“¿Cuántas palabras se necesitan para describir un rostro? ¿Se puede describir un rostro?» Eso se preguntaba Harun Farocki en su película Imágenes del mundo y epitafios de guerra, de 1988, mientras exhibía una serie de fotografías tomadas compulsivamente a mujeres argelinas, desveladas por primera vez para la cámara, protegiéndolas de nuestra mirada con su mano. Proponía allí una reflexión extraordinaria sobre las funciones de las imágenes en relación con el conocimiento, el poder y el miedo.
Mucho antes de la invención de la fotografía, el retrato tuvo esa función de identificación y control. Por un lado, vinculado con las dinastías reales: las familias nobles, los reyes y los emperadores se retrataron desde pequeños. Sus facciones debían garantizar su pertenencia a un derecho de sangre. La famosa quijada de la dinastía de los Habsburgo es un buen ejemplo de ello. Fueron también un importante instrumento de clasificación y discriminación racial, justificación de las ideas de superioridad de unos seres humanos sobre otros. Más tarde, los retratos adquirieron renovado interés en el marco del pensamiento científico: fueron resignificados en los desarrollos modernos de la fisionomía y tuvieron amplia popularidad en Francia e Inglaterra desde comienzos del siglo XIX gracias a la difusión de los escritos de Johann Caspar Lavater. Francisco de Miranda, como veremos, fue objeto de la curiosidad y admiración de aquel filósofo erudito, quien lo conoció y encargó su retrato en Viena a fines del siglo XVIII. La idea de que era posible leer el alma y la psique de un individuo en la apariencia del rostro había tomado nuevas inflexiones pseudocientíficas en la frenología de Franz Joseph Gall, y unas décadas después estas derivarían en la teoría de los caracteres atávicos y la criminología de Cesare Lombroso.
Además de instrumentos de identificación y control, la función más evidente de los retratos fue y sigue siendo la afectiva, no solo en el ámbito individual o familiar (el espejo de Narciso, la reminiscencia de quienes ya no están), sino también en una dimensión pública. Son un elemento fundamental en las campañas políticas, en el sostenimiento de líderes revolucionarios y de regímenes autoritarios, del culto a los héroes en la enseñanza escolar y en la formación de nuevos ciudadanos. Circulan como lugar visible de ideas y consensos políticos; también como soporte de manifestaciones de odio y de castigo simbólico e iconoclasia. No hay héroe sin retrato, podríamos afirmar apropiándonos de la notable reflexión de Louis Marin sobre las relaciones entre representación y poder en Le portrait du Roi, aun cuando esas relaciones que el autor analiza en el retrato monárquico sean de muy diferente carácter a partir de la construcción de la figura del héroe republicano.
Los textos reunidos en este libro proponen una reflexión acerca del valor del retrato como soporte de memoria afectiva (en sentido positivo tanto como negativo) y de idealización o deformación caricaturesca de ciertas figuras de trascendencia pública en varias naciones latinoamericanas a lo largo del tiempo. Propongo someter a discusión y examen cuidadoso el lugar de algunos retratos como personificaciones de ideas políticas y como soportes de sentimientos de pertenencia a comunidades imaginadas.
En nuestra cultura, hay una sostenida identificación del retrato con las ideas y acciones del retratado, arraigada en las formas de vincularse con esos artefactos: parecen los documentos más precisos, exactos en sus detalles e imprescindibles para conocer a un personaje. Y sin embargo suelen ser ambiguos, manipulables y tramposos; lo han sido siempre, pero lo son cada vez más. La tecnología digital ha producido una liviandad y unas posibilidades inéditas de manipulación y circulación instantánea de las imágenes, cuya deriva y destino aún desconocemos. En las nuevas generaciones, parece prevalecer el espejo de Narciso: la propia imagen manipulada y mejorada, para ser compartida en las redes sociales. Pero también circulan con alarmante velocidad nuevas formas de agravio y de odio que tienen como soporte casi inescindible retratos de personas de trascendencia pública.
Algunos retratos, sin embargo, siguen significando, para comunidades enteras, sentimientos compartidos, ideas de pertenencia y universos de sentido. No se trata simplemente del personaje del pasado común, al cual sería posible acceder «a través» de su cara. Diferentes retratos de una misma figura de gran trascendencia pública adquieren o pierden significados a lo largo del tiempo; algunos prevalecen sobre el resto en distintas coyunturas; unos pocos perduran en la memoria colectiva, y otros no (ya se trate de grabados, pinturas o fotografías). Ese es el asunto al que están dedicados los ensayos reunidos en este libro.
* Doctora en historia del arte por la Universidad de Buenos Aires y académica de número de la Academia Nacional de Bellas Artes. Investigadora principal del CONICET y profesora regular de arte argentino y latinoamericano del siglo XIX en la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM). Desde 2021, además, se desempeña como decana en la Escuela de Arte y Patrimonio de la UNSAM. Ha publicado varios libros, numerosos ensayos en revistas especializadas y volúmenes colectivos. Fragmento de la introducción de su libro Retratos públicos – Pinturas y fotografías en la construcción de imágenes heroicas en América Latina desde el siglo XIX, publicado por el Fondo de Cultura Económica.
Fuente: Página 12
Por Laura Malosetti Costa