Los otros países de Latinoamérica y los españoles hacen chistes sobre argentinos. Por ejemplo, están los chistes sobre Argentina que hay en El Mundo Today, que es un sitio de humor satírico español. Por caso, este titular: “Los argentinos, decepcionados porque Messi no gana nada desde el 2022”. O este, particularmente gracioso: “‘No tengo palabras’, miente un argentino tras la victoria de su selección”. O este: “El planeta no sabe si apoyar o no a la Argentina porque ignora si los argentinos serán más pesados en la victoria o en la derrota”. ¿Qué figura del “argentino” dibujan estos tres titulares? Somos exitistas, soberbios, hablamos hasta por los codos, somos malos triunfadores, malos perdedores, exagerados. Y este preámbulo de (anti) chauvinismo es para atajarme de la posible exageración al decir que es difícil imaginar un momento histórico tan espantoso como el presente argentino en otro país.
Puedo imaginar realidades objetivamente peores o equivalentes (un campeonato innecesario, digamos), pero el tema es que este país supo tener instituciones que intentaban garantizar salud y educación para todos, es un país que produce alimentos suficientes para todos sus ciudadanos, y aun así estamos viviendo un experimento de desmantelamiento de todo lo que hacía la vida posible en un marco social tan desigual. E incluso así, permanecemos impávidos, con la anuencia de una oposición política desmantelada, una ciudadanía anestesiada, unos medios de comunicación en los que hay apenas dos o tres brechas por las cuales no circula un discurso único cuasicelebratorio de este plan económico, que logró reducir la inflación (el gran cuco argentino) a niveles anteriores a los de su establecimiento, siempre dependiendo de mediciones espurias y sin dejar de considerar que más de la mitad de los ciudadanos ganan menos de quinientos dólares en una economía que es, precio por precio, más cara que la europea.
Todo eso, que duele terriblemente (un jubilado que cobra la mínima no recibe más de trescientos dólares mensuales), está sazonado por lo que en mi caso particular (nacido y criado en dictadura) es un condimento dolorosísimo: en un combo que incluye irracionalismo, entrega de recursos, destrucción del aparato tecnocientífico, agresión a minorías y cancelación de programas de educación sexual, también vemos el surgimiento y la consolidación de discursos que niegan la verdad histórica del plan de exterminio y rediseño social de la última dictadura cívico militar (el periodista Ari Lijalad suele llamarla “empresario militar”). Esos discursos, que fueron relativamente marginales hasta el 2015, hoy tienen un lugar preponderante en la política nacional: una de sus abanderadas, Victoria Villarruel, es vicepresidenta de la Nación. Sobre esta realidad se teje el trabajo de Hernán Confino y Rodrigo González Tizón, en este libro que es tremendamente fiel a su título y subtítulo: Anatomía de una mentira. Quiénes y por qué justifican la represión de los setenta.
El ensayo intenta en un principio comprender si el caso argentino es exactamente un negacionismo, toda vez que los sucesos no son tratados como una fantasía conspirativa (como en el caso de quienes niegan la Shoa), a lo que Confino y González Tizón contestan que sí con paciencia y sutileza: “no hay en Argentina un negacionismo como el que sostiene que Auschwitz fue una mentira. Sin embargo, el asunto no es tan sencillo de dirimir ya que, como vimos, existen formas y procedimientos más sutiles que también contribuyen a la negación”. Desde ahí, asumen una posición semejante a la que el antropólogo francés Pierre Vidal-Naquet sostuvo frente al negacionismo de la Shoa: son discursos con los que no se puede dialogar, porque no hay terreno en común, pero que pueden ser analizados y comprendidos en relación con sus objetivos y efectos actuales. Lo que ven es no solo la posibilidad de que las operaciones de banalización, minimización o relativización no revierten no solo en un negacionismo, sino en un afirmacionismo y en una justificación de la acción criminal del aparato represivo estatal durante la dictadura.
Confino y González Tizón definen cuatro “trincheras” desde las cuales se parapetan los discursos negacionistas: “la interpretación que sostiene que durante los años de la dictadura el país atravesó una situación de guerra interna; la exigencia de una ‘memoria completa’ sobre los hechos de violencia del pasado reciente; el cuestionamiento de la cifra de treinta mil desaparecidos como saldo trágico de la represión estatal; y el señalamiento de la guerrilla como la causante de la violencia que desembocó en la masacre”. Cada una de estas trincheras es analizada en el libro con el objetivo de mostrar la lógica detrás de estas distintas argumentaciones, su endeblez y sus objetivos retrospectivos y hacia el futuro.
Los autores nos muestran, además, en qué medida esto no fue una guerra (y sí un rediseño de la sociedad que tomó como blanco a trabajadores, sindicalistas, estudiantes) y cómo la estructura y las teorías en las cuales se fundó la represión dictatorial no comenzaron el 24 de marzo de 1976; por qué la alternancia entre gobiernos dictatoriales y gobiernos pseudodemocráticos tras el derrocamiento de Perón es fundamental para entender el surgimiento de las organizaciones armadas; por qué es inevitable acudir al contexto internacional de la Guerra Fría como marco para ese fenómeno y para la violenta respuesta del Estado (pero por qué esto tampoco fue una guerra internacional, como pretende el discurso negacionista); por qué las políticas de memoria generaron zonas oscuras (negándose a discutir la violencia de las organizaciones armadas) en las que floreció, junto al reclamo legítimo de víctimas del accionar de las organizaciones, el discurso contrainsurgente negacionista y “justificacionista” del presente, liderado por figuras de indudable altura intelectual y moral (por las dudas, es una ironía; de hecho, prefiero no nombrarlos −no así Confino y González Tizón−). Un discurso, digo, que tiene como principal objetivo reabrir el horizonte judicial para crímenes que prescribieron, y al mismo tiempo revisar la condena de crímenes de imprescriptibilidad y espanto indudables, no sin proyectar un futuro inmediato en el que las fuerzas de seguridad vuelvan a ocuparse de la seguridad interior, rompiendo el único consenso postdictatorial que quedaba en pie en nuestra democracia devaluada.
Mientras escribo esto suceden casi simultáneamente dos cosas. Instagram (una de las redes sociales en las que se solidifican formaciones ideológicas hijas de la frustración y que conducen casi sin error hacia la ultraderecha) me comunica que un comentario al que le solicité eliminación “no infringe las normas comunitarias”. El comentario es el siguiente: “’’’’’30 mil ’’’’’ desparecidos que ajustició nuestro buen general. Se vienen tiempos hermosos”. Un rato después, en la televisión, tres rugbiers con acento de San Isidro (lamento si ofendo a alguien) se apersonan en la pared del Jockey Club en la que Juan Grabois ha pintado, a modo de provocación, una celebración de la recuperación del nieto 138, porque además de gozar de los indudables privilegios de cuna y usar boinas camperas (tómese el símbolo como se desee) son “argentinos de bien” que no quieren “vivir en las mentiras del pasado”. Después de ver la noticia en un programa pseudo opositor que pone en cuestión la acción de Grabois (y cuyos integrantes, al margen de rasgarse las vestiduras de manera teatral, se mantienen en esa zona indolente de irrealidad que flota en la televisión con sus canjes textiles y sus fantasías de consumo), creo que Anatomía de una mentira deberá ser en el futuro un libro de lectura obligatoria.
Nos vemos en la próxima.
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor. Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.