En un mundo que pide -y recompensa- a quienes expresan ideas extremas, quizá el principal problema con el libro ¿Deberíamos comer carne?, del checo Václav Smil (1943), sea que no da una respuesta tajante ni a favor ni en contra a la pregunta que se hace (también en su título original en inglés: Smil vive en Canadá, donde halló su lugar como profesor universitario luego de exiliarse en 1968, en la Primavera de Praga). Lo que pretende en sus documentadas páginas es analizar cada aspecto de un consumo que incluso nos define como especie, a tal punto que para algunos investigadores nuestro cerebro excesivamente grande podría ser consecuencia de usar como comida los músculos de otros mamíferos y aves.
Pero en ese híbrido dice: sí, comamos, un poquito, con prudencia porque destroza el ambiente, con precaución porque el consumo excesivo puede estar vinculado con enfermedades y se correlaciona con una menor expectativa de vida. Y atención, se debería sacrificar a los animales con menor sufrimiento para ellos («lo menos que debería hacer cualquier sociedad carnívora»).
La falta de identificación con una causa y una militancia -sea veganismo, vegetarianismo o incluso el carnivorismo; de todos estos conceptos hay libros exitosos- conspira a la hora de leer el libro, así como cierto efecto del estilo «vaclavista» que llena páginas con datos desmenuzados a los que les da prioridad por sobre la construcción de un relato estéticamente hilado.
Datos de investigaciones citadas: cuando se compara el consumo de carne en la infancia, la ingesta de carne se asocia con calificaciones más altas de memoria inmediata y diferida, en un estudio con más de 20.000 chinos durante más de 50 años; también la carne es clave para la función cognitiva y motora en niños, «hallazgo de gran importancia, dado que el 60% de la gente del mundo con demencia ahora vive en países en desarrollo, donde las ingestas de carne son muy bajas muchas veces», escribe.
Por otro lado, también destaca el vínculo entre el consumo de carne grasa y la incidencia elevada de mortalidad por enfermedades cardiovasculares. La diferencia entonces es que la carne es buena en su medida, con poco grasa, y preferentemente durante los años de crecimiento (claro que todos son resultados poblacionales, con la posibilidad de que se pueda afinar la mira en relación con otros parámetros como los genéticos o los cuidados parentales de la dieta y la salud en niños cuando se decide eliminar la carne, por la razón que fuere).
Y acerca del ambiente: las prácticas ganaderas y agrícolas «se perfilan», dice, como la causa más grande del cambio en el uso de la tierra y en el recubrimiento global terrestre, y es una de las «grandes consumidores de combustibles fósiles y electricidad primaria, una de las mayores fuentes de contaminación acuática y atmosférica, así como creciente emisor de gases de efecto invernadero», afirma. Lo que se ve en la brutal deforestación sudamericana, no solo en el Amazonas sino también en la Argentina.
Smil también señala que «el agua conta minada por los desechos del ganado pue de representar un problema serio incluso en operaciones pequeñas y el manejo de desechos y la prevención de emisión de nitrato y fosfato a gran escala constituyen un reto para todas las operaciones concentradas de alimentación de la ganadería».
Esta certeza estuvo en la base del rechazo a las mega-granjas porcinas que se plantearon como posibilidad de inversión en la Argentina y cuya promesa se deshilvanó. Esos son, apenas, algunos de los temas de ¿Deberíamos comer carne? entre cuentas acerca de cuánto terreno y cuánta agua hacen falta para generar los productos vegetales que alimentaran al ganado que alimentará a su vez a los 8.000 millones de humanos… y contando.
¿Por qué Smil entonces no toma partido y no termina de responder la pregunta del titulo? Quizá sea porque, aunque objeta los excesos de la producción moderna, intensiva y de gran escala, que se debería prohibir o modificar sustancialmente, no son argumentos que lo convenzan para eliminar el consumo de carne. Son «negligencias por una búsqueda miope de la maximización de la producción»; pide ser más «racional».
O quizá, en definitiva, ese tan racional balance tenga que ver con las opiniones del autor -vertidas en una entrevista al diario El País, de Madrid- acerca de las redes sociales, justamente las que piden que las definiciones sean tajantes y se borren los grises que suelen adorar los profesores universitarios: «No me interesan las estúpidas redes sociales».
De todos modos, Smil es sobre todo un experto en la historia de la energía, respecto de la cual ha escrito libros considerados clave. Y también se ha ganado la bronca del movimiento ambiental, ya que afirmó que no será posible descender a cero el uso de combustibles fósiles -imprescindible para las próximas décadas, si no queremos más desastres climáticos, o al menos que se reduzcan- debido a que en veinte años del siglo XXI se pasó del 86% al 83% de la generación energética a través de esa vía; saltar a cero le parece más que utópico.
Como un abrazo singular, Smil viene marcado por el elogio de una celebridad controvertida: Bill Gates. El ex CEO de Microsoft dijo el año pasado que Smil era su autor favorito vivo y los editores no dejan de destacarlo como argumento de venta.
Dado que no habrá descarbonización a la velocidad necesaria, entonces, la apelación in extremis a una tecnología salvadora podría ser la opción. Algo a lo que Gates y otras personas de negocios dan por hecho; o, al menos, invierten como si en efecto fuera la única solución, esa Arca de Noé que puede salvar a unos pocos del desastre climático.
Fuente: Revista Ñ
Por Martín De Ambrosio