Ruego paciencia, que llegaremos a Marcel Schwob.
Cuando niño (acá siento que traiciono a Schwob, o más bien a Monelle, que en un momento impone olvidar todo recuerdo como condición de cualquier creación) una serie de circunstancias me condenaron a la lectura: mi abuelo se había ganado la vida vendiendo libros, y en mi casa los libros se caían por los rincones; mi padre era (no quiero ser injusto) el lunático del barrio, y entre los padres de la escuela era una anomalía flagrante (eran los ochenta, la breve y grandilocuente primavera alfonsinista asomaba su despunte y los chicos preguntaban si eras radical o peronista, nos rodeaba una clase media próspera pero intelectualmente humilde, o a veces simplemente humilde, y los únicos frutos “raros” éramos mi compañero Oscar Wilde —de padre comunista, leáse “Güilde”— y yo); yo mismo, criado en un nido de narcisistas con tendencia a la piña callejera y al escándalo barrial, sin ningún atractivo salvador (jugaba bien al fútbol pero fue un secreto en la escuela, era muy bajito, si hubo alguna belleza pasó desapercibida) me había vuelto una figura solitaria y altanera, que repetía en escala infantil los berrinches extemporáneos de mi padre y mis tíos (de entre los seres que yo conozco, los que mejor encarnaron un famoso verso de Blake: He who desires but acts not, breeds pestilence —“El que desea y no actúa engendra peste—”).
Mi padre, por otra parte, no me dejaba ver televisión porque solo pasaban series yanquis, y así es como me hice lector. Hay un hermoso ensayo que sobrevuela el tema de cómo se deviene un lector “serio” escrito por Jonathan Franzen (en inglés puede leerse acá y está en un libro titulado Cómo estar solo) y yo encajo medio perfectamente en el molde. Pero los años, la pobreza, la vida a salto de mata, la temperatura y el color del tiempo en que me ha tocado vivir, la pérdida de tiempo traducida hoy en la elegante coartada de la procrastinación (casi suena a que estuvimos haciendo algo bien, siendo “rabiosamente” contemporáneos) me volvieron un lector menos hábil, menos informado, menos sabio, menos conocedor de mi propio idioma que la figura de mí mismo que fui construyendo en algún rincón de mi cerebro. En mi cabeza, yo me imaginaba un Schwob. Y el choque con este precioso libro de Schwob un poco vino a decirme eso: no eras tan buen lector, aunque queda tiempo. Quedan unos segundos para mejorar. Traé tu diccionario, o abrí pestañas de Google para buscar lo que significan todos estos asfódelos, mucetas, almadías, hetairas, mochuelos, hacinas, y tratá de estar a la altura de un libro en el que un bosque se describe así:
“(…) en este antiguo bosque había menos caminos que claros; pastizales rodeados de altos robles; lagunas de helechos inmóviles sobre los que se cernían ramas frágiles y frescas como dedos de mujer; familias de árboles graves como pilastras, reunidos para murmurar a través de siglos sus deliberaciones de hojas; estrechas ventanas de ramazón que se abrían sobre un océano verde en el que temblaban largas sombras perfumadas y los círculos de oro blanco del sol; islas encantadas de matorrales rosados y ríos de aliagas; trenzas de luces y tinieblas; grandes espacios naturales de los que surgían, temblorosos, los jóvenes pinos y los encinos pueriles; lechos de agujas rojizas en los que las horquillas musgosas de los viejos árboles parecían a medias sumergirse; cunas de ardillas y nidos de víboras; mil estremecimientos e insectos y cientos de pájaros”.
Marcel Schwob en una imagen sin datar.
Por lo demás, el paso del tiempo es ingrato, pero internet es el Aleph y todo lo que perdemos puede ser restituido, hasta que haya un colapso energético o un cataclismo digital. Podemos no saber quién fue Schwob pero es fácil “recordar” (asistidos por la prótesis de nuestra memoria que es la web, un poco como lo dice Michel Serres en Pulgarcita) que Schwob nació en 1867 y murió en 1905, muy joven, de una de esas “afecciones misteriosas” propias del siglo XIX; que amó tanto a Stevenson que fue a la Polinesia para ver su tumba (pero finalmente decidió no verla después de un viaje que lo llevó a decir que “todas las historias sobre la belleza de Samoa son mentiras”), que inventó formas literarias que preanunciaron modos de hacer historia (la Escuela de los Annales: darle a la historia un contenido vivo, menos monumental) y periodismo (tratando con las armas formales de la ficción acontecimientos reales) en su célebre Vidas imaginarias; que fue una influencia decisiva en la literatura de Faulkner, de Gide, de Borges (Historia universal de la infamia, sus impostores imposibles, sus inciviles maestros de ceremonia japoneses, salen de aquí) y hasta de Roberto Bolaño. Como escribió el mismo Jorge Luis en un prólogo: “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas. No buscó la fama; escribió deliberadamente para los happy few, para los menos”.
Pocas lecturas recientes me han provocado, por otra parte, el fantasma de un regreso a la situación original de lectura en mi vida: en cama, a veces enfermo, en soledad, soñando a través de esos antiguos artefactos mágicos de tinta y papel cuyos olores producían en el propio Schwob “el estremecimiento de un mundo entrevisto, y el hambre de inteligencia”, hasta llevarlo también a él a su “gozo infantil”. Quizás sean las breves y lejanas fantasías helénicas de Mimos, o el abigarrado mundo natural en que comienza la aventura de un niño que quiere alumbrar una estrella y que tiene algo de cuento infantil y sueño siniestro (como todo en Schwob) o el delirio medieval de esos chicos narrados en los ocho monólogos de La cruzada de los niños mientras viajan a pie a reconquistar Jerusalén, o el sobrecogedor panteón de criaturas inocentes y heridas de El libro de Monelle, cuyas vidas se despliegan en mundos lejanos que me devuelven a mis lecturas del pasado (pienso rápidamente en La isla del tesoro, Ivanhoe, la Biblia). Quizás sea su evocador exotismo: La lámpara de Psique me llevó, a través de sus temas lejanos y su delicadísimo estilo, a ese momento de mi propia vida en que todo estaba por hacerse, y era un niño solitario y altanero entrando en una selva de fantasía, armado con un diccionario.
Espero que ese milagro del tiempo les pase también a ustedes.
Nos vemos en la próxima,