Hay una vieja anécdota en mi familia sobre un pariente que claramente no estaba en sus cabales, un tío que desempeñó, a lo Bartleby, el escribiente, una oscura función burocrática en una oficina, un trabajo que no tenía una gran exigencia intelectual ni demandaba un gran equilibrio emocional, y que le permitió sobrevivir hasta que la locura lo confinó en un manicomio y vino la muerte y tuvo sus ojos. Más difícil me era a mí entender cómo había llevado adelante una familia, y si me ponía inquisitivo en abstracto, no podía no preguntarme cómo había hecho para tener una vida sexual marital que condujo a la concepción de una hija. Bien: ese sujeto tenía múltiples taras (por ejemplo, tomaba perfume para mejorar el aroma de sus deyecciones), y mi padre y su hermano lo torturaban asustándolo con las consecuencias de su indudable caída en el vicio masturbatorio.
Yo escuchaba estas anécdotas contadas entre carcajadas y me preguntaba, de pequeño, qué podía pasarme a mí. Naturalmente se me había advertido lo de la capilaridad manual, que haría que mi cuerpo confesase la culpa de forma involuntaria, pero como no era el método que yo empleaba no me preocupaba. No tuve que esperar mucho por una respuesta: un panfleto católico que tomé en la calle me avisaba que uno de los amigos del sida (uno de mis dos grandes temores hipocondríacos en la infancia, junto al cáncer) era la masturbación. A partir de ese momento no pude dejar de preguntarme cómo podía el sexo solitario llevarme a contraer una enfermedad que dependía del contacto con el ADN ajeno. Pero en realidad era una pregunta equivocada, porque la respuesta era obvia: masturbarse no te dejaba ciego, ni te volvía un inútil completo, ni promovía una capilaridad lobuna en las manos ni te conducía derecho al sida. La pregunta correcta era por qué esa actividad solitaria, inofensiva y placentera estaba cercada por ese halo vergonzante, por la amenaza de la enfermedad y por una nube de médicos, psicólogos, pedagogos y curas. La respuesta a esa pregunta es compleja y requiere un libro de 500 páginas escrito por Thomas W. Laqueur, Sexo solitario, que es (como indica el subtítulo) una historia cultural de la masturbación.
Un par de cosas sobre el libro. Primero su premisa: la masturbación empezó a considerarse un grave atentado a la salud pública alrededor de 1712, que es la fecha de publicación de Onania, una especie de panfleto escrito en Inglaterra por el médico James Marten (único spoiler que me voy a permitir) y que reunía, en una combinación insidiosa entre incitación y sanción, testimonios de masturbadores de toda laya. Lequeur hace un enorme trabajo recorriendo los sentidos de la masturbación en momentos anteriores de la civilización occidental, desde la antigüedad grecolatina pasando por el mundo judío y el cristianismo medieval, para mostrar que la masturbación era una práctica o bien digna de burla, o bien rechazada en función de los excesos de la imaginación y de un supuesto carácter de vector hacia vicios sexuales graves (bestialismo y homosexualidad), pero en sí misma no era merecedora de una atención severa ni de sanciones ejemplares. Entonces, ¿por qué se armó el circo institucional que, a partir de la iniciativa comercial de un charlatán y de un librito de ochenta páginas, hizo del placer solitario esa bestia negra?
Aquí viene una segunda cosa para decir: el libro lo explica, y la explicación es tan compleja que involucra el surgimiento de un nuevo orden económico, incluso la teoría de Adam Smith, hoy tan de moda en nuestro país. No quiero explicitar las conclusiones de Laqueur, que va resistiendo o transformando en efectos de la suya todas las otras razones posibles del rechazo de la masturbación (por ejemplo, la pervivencia de la teoría de los humores y el costo físico de producir el semen, la superabundancia nociva de la actividad imaginativa, la condición de promotora de la homosexualidad o de rechazo de la sexualidad socializada y reproductiva, etcétera). La razón por la que no quiero delatar la conjetura de base de Laqueur es precisamente la forma del libro, que es mi forma favorita para los libros de teoría: se trata de un thriller epistémico, ese tipo de libros que va calentando la curiosidad a fuego lento, prometiendo una revelación que se produce al modo de un policial (se me ocurre acá otro spoiler pasable: Onán no siempre fue el santo patrono de la paja, y Laqueur le sigue los pasos bien de cerca).
Finalmente, el libro ofrece el panorama de un giro que se produce a partir de la década del sesenta del siglo XX y de la acción del feminismo, que le dio al autoerotismo una función liberadora en casi todo sentido imaginable. Y sin embargo, a pesar de ese giro que terminó con casi tres siglos de inconcebible vigilancia (Laqueur da cuenta incluso de la preocupación de la curia por confeccionar cuestionarios lo suficientemente precisos para obtener información y lo suficientemente vagos para no promover la práctica), me fue dado en mano, en los ochenta, un folleto que me amenazaba con una enfermedad en ese momento incurable. Uno puede suponer que es la supervivencia fantasmal de ese sistema de control destinado a un placer gratuito e ilimitado. Sin embargo, después de leer Sexo solitario llego a la conclusión de que tenemos, hoy, otros problemas. Los artistas han impulsado la reflexión que ha vuelto a la masturbación un placer emancipatorio. Pienso en tantos cuentos (el fantástico “Casi nunca” de William Boyd, con su Nigel adolescente excitado por un seno blanco en un poema victoriano), escenas de películas (el inolvidable gel de Loco por Mary), novelas (el atormentado Portnoy de Philip Roth) que mostraron la supervivencia de un sistema de sanciones a partir de una indulgencia jocosa, inconcebible en los años en que la masturbación fue un enemigo secreto del orden burgués.
Me viene a la cabeza un fragmento de Carlos Busqued. Busqued fue un novelista chaqueño, cordobés por adopción, y escribió una novela negra (Bajo este sol tremendo) que tenía a la pornografía como un elemento central en la composición de sus personajes más oscuros. Dejó también una larga entrevista con el asesino serial Ricardo Melonio (Magnetizado), y murió inesperadamente durante la pandemia. Entre sus cuentos recuperados por la revista Clarice, se encontraba esta pequeña especulación que resume muy sintéticamente algunas de las más importantes preocupaciones de muchos siglos precedentes:
“Todas las mañanas, después de la primera del día, me hago la misma pregunta: ¿cuánto llevo acabado sobre esta cama? ¿habré llegado al litro? A ver: una acabada promedio tiene unos, ponele 10 militros de semen. Duermo en esta cama desde hace, más o menos, doce años. A un prudentísimo promedio de dos pajas diarias, mediantes una sencilla serie de cálculos llegamos a un volumen total de ochenta y siete mil seiscientos ml. Epa. Dios mató a Onán porque una vez derramó su simiente sobre la tierra. ¿Cuántos óvulos se pueden fecundar con ochenta y siete mil seiscientos milímetros de esperma? A trece millones y medio de espermatozoides por milímetro, un montón, estoy hasta las bolas”.
Con esta delicada pieza de Busqued (que en paz descanse), me despido hasta la próxima.
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor. Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.