Hace poco leí en los comentarios a la obra de una pensadora o pensador de moda (puede ser coreano, puede ser esloveno, puede ser una socióloga franco israelí o un erotómano uruguayo, puede no estar tan de moda) que nosotros, los habitantes del siglo XXI postpandémicos, estresados, endeudados, autoexplotados y sin luz, aspiramos a una forma de amor sin dolor, lo cual suena perfectamente coherente con una estrategia de supervivencia. ¿Agregar otro dolor? A mi alrededor (soy docente de secundaria) veo jóvenes que parecen experimentar sus relaciones sexoafectivas de una forma menos dolorosa. Pero quizás es una racionalización. Quizás no hay forma de que el amor no duela, o al menos esto parecen decirnos (cada una a su manera) las novelas de Sylvia Molloy y Susana Constante que Ricardo Piglia seleccionó en la Serie del Recienvenido.
La novela de Molloy es un clásico: En breve cárcel inaugura en la literatura argentina (junto a Monte de Venus de Reina Roffe) la posibilidad de poner en narración el deseo homoerótico femenino, lo cual la vuelve un hito automático. Sin embargo, la novela es más que un documento de lucha o una pieza de museo: Molloy hace un ejercicio insidioso de la tercera persona para deconstruir dos pasiones distintas, dos amores de su protagonista, con una cercanía a la materia narrada que hace sospechar, como dice el propio Piglia, una autobiografía enmascarada. Esas dos pasiones comenzaron y terminan en el mismo cuarto miserable donde el personaje (la trampa de la autobiografía casi nos fuerza a poner “la narradora”) está escribiendo esta memoria interpuesta, relatada en esa suerte de “cuarta persona” y en un estilo hipnótico y lleno de precisas flexiones sentimentales. Pero como el destino de la escritura es un delicado proceso de autoconocimiento, los vaivenes y el dolor de los vínculos eróticos con Vera y Renata se sobreimprimen en la trama quebradiza de la vida de la protagonista, un sujeto que (a diferencia de nuestros contemporáneos) no solo no se evita el dolor, sino que tampoco se oculta la confesión de su propia violencia, la perturbadora (al menos para mí) trama de sus anhelos, hechas de sutilezas, de escenas infantiles en las que el deseo no obedece a las reglas ni del pudor opresivo y las reglas patriarcales de la época en que la autora vivió su infancia (Molloy nació en 1938) ni a las de nuestro presente. Lo que pasa es que el libro de Molloy no es el jardín de fresias y narcisos que esperamos los pulidos ciudadanos del siglo XXI, a pesar de que las fresias y narcisos atesten sus páginas. Para Molloy, más bien, “las infancias —como ya se ha dicho— son todas un infierno, y el infierno tiene poco que ofrecer: es tan solo un lugar para las almas pequeñas que se pudren y sueñan un sueño mezquino”. La adultez —spoiler alert— no termina de mejorar las cosas.
Con su colorida incursión en un mundo juguetonamente ruso, el libro de Constante nos pone en la estela de los viejos clásicos del género, nos recuerda Memoria de una princesa rusa, por ejemplo, pero su elaboración de los lances amorosos hace pensar en una distinción que hace el escritor uruguayo Ercole Lissardi en su ensayo La pasión erótica entre, por un lado, lo pornográfico (una forma opresiva de mutilación del deseo en función del uso lato de los cuerpos); por otro, lo propiamente erótico como exploración del territorio del deseo. La contratapa de la edición infame y descabalada de Memorias de una princesa rusa que tengo en casa dice que es un clásico que “nuestros abuelos ya leían con una sola mano”, invitándonos con el adverbio a repetir esa curiosa forma de la lectura que había indicado a modo de preceptiva Guillermo Cabrera Infante. En el prólogo a la novela de Constante, el enorme Ricardo Piglia nos dice: “en el caso de La educación sentimental de la señorita Sonia la mano que sobra (a contramano del género) debe servir para subrayar su gracia y sus hallazgos”. El argumento tiene algo de maqueta erótica, de escena decorativa: en un tren, la señorita Sonia comparte viaje con un gallardo capitán de húsares, quien a pesar de su masculinidad mesmerizante (que él mismo metonimiza en la belleza de su falo) es bastante torpe; un desconocido esmirriado entra sin querer en el compartimento y como tiene un billete hacia otra ciudad (el tren se dirige a Niza) la princesa lo salva del revisor conviertiéndolo en su esclavo; al llegar a destino se encuentran con la Condesa M, quien los espera con el abate, un muchacho de 15 años (¿sobrino?, ¿hijo?) de una belleza sobrecogedora. Entre todos ellos se teje al mismo tiempo un vodevil sexual y un delicadísimo estudio de la pasión amorosa, en el que Constante nunca evita el lirismo ni el humor: “No se trataba —reflexionó, advirtiendo vagamente al mismo tiempo que este acto de reflexionar le era grato y novedoso—, no se trataba en modo alguno de deseo, tal como él lo conocía; vale decir, no quería, de manera alguna, arrojarse sobre esta jovencita, sino más bien (sin pestañear comía y discurseaba) era un impulso salvaje y desconocido de poseer el todo de ella, fuese cual fuese. Y este deseo se explicaba muy mal con palabras tales como: chupar, lamer, penetrar, culear y otras. Era algo que, si bien tomaba como referencia lo concreto de su carne, aspiraba a una posesión de tipo religioso, místico, total…”; “Su corazón estaba desnudo, expuesto: una pequeña fábrica de terror que ella no sabía que llevaba en sí”.
Ojalá puedan encontrarse con las queridas Sylvia Molloy y Susana Constante este verano al que no le falta calor.
Nos vemos en la próxima,