Si yo no fuera un esforzado obrero que teme constantemente ser acusado de pereza (uno de los grandes temas de este libro), lo que correspondería hacer con estos ensayos del genial Robert Louis Stevenson sería enhebrar un rosario de citas que dieran cuenta de la variedad temática, la pertinencia conceptual, el espíritu magnánimo y comprensivo y al mismo tiempo la lucidez con la que están escritos, una lucidez que yo (para volver a esa detestada primera persona) tiendo a imaginar como combustible del cinismo, y que en Stevenson es simplemente eso, una comprensión amplia, pasmosamente actual, de la vida (y como veremos, de la literatura).
Mientras compongo estas líneas pienso que nunca escribí frases tan ampulosas, pero los textos de Memoria para el olvido (y su prosa plácida, deliciosamente anacrónica) fuerzan esa cadencia. Me gustaría empezar por un ejemplo, pero antes voy a recodar quién es el querido Robert Louis: el autor del libro más impresionante que leí en mi juventud, La isla del tesoro, animado por un villano complejísimo que es el padre de grandes villanos ambiguos de la cultura popular; el creador de uno de los monstruos más perennes de la historia de la literatura, el despreciable e inmediatamente repulsivo Mr. Hyde; el inventor de una sobrecogedora aventura del espíritu que intenté imitar (en mi torpe historia de aspirante a escritor) a lo largo de veinte años, y cuyo título, Olalla, es el nombre de una joven española con ojos de gato; el tipo que escribió los Cuentos de los Mares del Sur, entre los que está la inolvidable historia de Keawe y su demonio en la botella.
Los ensayos de este escocés que se describía a sí mismo como “un hombre enclenque y reservado”, que murió (“joven”, con la edad que yo tengo hoy) en el Pacífico y al que los lugareños apodaron “el contador de cuentos” (para los detalles de su vida recomiendo al paso la hermosa biografía breve de G. K. Chesterton), están dominados por un pase de magia que todo escritor anhela y que en Stevenson parece el resultado de su naturaleza: la complejidad de su pensamiento se vuelve transparente en la tersura de su estilo. El ejemplo en el que pensaba unas líneas arriba está extraído de un ensayo llamado “Conversaciones”, y en él el creador del El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde analiza qué significa conversar, pensando posibles respuestas a esa pregunta que ocupa nuestra cabeza cuando volvemos de una fiesta, de un evento social, de ver un amigo: “¿Por qué hablo con estas personas?”. El hallazgo más interesante de este ensayo es un agudo entendimiento de la relación entre los géneros en la sociedad victoriana, y su visionario vistazo hacia el futuro, que parece definir el lugar raramente comprensivo desde el que un hombre religioso como él pudo verlo todo:
El salón es, de hecho, un lugar artificial; lo es por nuestra elección y nuestros pecados. El sometimiento de las mujeres, el ideal que les es impuesto desde la cuna y que llevan, como un cilicio, con tanta constancia, su ternura maternal y superior hacia la vanidad y los aires de grandeza del hombre, sus artes de la organización —las artes de un esclavo civilizado entre bárbaros de buen carácter—, todos son elementos dolorosos y todos contribuyen a falsear las relaciones. Hasta que no nos deshagamos de este divertido escenario artificial no se podrán establecer relaciones auténticas, o confrontar ideas con sinceridad. Es en el jardín, en la carretera o en la ladera de una colina, o en un tête à tête, alejados de las interrupciones, donde aparecen las ocasiones en que podemos aprender mucho de una mujer, y en ninguno con mayor frecuencia que en la vida conyugal. El matrimonio es una larga conversación, con los altibajos de las discusiones.
Esta larguísima cita ilustra el tono general del libro, su desenfado, su apertura, su capacidad de análisis y ese interés optimista por formas de intervención en la vida en común que ni siquiera dejan al margen a la literatura. Entre las ideas que aparecen de manera recurrente está la de una utilidad moral de la literatura, que de antemano parecería reñida con el espíritu de alguien tan consciente del aspecto artesanal del arte que domina (una consciencia manifiesta en cada página, pero que toma un relieve especial en la sección Libros y amistad). Sin embargo, de la manera ecuánime y serena en la que todas sus ideas aparecen, la unión entre el estilo como manifestación de la visión de un artista y la utilidad moral aparece clara en su concepción de la creación:
La verdad es que, cuando los libros se conciben bajo una enorme tensión, con el poder del alma multiplicado por nueve, nueve veces calentada y electrificada por el esfuerzo, las condiciones de nuestro ser son invadidas por una visión tan amplia que, aunque la idea principal sea trivial o vulgar, siempre expresamos cierta verdad y belleza.
Esta idea parece vertebrar la enorme dispersión temática de los ensayos, que se presentan en la lectura como un viaje por un parque de ideas sutiles, disparadas por casi cualquier aspecto de la vida, proponiendo un espejo para la experiencia de nuestra propia humanidad. Lo hace, como ya dijimos, con una actualidad pasmosa. Por momentos Stevenson podría pasar por precursor del stand up (“Odio a los que hacen preguntas y odio las preguntas, hay pocas que se pueden responder sin mentir. ‘¿Me perdonas?’ Dama y enamorado, en lo que llevo de vida nunca he podido descubrir lo que significa el perdón. ‘¿Sigue todo igual entre nosotros?’ Diantre, ¿cómo es posible? Todo es eternamente distinto y no obstante, sigues siendo mi amigo del alma”), por momentos parece comentar de manera anticipatoria la relación de los medios masivos de comunicación con las redes sociales (“tratan todos los temas y todos con la misma mezquindad; hacen que las mentes jóvenes e inexpertas empiecen a considerar las cosas con espíritu indigno; en todos los temas añaden cierta mordacidad para que la citen los tontos”), o hablar de la polarización política contemporánea (“cuando nos encontramos en el mismo día dos periódicos de tendencias políticas opuestas que tergiversan abiertamente una noticia en interés de su partido el descubrimiento nos hace sonreír, como si fuera un chiste o una estratagema disculpable”), y hay pasajes en que da la impresión de ser el último filósofo existencialista del postcapitalismo (“han ido al colegio y a la universidad, pero sin apartar nunca la vista de la medalla; se han paseado por el mundo y han conocido a personas inteligentes, pero pensando siempre en sus cosas. Como si el alma de un hombre no fuese ya lo suficientemente pequeña, han menguado y reducido la suya con toda una vida de trabajo sin distracciones, hasta que llegan a los cuarenta, con la atención muerta, una mente vacía de cualquier fuente de diversión, sin una idea que entre en contacto con otra”). Esa flexibilidad hace eje, sin embargo, en el equilibrio entre literatura y vida y en una idea poderosa: ese binomio cuyo roce es tan viejo como las palabras nombra las dos caras de una moneda, una poderosa e infinita y la otra limitada y finita, pero, finalmente, el instrumento a través del cual somos. Como muestra de que un refinado dominio de ese instrumento puede cambiar nuestra manera de ver las cosas solo basta leer el sobrecogedor, y sin embargo bello y casi optimista, ensayo sobre la muerte y la extinción de los caníbales de las islas marquesas, escritos por un luterano que supo escribir también que el mundo es solo “un teatro muy aburrido y mal dirigido” —solamente— “si no nos interesa la obra”.
Nos vemos en la próxima.
Flavio Lo Presti