Lecturas sobre un solo hecho

marzo, 2022
Análisis e historias sobre la dictadura militar argentina.

Fuente: Perfil

 

hicha y su último mantel de hilo amarillo

El viernes 19 de noviembre de 1976, ya bien entrada la noche, María Isabel Chorobik de Mariani estira con delicadeza el mantel de hilo amarillo y encajes grises bordados a mano, que reserva para las ocasiones especiales. “Chicha”, como la conocen todos, lo compró en Francia dos años antes, durante su primera visita a Europa, y no tiene cómo saber que está tendiéndolo por última vez. Coloca cuatro platos; encima y a la derecha de cada uno, la servilleta haciendo juego. Espera pocos comensales para el festejo de su cumpleaños, que será un menú sin sofisticaciones, encargado en la rotisería: Chicha casi nunca cocina. (…) Afuera, a pesar de que la noche es agradable y la ciudad donde vive, La Plata, también está cumpliendo años, las calles están desiertas: no hay hurras en la plaza Moreno, y en el microcentro se respira una quietud intranquila, como en un desvelo durante el que se espera una fatalidad.

Algo que el capitán de Navío Oscar Macellari, intendente de facto municipal, ex director del Liceo Naval y directivo de los Astilleros y las Fábricas Navales del puerto, ha llamado en las páginas sociales del diario El Día “clima de austeridad”: el eufemismo con que se disfraza el miedo.

Los únicos invitados a la cena de su cumpleaños no llevan su sangre: María Luisa “Chiquita” Oviedo, su amiga íntima desde la época de la Universidad de Cuyo, la hija de Chiquita, Cristina, y el marido de la hija de Chiquita, José. Más temprano estuvieron el único hijo de Chicha, Daniel Enrique Mariani, y su nuera, Diana Esmeralda Teruggi, con su beba de tres meses y siete días: Clara Anahí Mariani Teruggi. Traía un flequillo gracioso y la habían enfundado en el trajecito y los escarpines rosas que Chicha le tejió.

El rato que pasaron en su casa es para ella un regalo muy preciado: desde que su hijo y su nuera viven en la semiclandestinidad, la visitan poco y siempre están apurados. Después de despedirse en la vereda, se subieron con su nieta a la camioneta Citroën gris y se perdieron en la noche. Cuando Chicha los ve así, sigilosos, vigilando sus espaldas constantemente, se preocupa y se enoja. Eso no es vivir, piensa: apenas es despistar.

Los padres de Chicha tampoco son parte del festejo. Juan Chorobik y Luisa García viven en City Bell, un suburbio de calles arboladas y amplios jardines abiertos, en las afueras de la ciudad. Allí, en esa casa, habrá asado de festejo el domingo al mediodía. A la hora del té estuvieron en casa de Chicha “Kewpie” y Silvia, la madre y abuela de Diana, su nuera. Chicha las convidó con un volcán de chocolate y sanguchitos de miga. Su marido, Enrique José Mariani, “Pepe”, la telefoneó por la mañana desde Matera, la pequeña ciudad del sur de Italia donde vive desde diciembre del año anterior, contratado por el municipio para dirigir la orquesta del conservatorio. Chicha y Pepe están separados, aunque no lo formalizaron ni lo harán jamás, y mantienen una relación cordial. (…)

Ese viernes 19 de noviembre de 1976, ya bien entrada la noche, a dieciocho cuadras del lugar donde Chicha estira el mantel amarillo sobre la mesa, Guillermo García Cano, o “Paco”, gira la llave en la cerradura de su departamento céntrico y hace entrar a Carolina, su hija del medio. Pasó a buscarla por lo de su ex mujer y la lleva a dormir a su casa. Carolina tiene 9 años y está todo el tiempo que puede con su papá. Lo quiere mucho, a pesar de que hace cuatro meses él vive con una mujer apodada Ester, militante como él de Montoneros, la organización guerrillera de la que forma parte. Carolina es la única de sus tres hijas que lo visita de vez en cuando. (…)

La mañana del sábado 20 de noviembre de 1976, Paco se levanta temprano. Al mediodía tiene una cita “de control” con un oficial montonero: van a cruzarse en un lugar y una hora pactados, sin dirigirse la mirada, solo para asegurarse de que no han sido secuestrados. Estas citas son cada vez más necesarias: cada secuestro provoca una “caída” en cadena. Aún faltan diez días para que termine noviembre y ya es un mes calamitoso para la organización: el diario La Opinión habla de “101 sediciosos muertos”.

Después de darle el desayuno a Carolina, se suben a la camioneta F-100 beige pintada con una franja roja en la carrocería. Como el medidor de combustible está roto, paran a cargar nafta frente a una plaza. Cuando arrancan, Paco repite una broma que suele hacerle a su hija: suelta el volante para que ella grite, o simule gritar. Si algo le preocupa esa mañana, Paco lo disimula muy bien. En algunas ocasiones deja que Carolina lo acompañe a sus citas, pero esta vez tiene una corazonada o alguna información y recurre a una familia conocida para dejarla. Después de dar unas vueltas ociosas para despistar posibles perseguidores, enfila hacia el sur de la ciudad por la avenida 66. Estaciona frente a un chalet donde vive una ex compañera de colegio de Carolina. No se ven desde aproximadamente un año, cuando Paco y su ex mujer, Susana Habiaga, decidieron por enésima vez cambiar a sus hijas de colegio. En el poco tiempo que compartieron, las nenas se hicieron muy amigas, y sus padres también.

—Me voy con unos amigos a comer un asado –le dice Paco a Carolina en la vereda–. A las siete te paso a buscar.

Ella pregunta si pueden llevarse a su amiga a dormir a la casa. Paco contesta que sí. Le da un beso en la mejilla con la sospecha de que puede ser el último. A Daina, la mamá de la amiga, le dice la verdad.

—Me están siguiendo. Necesito un lugar seguro para Carola. Daina asiente sin pedir explicaciones. No milita, pero entiende que saber menos es mejor. (…) Las siete. Siete y cuarto. Siete y media. Paco no llega. Siempre es tan puntual que Carolina sospecha que algo pasó.

☛ Título: La casa de la calle 30

☛ Autor: Laureano Barrera

☛ Editorial: Tusquets
 

Demonizando a unos y a otros sectores

Es difícil situar cuándo comienzan a utilizarse las lógicas que luego serían bautizadas como “teoría de los dos demonios”, pero ya en los tempranos 70 había quienes planteaban los fundamentos de la idea, en la referencia abstracta a “la violencia” como una figura que tendía a homologar las diversas acciones de la insurgencia armada, las tomas de fábricas, las movilizaciones masivas o las “luchas de calles” con los secuestros y asesinatos realizados por organizaciones paraestatales o los fusilamientos e incipientes desapariciones cometidas por las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad.

Pero sea como sea su genealogía, el eje del planteo es la construcción de un observador “neutral”. El argumento principal de la teoría de los dos demonios no está en los “demonios”. Tampoco en su equiparación. El elemento más importante está en la posición de quien señala, enuncia y denuncia a los dos demonios: una sociedad ajena a ellos, que se percibe y se construye como víctima. Esto vuelve más o menos inútiles o extemporáneas algunas de las críticas, que postulan que no existió una equiparación en la versión original de los dos demonios o que se destaca más a uno o al otro. El procedimiento político fundamental es este escamoteo del conflicto a partir de construir una “neutralidad” social: la de la “gente común” victimizada por los “demonios”.

Es precisamente esta necesidad de “exculpación colectiva” la que otorgó su alto nivel de aceptación a la teoría de los dos demonios y la que sigue primando en muchos sectores de la sociedad, aun cuando necesiten aclarar que “no están adhiriendo” a dicha teoría, al tiempo que sostienen sus líneas principales, muy en particular la ajenización de la sociedad con respecto al conflicto social y la homologación de “los violentos”.

Lo que resultaba una reacción natural de muchos argentinos, primero aterrados por la represión estatal y luego conmocionados por las revelaciones sobre lo ocurrido en los campos de concentración, fue capturado como parte del sentido común por los discursos del candidato presidencial Raúl Alfonsín (luego electo como primer presidente posdictatorial). En la misma línea, el escritor Ernesto Sabato, electo para presidir la Comisión de Notables encargada de la investigación sobre el período (la Conadep, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), podía representar en sus declaraciones a sectores importantes de la población porque había seguido su propio derrotero: primero cierta simpatía lejana por los reclamos populares, luego el alineamiento con el orden militar, por último, el asco, la condena y la “sorpresa” ante el conocimiento de las dimensiones del proceso represivo.

Ponerse “por afuera” del conflicto político de toda la década permitía ubicarse como “gente común” y quedar de este modo exculpados simultáneamente de la simpatía que pudieran haber sentido por muchas de las acciones y reclamos de las fuerzas contestatarias en los años 60 como del silencio, complicidad pasiva e incluso de ciertos niveles de participación en la propaganda del régimen dictatorial una década después. Demonizando a unos y a otros, muchos sectores de la población se podían ubicar en el cómodo rol de víctimas de “la violencia” y hasta condenarla con un dejo de “imparcialidad” por haberse sentido “engañados” por un régimen militar que había utilizado la clandestinidad para ejercer la represión.

La frase con la que abre el prólogo del informe Nunca más se transformó en la mejor síntesis de lo que luego se denominaría teoría de los dos demonios: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. Poner al terror en “los extremos” implicaba ajenizar al conjunto de la sociedad, conjurar los demonios que asomaban al haberse sabido parte (aunque fuera marginal, meros simpatizantes) no solo de una de las fuerzas, sino en algunos casos de ambas. Sectores que, desde 1955 en adelante, apoyaron primero la lucha de distintas organizaciones peronistas o de izquierda contra las dictaduras y los ajustes económicos que implementaban y, pocos años después, con la misma tibieza, apoyaron la represión a dichos movimientos de protesta, a los que ya veían como exageradamente radicalizados, en particular a partir del comienzo de acciones armadas de mayor envergadura como tomas de cuarteles o ajusticiamiento de miembros de las fuerzas armadas y de seguridad.

Sigue el prólogo planteando que “a los delirios de los terroristas, las fuerzas armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido”. Esta es la frase que equipara responsabilidades, no desde una igualación tonta, sino a través de una concatenación causal: los “terroristas” son responsables de la violencia por haberla iniciado y desencadenado con ello la respuesta de las fuerzas armadas (que, en tanto respuesta, sería menos grave que la responsabilidad por iniciar el conflicto). Pero que resultó “infinitamente peor” porque “contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto”. (…)

Es interesante señalar que la documentación existente sobre el período no ratifica esta concatenación causal, por mucho que haya sido aceptada por vastos sectores de la población e incluso en la mayoría de los trabajos académicos y periodísticos sobre la época. La decisión de establecer un sistema de campos de concentración en la Argentina y de desatar un aniquilamiento de porciones significativas de la población no tenía como principal objetivo ni como detonante “derrotar a la guerrilla”, sino que fue decidido con anterioridad a la existencia de organizaciones armadas insurgentes. En los propios documentos y planes de acción de las fuerzas armadas argentinas, sus objetivos eran mucho más vastos y su “blanco” (en términos militares) era el conjunto de la población, con el propósito de transformar sus valores ético-morales y restablecer aquello que identificaban como la “occidentalidad cristiana”.

☛ Título: Los dos demonios (recargados)

☛ Autor: Daniel Feierstein

☛ Editorial: Marea

 

El ladrón en un pabellón de detenidos políticos

Fofó era un preso sin adjetivos. Ni gran estafador, ni mucho menos asesino. Apenas un ladrón de poca monta, extraviado en un pabellón de detenidos políticos. La policía ya lo había arrestado dos veces, pero en ambos casos fue liberado a los pocos días, a cambio de una retribución razonable. En la tercera ocasión, sin embargo, cayó mientras estaba en pleno trabajo, acompañado de un punguista vagamente cercano a un grupo de extrema izquierda. Los detuvieron; del amigo no se supo más nada y él fue a parar a nuestro pabellón.

Era un joven alto y de buena figura; sociable, se mostró enseguida muy bien dispuesto hacia nosotros, los “políticos”. Lograba hacernos reír hasta las lágrimas contando sus aventuras delictivas, no siempre inventadas, pero sí enriquecidas con anécdotas y detalles truculentos.

Yo busqué su amistad. Era afecto a la lectura; le presté libros y revistas. Conversábamos mucho, en particular sobre psicología, tema que le interesaba. Cuidadosamente me abstuve de hablarle de política.

Durante un mes y medio ocupamos la misma celda. Allí, de manera aplicada, hicimos una lectura compartida de Psicopatología de la vida cotidiana, libro que alguien logró introducir en el pabellón. Sus comentarios solían ser a la vez jocosos e inteligentes.

Pero, luego del masivo traslado a La Plata, no volví a verlo ni a tener noticia de él. Lamenté el hecho con algo de egoísmo: al fin y al cabo, no era imposible que lo hubieran puesto en libertad. No era, como la mayoría de nosotros, un preso PEN, esto es, un detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Tenía una causa judicial que bien podía haber sido resuelta a su favor o con una pena reducida… Con la esperanza de que ese fuera su caso, fui olvidando a Fofó.

Habrían pasado unos tres meses cuando, en un recreo, oí decir que Fofó seguía preso. Y, además, que colaboraba con los jefes de la cárcel y “marcaba” a compañeros. Más exactamente, daba información útil a la tarea de distribuir a los presos en pabellones diferentes, según su militancia política. Por eso, se decía, había sido condenado a muerte por el PRT y los Montoneros. Una tarde medio nublada se apareció en nuestro patio de recreo. Muchos lo conocían de Devoto pero nadie se acercaba a él. Estaba serio, esquivo y silencioso.

Despojado del bigote que lucía en Devoto, parecía más joven y menos seguro de sí mismo.

Yo lo encaré sin vacilar y le reproché indignado su conducta. Fofó, sin alterarse, interrumpió mi diatriba y dijo:

–Te voy a contar todo, sin dobleces ni mentiras, porque creo que sos capaz de entender mi punto de vista. Y eso aunque no lo compartas.

“Por cosas que no vale la pena explicarte, fui a parar al pabellón de políticos en Devoto; ahí te conocí. No soy especialista en política, pero tampoco analfabeto. Hoy en día, hay que saber algo de eso para trabajar sobre seguro. Los compañeros politizados de Devoto me respetaron y también yo los respeté.

“Presencié cosas más bien simpáticas (camaradería ‘profesional’, generosidad), pero también algunas actitudes que me dejaron pensativo. ¿Te acordás cuando, hacia abril del año pasado, una vez que estábamos en el patio de recreo, entró ese pibe, Esteban creo, y gritó entusiasmado que un comando acababa de liquidar a un empresario, Silvetti, o algo así?

Todos aplaudieron y festejaron con entusiasmo la hazaña. Yo los miré estupefacto y no dije nada. Pero de ahí en adelante tomé distancias con esos compañeros tan amistosos y tan asesinos. Lo hice callado, sin bochinche, pero lo hice.

”Cuando llegó el traslado, me ubicaron sorpresivamente en el pabellón 2, justo el del ERP. Cuando me enteré, la cosa no me gustó nada. Pero pensé que era algo provisorio, un error, qué sé yo.

”Una semana más tarde me llevaron a una oficina donde estaban reunidos unos cuantos yugas y también algunos oficiales. Como al principio ninguno de ellos hablaba, aunque todos sonreían, me animé a preguntar por qué me habían ubicado en ese pabellón. Uno de ellos, con voluntaria voz de canchero, pero sin gritar, me contestó: ‘Mejor pregunte qué va a hacer por orden nuestra y qué le pasará si se le ocurre negarse’. Dije que no entendía. Entonces me explicó: ‘Si yo quería’, podía ayudarlos a distribuir a los internos en los pabellones. Yo alegué que conocía a pocos. ‘Los que conozcas’, me respondió otro. ‘Sabemos que vos no sos una perla, pero tampoco un subversivo. Si querés, por ahí sacás alguna ventaja. Claro que si no querés, tendremos que alojarte una temporadita en los chiqueros, ponele unos tres meses. Para cuidarte, ojo. Y encima, también para protegerte, te obsequiaremos con unas cuantas piñas. Vos sabés cómo son estas cosas: si no salís un poco roto de los chanchos, los jefes sospechan que hay fulería. Y a veces, para qué mentirte, a los muchachos se les va la mano’.

“Tendrás claro que esas promesas son las únicas que cumplen. Me esforcé por no embarrar a nadie. Pero, te juro, no estaba orgulloso de lo que hacía, sobre todo porque la ‘ayuda’ implicaría probablemente para mí una ventaja sospechosa que yo no había pedido ni negociado; quizás una reducción de mi pena. Y yo sentía que esos favores en cierto modo me acusaban.

“De todos modos –te hablo con toda sinceridad– tampoco estoy arrepentido de lo que hice. Y después de oírte, menos. Yo fui siempre un chorro común, nunca maté, ni siquiera maltraté a nadie. Y cuando salga voy a seguir en esa, quizás porque es lo único que sé hacer, o quizás porque sé también que si se me ocurriera cambiar de oficio nadie me creería.

“Y tengo claro otra cosa, la más importante en este caso: sé que algún día la yuta me va a cagar a tiros y reventaré sin remedio. No le des vueltas: es mi destino.

”Entonces, compadre, ¿qué puede importarme si los que me hagan boleta sean los asesinos de la policía o los del PRT?”.

☛ Título: Ser preso político en los años setenta

☛ Autor: Emilio De Ipola

☛ Editorial: SXXI editores

 

Cómo fue posible la violencia extrema

Pero otros acontecimientos irrumpieron en aquellos meses de 1980. El informe de la visita de la Comisión de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA, en 1979, había sido mantenido en silencio. Sin embargo, no sucedió lo mismo con un reporte del Departamento de Estado de Estados Unidos que revisaba la situación de derechos humanos en la Argentina, y que fue ampliamente difundido por los medios de comunicación en nuestro país. El informe era durísimo y los extractos textales publicados en la prensa porteña no tenían matices:

Las fuerzas de seguridad se lanzaron a una contracampaña general de violencia dirigida a los terroristas así como también a elementos de la sociedad que ellas consideraron subversivos; muchos terroristas conocidos o sospechosos de serlo, así como muchas personas sin antecedentes subversivos desaparecieron.

(…)

Hay pruebas sustanciales de que la mayoría de estas personas fueron secuestradas por las fuerzas de seguridad e interrogadas bajo tortura, como la mayoría no ha reaparecido, muchos observadores creen que fueron ejecutados sumariamente. Ha habido informes, difíciles de verificar, de que algunas personas de las desaparecidas fueron vistas con vida en centros de detención… (Clarín, 6 de febrero de 1980.)

El informe estadounidense agregaba, además, detalles sobre la tortura y ejecuciones sumarias como prácticas habituales y un largo listado de las arbitrariedades y abusos cometidos por el régimen argentino. Todo ello fue publicado por la prensa en febrero de 1980, cuando todavía quedaban cuatro años de dictadura. Era la primera vez que se daba a difusión pública un documento internacional de este tipo, y lo hizo el propio gobierno militar. El tema casi no generó comentarios ni reacciones. (…)

Este dato sintetiza uno de los grandes dilemas para entender nuestra historia reciente y las relaciones entre un régimen autoritario y una sociedad: ¿existía información sobre la represión y sus características? ¿había posibilidades de conocimiento, recepción o interpretación de los datos disponibles? Aún si exceptuáramos todos los indicios que la prensa y el propio régimen fueron sugiriendo y mostrando durante los años previos a 1980, aun si supusiéramos que la comprensión de esos datos estuvo mediada por muchos elementos que impedían su decodificación (por ejemplo, la convicción de que los “aniquilados” eran subversivos y, por lo tanto, eliminables), aun así, el informe del Departamento de Estado estadounidense debería haber significado un acontecimiento público de otro orden, una noticia con enorme repercusión. Porque ofrecía información sistematizada, porque fue publicada en la prensa nacional de mayor circulación y porque provenía del gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, no parece haber sido disruptivo; la propia dictadura lo publicó pensando que no era nocivo para su imagen.

Por eso mismo, tal vez, la pregunta en términos de conocimiento o desconocimiento social no sea la más adecuada para entender cómo fue posible la violencia extrema del terrorismo de Estado en el seno de nuestra sociedad. El artista León Ferrari lo dejó en evidencia con su intervención “Nosotros no sabíamos” en la que recopiló decenas de recortes periodísticos sobre hechos represivos publicados en 1976. La socióloga Pilar Calveiro ha insistido en la idea de “una sociedad que elige no ver”; el psicoanalista Juan Carlos Kusnetzoff ha hablado de la “muerte de la percepción”, como si los desaparecidos no hubieran existido; los investigadores Marcos Novaro y Vicente Palermo han hablado de “anestesiamiento moral”.

Algo es evidente y es que la información sobre los desaparecidos y las marcas de la represión, las menciones explícitas de torturas y centros clandestinos de aquella época, estaban ahí. El problema es que no pueden ser evaluadas a partir de nuestro régimen de verdad actual sobre lo que fue el terrorismo de estado. La disponibilidad limitada, pero real y efectiva, de información circulante en aquel entonces no logró perforar la construcción de un efecto de verdad propio de aquella época, basado en años de acumulación de discursos sobre la peligrosidad del “enemigo subversivo” y la supuesta guerra que había generado. Tampoco alteró la convicción sobre la necesidad de responder a esa guerra y de la represión a cualquier precio. En el mejor de los casos, tampoco logró horadar la indiferencia que esas construcciones previas habían terminado por sedimentar. O, tal vez, tampoco logró perforar la naturalización previa de la violencia estatal que llevaba, con altibajos, muchas décadas de experiencia social concreta. (…)

Si la verdad es una construcción del poder y resultado del discurso que la constituye como tal, si hay narraciones que son reconocidas como verdaderas o como falsas en cada momento histórico, entonces las denuncias de estos años por muy brutales que fueran no lograron horadar la naturalización de la represión. Tampoco lograron horadar las narraciones de la “lucha antisubversiva” presentadas como verdaderas por múltiples voces desde 1975. Por ende, hasta el final del régimen la información disponible y las denuncias humanitarias no lograron ser percibidas bajo un estatuto que no fuera el de la sospecha, cuando no la falsedad, o peor aún, la lisa y llana convicción de que podían ser ciertas pero la vida de esos sujetos no tenía valor. “Desaparecieron subversivos, no personas”, diría Camps en 1983. Todo ello da cuenta de la pregnancia de aquella narración sobre la “lucha antisubversiva” y del complejo entramado entre indiferencia y convicción que logró asentar socialmente por muchos años, incluso mucho después de terminada la dictadura.”

☛ Título: El final del silencio

☛ Autora: Marina Franco

☛ Editorial: FCE

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