desarrollo de lo relatado. Al mismo tiempo, los análisis políticos tanto de la planificación de la fuga del penal como de las coyunturas posteriores, en el marco de las acciones revolucionarias de la etapa y las acciones de la dictadura, conforman una continuidad de singular profundidad histórica e ideológica a las evaluaciones de cada momento. Potencia analítica, por cierto muy poco frecuente en sus remedos actuales.
Ya en el arranque, los combatientes (Berger y Camps de las FAR, Haidar de Montoneros), instalan en situación de paridad el accionar de sus organizaciones con las movilizaciones populares y los escarceos tácticos de Perón, en tanto posibilitadores de forzar el llamado a elecciones. Espectro en el que inscriben el ambicioso proyecto de fuga del penal de Rawson de más de cien presos políticos, rodeados de un desierto, con temperaturas bajo cero: golpe a la dictadura y recuperación de cuadros a fin de proseguir la lucha revolucionaria. La toma del penal es la condición de posibilidad del objetivo. Se constituye un comando unificado, las tareas se distribuyen, compartimentadas sin distinción de orgas, contemplando aspectos humanos, experiencia y formación política. En este aspecto, los objetivos rebasan las diferencias en función del objetivo estratégico. Al respecto, Urondo subraya la confección de un documento político: El balido de Rawson. En las compartidas circunstancias de encarcelamiento, la unidad se estipula “por los hechos reales”, asumiendo las contradicciones internas como “un compromiso para superarlas”. Al respecto, importa comparar las previas respuestas del representante de la guerrilla guevarista (ERP) Rubén Pedro Bonet y del montonero Mariano Pujadas a los periodistas en el aeropuerto de Trelew. Cada uno despliega su caracterización desde argumentos programáticos acordes a la línea de su organización y concluyen en los paralajes de la unidad de acción. Nada más actual.
El relato de los protagonistas continúa en detalle. Concretada la fuga y ya en aeropuerto de Trelew, constatan que en el avión—como estaba acordado— han partido seis compañeros (un éxito) y a quienes quedan en tierra les queda sólo la rendición (una contingencia). Sobreviene el traslado de los diecinueve, finalmente, a la Base Almirante Zar. Transcurre una cotidianidad de verdugueo por parte de los captores y solidaridad entre los cautivos. Urondo pregunta acerca de si creen que ya existía en los marinos la orden superior de fusilamiento. En este punto, los guerrilleros formulan un cuadro de situación que comprende la situación geopolítica con Chile, la actitud de Perón y la de la dictadura dispuesta a asesinar en forma impune. Aún en estas condiciones, realizan la evaluación política. Consideran cómo, para la dictadura, esta acción punitiva apunta a aislar a Perón de la guerrilla. A posteriori, reconocen que los asesinatos son “parte de una política que alcanza en Trelew su mas alto grado”. Evalúan que tal respuesta extrema de los represores, por encima de los antecedentes históricos semejantes, derivó en la solidaridad popular con la lucha armada, materializada en la consigna de la campaña electoral “Ya van a ver / cuando venguemos a los muertos de Trelew”, respecto a lo cual el entrevistador acota la ignorancia de la oligarquía “en el problema de la diferencia que hay entre extracción de clase y pertenencia de clase”.
Se detienen un instante a considerar “una de las constante de una campaña que se caracteriza no por sus discursos, sino por sus consignas”, a lo que María Antonia reconoce: “Lo tendríamos que ver con un poco más de profundidad, porque nunca lo hemos analizado así a fondo, yo creo que es la primera vez”. De las deficiencias propias, retornan a las “caracterizaciones incorrectas” del oponente. Haidar subraya la necesidad de considerar que, quienes detentan el poder, más “que valoraciones incorrectas, pasa que ellos no están en condiciones de producir otra cosa. Recurren a los elementos que tienen como clase (…); su experiencia de poder es una experiencia de fuerza, no es obvia”. Asumen que, de la misma manera en como las organizaciones revolucionarias sobrestimaban al enemigo, subestimaban al movimiento popular, porque “nosotros teníamos también desconocimiento de lo que era el movimiento y el grado de desarrollo de su conciencia”, con lo cual Urondo recalca una crucial distinción y redondea la autocrítica, relanzándola: “más que subestimación entonces sería un desconocimiento”.
Recién en este momento del diálogo los sobrevivientes desarrollan el macabro amanecer del 22 de agosto en que son ametrallados. Descripción cruel por definición, sin embargo despojada de morbo, desenvuelve la sucesión de episodios (el verdugueo, los disparos, las caídas, tiros de gracia, abandono de los heridos, llegada de enfermeros, pensamientos, actitudes de los asesinos, etc., hasta el despertar en el hospital de Bahía Blanca, la solidaridad del personal sanitario, la pantomima judicial). Paco Urondo le cede a Haidar el cierre que hace propio: “ Si algo tenemos que hacer, si para algo sobrevivimos nosotros, es para transmitir todo eso que los otros, por haber muerto, no pueden”.
Los cuatro protagonistas de La patria fusilada continuaron la militancia hasta su asesinato durante la dictadura cívico-eclesiástico-militar. Víctimas de una política exterminadora de los movimientos populares, encargadas por las clases dominantes a las Fuerzas Armadas (y a las de seguridad subalternas) como fuerza de choque y partido político. A lo largo del siglo XX, para aferrarse al poder debieron escalar de la represión al exterminio, metodología en principio disciplinadora, genocida, ante la creciente perseverancia de la lucha popular. Siempre atendiendo a la disparidad de fuerzas, sobre víctimas desarmadas y desprotegidas. Crescendo apreciable en los mojones que ensangrientan ese derrotero: la Semana Trágica de 1919, los fusilamientos de 1920 a 1922 en la Patagonia, el bombardeo aéreo a la población civil del 16 de junio de 1955, los fusilamientos de 1956 en José León Suárez, la muerte y desaparición de militantes aislados en los años ’60, Trelew, el secuestro de los ataúdes de las víctimas en la sede del Partido Justicialista en la Avenida La Plara, paroxismo de la dictadura inaugurada el 24 de marzo de 1976.
Tienta incluir Malvinas, cuando ante la rotunda ineptitud frente a una fuerza profesional equivalente, las Fuerzas Armadas reiteran lo que mejor saber hacer: flagelar a los débiles, a los indefensos, a los propios. Cabe no obstante englobar la extensión de esta pesadilla histórica hasta la fecha, cuando los uniformados no logran impedir volver sobre esa reafirmación perversa de superioridad martirizando a los más débiles y vulnerables, ante la actual dificultad de hacerlo con la población civil, ahora es sobre sus propios cuadros —un subteniente, un suboficial—: torturarlos hasta el asesinato, cubrir los crímenes demonizando a las víctimas. En muchos aspectos, poco o nada ha cambiado. Vuelve a desatarse la pregunta:¿A quién encomienda sus armas el Estado? En el barrio, a la vuelta de la esquina, el interrogante se reduce: ¿Para qué sirven? ¿Para eso? (y todos saben a qué se alude).