A falta de una organización de la obra agrupando los capítulos en tipos de curanderos, en épocas o en estilos de curanderismo, Armus optó por hacer desfilar a sus autores poniendo énfasis en la figura de cada curador alternativo, su contexto social, el tiempo en que se desempeñó y las consecuencias – en algunos casos nefastas – que experimentaron recibiendo la condena del colectivo médico y la sanción de las autoridades. Por ejemplo, en el primer capítulo, el historiador José Ignacio Allevi presenta el caso de Juan Pablo Quinteros, un médium de la provincia de Santa Fe que fuera acusado por ejercicio médico sin título habilitante. Quinteros se encontraba encuadrado en la práctica del así llamado mesmerismo médico (también conocido como magnetismo animal) emitiendo “fluidos mediante pases de sus manos”, una práctica común entre los médiums de fines de siglo XIX, que aplicaban este método para validar sus prácticas en el contexto de un positivismo científico. Es difícil saber que podía ser peor: practicar magnetismo o espiritismo, en todo caso sus prácticas estaban lejos de todo ánimo de lucro porque para los espiritistas, el magnetismo era un misión de caridad. En los expedientes judiciales, Allevi encuentra que en 1887, el representante legal de Quinteros alega que su defendido había sido “injustamente perseguido, multado y hasta encarcelado por orden del Consejo de Higiene.” Su carácter nocivo, si lo era, ajustaba su pertenencia a ese bajo milieu social, donde la desesperación se aprovechaba del analfabetismo y la ignorancia popular.
En el segundo capítulo, la historiadora María Silvia Di Liscia de La Pampa, presenta el caso de dos curanderas llamadas Teresita y Ana, una de fines del siglo XIX y otra moderna, respectivamente. En su análisis, examina el tratamiento del “empacho”, una patología estomacal para la cual las maniobras de Teresita y otras comadres (o parteras), que practicaban lo que la medicina “oficial” era incapaz de erradicar. Definida como una enfermedad popular, el empacho era motivo de preocupación para los médicos y aterradora para los padres que veían morir a sus bebés. Sin embargo, frente a estos problemas asociados a la nutrición, las curanderas intervenían mediante masajes, oraciones y diversos rituales funcionando como “pediatras”, dando consejos de alimentación, lactancia y cuidados de higiene, en un contexto a menudo teñido de prácticas religiosas. Di Liscia destaca que aunque las manipulaciones de las curanderas eran eficaces en ocasiones, ese contexto religioso sumado a la trastienda curanderil, las interacciones entre los consultantes y la paciencia detrás de largas filas de dolientes ansiosos, formaban un cultivo óptimo para coronar el éxito de la curandera frente a la actitud sumisa de las madres que la curandera misma reprendía cual “instructora maternal”, sobretodo entre las primerizas y más jóvenes e inexpertas. En el tercer capítulo, el psicólogo Mauro Vallejo historiza al hipnotismo porteño ejemplificando el caso Alberto Díaz de la Quintana, un médico español que habilita su propio consultorio pero que en 1891 recibe la sanción del Departamento Nacional de Higiene por no prestarse a revalidar su título. Vallejo analiza el caso en defensa del médico español en la prensa donde encuentra las disputas de la prescripción de la salud, las competencias de los médicos locales (no sin cierto dejo de envidia y luchas de poder) en torno a la salud y a sus prestadores en el ámbito público a causa del carácter provisorio de las instituciones sanitarias y los alcances de sus funciones en el ámbito público y sanitario.
Los próximos tres capítulos rescatan a médicos, como Asuero y Pueyo, y a curanderos. Por ejemplo, en el capítulo cuatro, la médica e historiadora jujeña Mirta Fleitas presenta el caso del “manosanta” español Vicente Díaz en Jujuy, quien en 1929 fue objeto de represión y censura por parte de las autoridades higienistas, que procuraban eliminar sus actuaciones en una mezcla de espiritismo y devoción religiosa que enfervorizó a la ciudad de San Salvador. Sus habitantes clamaban en defensa de la restitución del curandero injustamente apresado y objeto de una fuerte repercusión en los medios locales. Las historiadoras María Dolores Rivero y Paula Sedrán abordan el caso del médico español Fernando Asuero (1887-1942), que exhibía las virtudes de un novedoso tratamiento a pacientes aquejados por procesos neurológicos disfuncionales, por ejemplo, incapacidad para caminar, hemiplejias y tabes dorsal mediante un método no convencional basado en un reflector, un espéculo, y un estilete caliente aplicado sobre la mitad derecha o izquierda de las fosas nasales, sin anestesia ni acuso de dolor. Asuero ordenaba moverse a los paralíticos, hablar a los mudos y movilizar las extremidades dolorosas mediante un método que era calificado como “milagroso”, cual acupuntor que detecta misteriosos puntos neurálgicos, con cierta dosis de persuasión, sugestión y carisma. Esto causó estupor entre los médicos argentinos que ingresaron en la controversia por la legitimidad de tales métodos en comparación con los clásicos basados en criterios científicos. Ambas autoras reflejan estas controversias en el ámbito médico de los años treinta, en consonancia con el poder político y científico en términos de aceptación o rechazo. Otro médico español sumido en una controversia semejante fue Jesús Pueyo, apodado “el Pasteur argentino”, quien en los años cuarenta presumía haber creado una vacuna contra la tuberculosis. Diego Armus describe en este capítulo que Pueyo se negó a revelar los componentes de sus vacunas, objeto de críticas por parte de otros facultativos bajo la jurisdicción del Departamento Nacional de Higiene, quienes lo persiguieron ferozmente por ejercicio ilegal de la medicina. Armus sostiene que médicos y curanderos a menudo hacían alianzas o disputaban su estatus social, dependiendo la demanda, las definiciones y competencias de unos y otros y los métodos e ideas que podían explicar sus presuntos éxitos.
Otros autores exploran el cine, el carisma y la popularidad, sin distinción de diplomas. Por ejemplo, el historiador y experto en esoterismo occidental Juan Bubello examina en el capitulo siete, la ridiculización de los curanderos en el cine argentino de mediados del siglo XX, como el caso de películas como “El Hermano José” (1941) y “El Curandero” (1955), que no sólo visibilizó al curandero sino que también justificaba las motivaciones para evitarlos a causa de sus hilarantes interpretaciones. Ambos directores mezclaron ingenuidad, escenas desopilantes, engaños y soluciones torpes a problemas de lo más diversos por los cuales las personas consultaban, incluyendo complicidades policiales y que anticiparon en buena medida las interpretaciones del actor Alberto Olmedo en la década de los ochenta, quien personificó el rol de un curandero pícaro como recurso para combatir el desempleo en lugar de servir a las necesidades del prójimo. Sin embargo, un médico cariñoso y carismático también puede sustituir el rol de cualquier curandero y su popularidad rápidamente expandirse entre aquellos que buscan una caricia en lugar de un tratamiento médico, tal como lo revela la socióloga Daniela Edelvis, quien presenta el caso de Gwendolyn Shepher, una médica pediatra anglodescendiente que resultó en esperanza para padres, niños y niñas en tiempos del terrible flagelo de la poliomielitis. Su desempeño en este rol, al margen de los tratamiento legitimados por la medicina, resultó una figura pionera en la humanización de la medicina argentina, la inclusión de la predicación cristiana entre los enfermeros (ella provenía de una familia metodista) que aportó valientemente a la construcción de políticas sociales y sanitarias, principalmente durante el primer gobierno peronista.
Los siguientes capítulos ponen énfasis en casos más tardíos del siglo XX, como Jaime Press y la Nueva Era. Adrián Carbonetti y María Laura Rodríguez, ambos expertos en ciencias sociales y políticas, suman su análisis al célebre curandero cordobés Jaime Press (1927-2001) de los años sesenta después de una epifánica experiencia en el monte. Press alcanzó una gran repercusión mediática y encendió el debate médico en torno a sus intervenciones. En lugar de curandero, se autodenominó “armonizador” con cuyo eufemismo buscaba evitar sanciones legales, adoptando de este modo un título menos controvertido ligado a la naciente Nueva Era acuariana. Así como tantos casos similares, Press fue encarcelado pero liberado gracias a la presión popular que clamaba su libertad, y métodos estaban basados en oraciones, imposición de manos, oraciones y consuelo al doliente psíquico y espiritual. En el capítulo nueve, el antropólogo Nicolás Viotti presenta el caso de las comunidades terapéuticas nuevaerísticasen el contexto de las corrientes contraculturales, las terapias alternativas, la incepción de la cultura hindú, como el Yoga y la meditación así como una prensa especializada en estas actividades, desde las revistas Eco Contemporáneo hasta Uno Mismo, que representaron la transformación de un curanderismo heterodoxo en dirección a un consumo esotérico ligado a prácticas urbanas de espiritualidad que abrazaron la contracultura sesentista, por ejemplo, entre otras, la emergencia del psicoanálisis.
Los últimos tres capítulos también abordan las medicinas alternativas, los curas sanadores y la “brujería verde”. Por ejemplo, la socióloga Mariana Bordes analiza la incorporación de dos terapeutas alternativas que practican sus métodos en hospitales públicos de Buenos Aires, como la reflexología – un estilo de acupuntura podal que asume que el mapa del pie guarda correspondencia con zonas específicas del cuerpo – y el reiki – una técnica de imposición de manos de origen japonés caracterizado por una diversidad de variantes – bajo el estilo de un voluntariado terapéutico útil para pacientes bajo control médico convencional; otra socióloga, Betina Freidin, pone el foco en la homeopatía, y la antropóloga Ana Lucía Olmos Álvarez examina el caso de los así llamados “curas sanadores”, en particular el Padre Ignacio Peries, un sacerdote de origen ceilanés que se radicó en la ciudad de Rosario y generó un gran movimiento ecuménico en su entorno bajo la práctica de “bendiciones de sanidad”, esto es, la imposición de las manos sobre los miembros de su comunidad, muchos de quienes revelan que el sacerdote los revitaliza o sana física y espiritualmente. Numerosos testimonios revelan que tales curaciones ocurren con nula o pobre explicación médica, lo cual desvía las artes de curar al contexto religioso – muy por fuera del curanderismo, que en el pasado había sido combatido por éste. En tal contexto, las cadenas de oración y la búsqueda de milagros, constituyen una alianza que impulsa a los miembros de su comunidad (católica) a dar sentido a su fe religiosa mediante la protección que proporciona uno de sus representantes. En el último capítulo, la historiadora Karina Felitti pone énfasis en la así llamada “brujería verde”, el feminismo empoderado en prácticas mágicas conducido por mayoritariamente por mujeres (en contraste con varones), empleando hierbas u otros productos con propiedades curativas, la sexualidad, el culto a la madre tierra o “Gaia”, danzas rituales y prácticas de tarot MadrePaz, experiencias tántricas, canto o ritual del útero y la reivindicación de la condición femenina que exalta a la brujería otrora perseguida por jueces medievales, rescatando el rol de género en el arte de curar. Sin duda, la obra como un todo es una colección variopinta de personajes del pasado y el presente contemporáneo, que permite comprender el complejo tejido de los curanderos, sus pacientes y el contexto histórico y social donde se desempeñan.