Es diciembre y el imperativo pasa por “juntarse a comer”. ¿Para qué? Para vernos. Para conversar. Para vernos y conversar en restaurantes atiborrados de gente convocada por la misma idea y, debido a eso, no hablaremos, gritaremos, y la alegría sólo la podremos expresar a través de carcajadas. El último mes nos pone emocionalmente intensos, deseosos de abrazos, chistes gruesos, milangas a la suiza a compartir con el de la silla de al lado, fotos colectivas en las que todos saldremos mal, pero igual subiremos a las redes con los mejores augurios.
A comer que se acaba el año es la consigna, y nos lanzamos a ella con los amigos del barrio, con los compañeros de oficina e incluso con otras personas a las que frecuentamos poco y olvidamos mucho. El después no se piensa demasiado (alcohol en sangre, olor a fritanga en la ropa, la cuenta, que será más dolorosa que nunca) porque sólo importa lo que ocurre en esa mesa, que se ha conseguido con la previsión de la reserva, con el tedio de la espera o con el guiño del azar.
Ojo, que no hemos descubierto nada. El argelino Jacques Attali, doctor en Ciencias Económicas, escribió el libro “Historias de la Alimentación” (FCE), en el que se pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de comer? Es un viaje al pasado que tiene varios hitos clave a orillas del río Nilo. Los egipcios fueron los primeros en cocer alimentos en aceite y en elaborar pan con levadura, invento sensacional que, según Attali, jugó un gran papel en la dominación que este pueblo ejerció sobre otros de la región.
El hambre era el gran problema a vencer. Los desarrollos tecnológicos se concentraban en cómo mejorar las cosechas y cómo atemperar los caprichos de la naturaleza. Las ideas políticas apuntaban a qué hacer con los estómagos vacíos. Attali reproduce un consejo del faraón Khety (2160 a. C.) a su hijo Merikara: “Un pobre puede convertirse en un enemigo, un hombre que vive en la necesidad puede llegar a ser un rebelde. A una multitud que se rebela se la calma con comida; cuando la multitud está encolerizada, es preciso encauzarla hacia el granero”.
El tiempo pasaba (miles de años) y la alimentación de los antiguos egipcios (los nobles, obvio) se expandía en productos: consumían vaca, carnero, animales de caza, aves, pescados de río, vino, condimentaban con azafrán. Una mesa abundante, entendían, era el camino hacia la buena salud. Comer adquirió una centralidad notable, al punto que un mismo jeroglífico, que representaba a un hombre sentado y con la mano en la boca, significaba comer, hablar, beber, callar, amar, odiar. El contexto (los símbolos que se agregaban) definía cuál verbo era.
Siglo XXI. Buenos Aires. Llega el fin de año y nos volvemos como el tipito del jeroglífico: hablamos, callamos, amamos, odiamos, bebemos y comemos, todo junto y al mismo tiempo, acaso para celebrar que se cae otra hoja del almanaque y seguimos en pie.
Fuente: Clarín
Por Horacio Convertini