Hay una canción de Cartola, que también cantó Cazuza y que se llama O mundo é um moinho (El mundo es un molino). Es una canción tierna y amarga, que Cartola escribió para su ahijada y que dice básicamente que el mundo tritura los sueños que los humanos acuñamos en la juventud. Quizás Julio Ramón Ribeyro, escritor peruano que tituló sus diarios La tentación de fracaso, podría haber suscrito la frase. Pero así como en la canción de Cartola parece haber un combate entre la ironía de su ternura y la sentencia terrible de que el mundo es una máquina de hacernos picadillo, en la obra de Ribeyro esa conciencia del progresivo deterioro que es toda vida está constantemente en lucha cuerpo a cuerpo con la maravilla pletórica, esa fantasía hecha de la profusión de seres, estructuras y formas de la belleza que es el mundo mismo, y que su prosa plácida es capaz de evocar con una liviandad paradójica, porque al mismo tiempo la ingravidez de su dicción corporiza el espectáculo de la realidad en un acto que se parece a la magia. Por ejemplo, cuando en París, el doctor Huamán entra en una galería de varios pisos con Solange (una mujer cuya presencia en su vida obedece a razones que no podemos aclarar sin arruinar el cuento) y se encuentra con la exhibición (al mismo tiempo tan ilusoria y real) de los bienes de consumo:
Esta vez Solange lo cogió del brazo y durante una hora fue un interminable discurrir por pasajes y ascensores, discutir con empleadas ariscas, asistir a exhibiciones, pruebas y muestras y cuando ya asfixiado, cargado de paquetes, se sentía desfallecer, cayeron en un recinto ideal, un espacio lleno de geishas que los abanicaban, los perfumaban con sándalo, mostrándoles porcelanas, túnicas de seda natural, objetos tallados en madera de una absoluta inutilidad, cigarreras de laca, juegos incomprensibles y sutiles, en lo que una banderola anunciaba como Exposición Japonesa.
El doctor Huamán, debatiéndose entre su maravillamiento y su cansancio, optó por quejarse, pero Solange tocaba ya objetos de jade, ceniceros humosos, tazas frágiles como un pétalo y se hacía mostrar echarpes impalpables con dibujos a pluma y pantuflas bordadas, discutiendo de nuevo con esas falsas geishas que hablaban perfectamente un francés insolente y que no eran otra cosa que vietnamitas disfrazadas.
Este libro, esta Antología personal, se abre con tres cuentos en los que la vida está tensionada al máximo en su condición de regalo rabioso, una puerta inmejorable para comprender el prisma que su literatura ofrece para ver (o corregir, o sustituir) lo real. El primero de esos cuentos narra el gozoso combate con una fuente de placer y autodestrucción, el cigarrillo, bajo la idea de que los hábitos que se transforman en vicios son formas de alinearse anímicamente (una idea que recuerda a un escritor recientemente fallecido de forma inesperada, Carlos Busqued, que no se cansaba de repetir que la gente que soporta el mundo sin alivios tóxicos no era digna de confianza).
En el segundo cuento (“Silvio en el rosedal”), la lucha se da entre la inanidad del transcurrir de un descendiente de italianos que languidece en una finca heredada y el encuentro de la fantasía de un sentido (como quien dijera el secreto del lenguaje de las cosas), solo para engañarse sobre la caída de sus dientes, sus canas y la derrota triste a la que lo expone una ilusión amorosa.
Un poco lo mismo le pasa al doctor Huamán en París en el tercer cuento, a quien la citada Solange desvía de su gris tour de burocracia para llevarlo hacia lo que es a todas luces un peligro, algo a lo que el doctor parece entregarse mansamente, aunque no con ingenuidad: a un hombre casado con una mujer que parece su hermana, ¿esa aventura juvenil no parece prometerle, además de la muerte, la única redención de su muerte en cuotas? De todos modos, todas esas ilusiones no son sino avatares de esa figura de Chaucer que Borges pone en el centro del nacimiento de la novela: el sonriente con el cuchillo bajo la capa. Detrás de toda ilusión, la traición de la fatalidad espera con las armas afiladas.
Como le sucede a la variopintísima galería de personajes que esta antología exhibe, y que ilustra la versatilidad artística de Ribeyro, extendida entre lo más rabiosamente autobiográfico y lo absolutamente ajeno, pasando por el retrato histórico y los esquemáticos apuntes teatrales, por puñaladas conceptistas a cargo de un escritor amarguísimo como es su alter ego Luder, concentrándose de forma quintaesenciada en las extraordinarias “Prosas Apátridas”.
En este libro, este combate del que venimos hablando queda resumido en dos entradas. Por un lado, el olvido como seguro destino, la melancolía frente a la futilidad de la vida:
Lectura del tomo quinto de la Historia de Francia de Michelet. Así como yo olvido los detalles de esto que leo y no guardo más que una impresión general del malestar y de horror, aparte de tres o cuatro anécdotas, el mundo olvida su propia historia, no la interroga y no saca de ella ninguna enseñanza. Diríase que la historia se ha hecho para olvidarse.
Por otro lado, la certeza de que el mundo, en su insoportable levedad, ha valido absolutamente la pena:
Me despierto a veces minado por la duda y me digo que todo lo que he escrito es falso. La vida es hermosa, el amor un manantial de gozo, las palabras tan ciertas como las cosas, nuestro pensamiento diáfano, el mundo inteligente, lo que hagamos útil, la gran aventura el ser. Nada en consecuencia será desperdicio: el fusilado no murió en vano, valía la pena que el tenor cantara ese bolero, el crepúsculo fugaz enriqueció a un contemplativo, no perdió su tiempo el adolescente que escribió un soneto, no importa que el pintor no vendiera su cuadro, loado sea el curso que dictó el profesor de provincia, los manifestantes a quienes dispersó la policía transformaron el mundo, el guiso que me comí en el restaurante del pueblo es tan memorable como el teorema de Pitágoras, la catedral de Chartres no podrá ser destruida ni por su destrucción. Cada persona, cada hecho es el nudo necesario al esplendor de la tapicería. Todo se inscribe en el haber del libro de cuentas de la vida.
La hermosura de la prosa de Ribeyro, su irónica melancolía, encuentra en esta antología una suerte de exhibición de sus mecanismos y recetas en la sección de “Artículos literarios”, en la que de forma indirecta se desgrana una ars poética. No es cuestión de ponerse técnicos, sino más bien responder, con sus propias palabras, a la pregunta por la forma en que la magia de su prosa ha sido posible. En primer lugar, la consciencia de que la literatura es un artificio, consignada en otro momento de las “Prosas Apátridas”:
Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De allí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado —monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial— constituye a la postre una afectación a la segunda potencia. Tanto más afectado que un Proust puede ser un Céline o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura sino la retórica que se añade a la afectación.
Como todo escritor que comenzara su carrera en la década del cincuenta/sesenta y que tuviera la “desgracia” de vivir su juventud en París, Ribeyro vio pasar de cerca, además, el peligro del solipsismo francés de Robbe-Grillet y esa compañía visionaria que fue el Nouveau Roman y el telquelismo, pero sus preocupaciones sobre cómo el mundo (ese polo obliterado por los creadores franceses de mediados del siglo XX) se cuela en la literatura dejan claro que sus intereses (como los de muchos de sus colegas latinoamericanos) pasaban por construir un prisma para refractar lo real. Analizando la discusión diferida entre la concepción de la novela de Stendhal y de Proust, Ribeyro parece explicarnos lo que hace en cada texto de esta selección:
La noción de prisma permite además superar la dicotomía invención-reproducción, origen de debates tan largos como estériles, y remplazarla por la noción de transformación. El novelista no se limita a jugar con elementos imaginarios o a reproducir elementos reales, sino que se sirve de ambos para fundirlos en una entidad diferente, la entidad literaria, mundo paralelo al nuestro que lo resume, lo ordena, lo corrige, lo interpreta, lo comenta, lo explica, lo enriquece y en ciertos casos lo suplanta.
Unas páginas más adelante, y como una especie de tour de force, nos dedica un ejemplo incómodo y precioso de esta hipótesis sobre cómo la literatura deglute la realidad: entre las muchas maravillas de su Antología personal, recomiendo leerla para no perderse el análisis de las razones por las que tres novelas del siglo XIX contienen una escena de coito en transporte público. El mundo será un molino, pero cada roce de la piedra que nos va demoliendo tiene, como los cigarrillos infinitos de Ribeyro, su cuota de placer, un placer que Julio Ramón transformó en horas y horas de palabra escrita.
Nos vemos en la próxima.