Querido lector. Si alguna vez te has encontrado, como me pasa frecuentemente, con gente susceptible a adoptar esa típica pseudoverdad que circula como información en redes y plataformas sociales, si alguna vez has discutido en salas de profesores con dignos y queridos terraplanistas, con novios o novias seguidores del doctor La Rosa, con detractores de la lactosa o el chocolate, de las harinas, del sedentarismo y de la gimnasia, con monetaristas convencidos de los asertos de Milton Friedman después de ver dos videos de un youtuber enmascarado, es decir: si alguna vez has convivido con el humano promedio del siglo XXI y te has sentido que no te tocaba ponerte el sayo, si alguna vez esperaste que esa entelequia vituperada llamada Razón (¿qué será, por otra parte?) bajara a disolver la discusión que estás sosteniendo en una rodada hacia ninguna parte, como Marshall McLuhan cuando aparece en esta escena de la tierna Annie Hall (del dicho, sea de paso, cancelado Woody Allen) puede que, entonces, ¿Deberíamos comer carne?, del simpático Václav Smil, sea el libro para vos (que también podés adoptar como himno, como he hecho yo, este tema de mi conciudadana cordobesa Sol Pereyra).
Smil es indudablemente un hombre de ciencia y números, y sus posturas con respecto al tema gritado desde el título de su libro están relacionadas con una cuidadosa revisión de la evidencia científica. Me hubiera gustado haber leído su obra cuando un profesor de matemáticas de fuertes convicciones acerca de lo que puede hacerse por la mejora personal me dijo que la leche está llena de pus, mientras que el buen Václav analiza la posibilidad de que sea uno de los sustitutos de la carne (que es una fuente de altísima calidad en macro y micronutrientes), al menos una determinada proporción; me hubiera gustado que el periodista que entrevistó a Lionel Messi hubiera sabido que la carne no es estrictamente difícil de digerir, contra lo que parece haber afirmado el nutricionista italiano que hizo del cuerpo del astro argentino (indudablemente) un cuerpo joven para siempre. ¿Deberíamos comer carne? es un libro que se toma el tiempo para desplegar sus fuentes, para analizar los datos, la comparación de variables, los índices, las estadísticas, y nos acerca a la impresión de estar en contacto mínimo con algo de verdad, en este mar de opiniones que la gente suele soltar, a modo de sermón, en el foro habilitado inmediatamente en cuanto pasillo y sala de espera nos toca visitar.
Durante años, por otra parte, y yendo al tema concreto del libro de Smil, me tocó convivir con vegetarianos (una pareja, una cuñada), y debí escuchar con respeto sus más interesantes objeciones frente al consumo de la carne asistidas a veces con efectos especiales (la cara de Morrisey en la heladera y una vaca con el signo de prohibido en forma de imán en el mismo electrodoméstico): el problema real del maltrato animal, por un lado; el problema del impacto ambiental de la producción de carne, tanto en lo que se refiere al agotamiento de los suelos por cultivo intensivo para producir el pienso que alimenta a los animales como por los efectos contaminantes, por el uso del agua, por la emisión de CO2, etcétera. Smil tiene una postura de una impecable racionalidad al respecto, una postura en la que me veo perfectamente reflejado, pero que también parece utópica. No quiero espoilear el final, pero nuestro héroe de la razón y los números confía en una doble circunstancia para llevar el consumo de la carne (que no ve en vías de desaparecer dados los porcentajes exiguos de población vegetariana y vegana y sus cifras de crecimiento) a unas cantidades y modalidades de producción razonables, que permitan el alivio ambiental: la primera, la toma de medidas de diseño (aumento en el precio de la carne, ingestas reducidas —hay un retroceso en el consumo en los países ricos, por ejemplo—, justificada esperanza en el mejor aprovechamiento de deshechos); la otra, la fuerza de misteriosas (tenebrosas) “circunstancias inéditas”.
Václav Smil, el autor favorito de Bill Gates.
Con respecto al alivio del sufrimiento de los animales que forman parte de nuestra alimentación, hay un párrafo significativo de Smil, precedido de sus razonables explicaciones:
“Tal vez lo más inaceptable es negarse a ver que mucho se podría hacer para mitigar el sufrimiento de animales sin necesidad de incrementar drásticamente el costo de producción de carne: simplemente no hay excusas dignas para justificar el aserto de que las prácticas seguidas progresivamente en las CAFO (los grandes establecimientos de crianza y engorde de animales) durante las últimas dos décadas representan las soluciones óptimas que se deberían acatar y preservar en las décadas por venir”.
Por otra parte, un pesimista puede creer que quizás esta es la debilidad de Smil: su fe en la razón. Pero yo no creo lo mismo: atascados en el presente como la mosca en la mermelada, diría Yeats, aterrorizados por la eternidad aparente de las reglas de un capitalismo voraz en su acumulación (entre Fredric Jameson, Mark Fisher y periodistas radiales que han encontrado muy útil esta cita prestigiosa, hemos aprendido a decir: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”), no nos damos cuenta de que vivimos en una sociedad que ha tendido a mejorar (aunque quizás estemos en un momento de perplejo retroceso). Como algunos libros que he comentado en esta serie de envíos (estoy pensando en Gastronomía e imperio, de Rachel Laudan), el de Smil es una muestra de una historia de ascensos y conquistas humanas, por más insostenible y desprestigiada que se encuentre la idea de progreso: desde nuestros enormes cerebros (ahí hay un dato hermoso para fiestas: nuestro cerebro es producto del acortamiento del tracto digestivo —muy demandante de “nafta”— gracias a la ingesta de carne, que permitió ahorrar energía para que ese órgano voraz pueda crecer) hasta la extensión de una dieta más equilibrada y rica para más habitantes en la Tierra, los humanos efectivamente parecemos haber “progresado”. Quizás ese futuro con el que sueña Smil, que por momentos se parece al sueño de Gene Roddenberry en Star Trek (una sociedad de científicos que puede producir su alimento sin dolor, en el caso de Star Trek mediante el fantástico replicador de alimentos), no sea tan imposible después de todo. Igualmente, Smil no le saca el cuerpo a la evidencia de que nuestras maneras actuales de producir alimento animal son una amenaza a la integridad de la biósfera (es de etiqueta no citar a Los Simpsons, pero este video es imperdible).
Reconozco la fascinación que produce la cocción de la carne, su aroma, la memoria cultural incontestable del hábito que nos reúne alrededor del fuego en el que chasquea la grasa al derretirse (“núcleo de la mitología e incluso la mística” de los argentinos, al decir de Juan José Saer en El río sin orillas). Smil nos muestra a lo largo de su documentadísimo ensayo cómo su caza mejoró nuestra capacidad de cooperar, cimentó nuestras sociedades, estimuló la comunicación verbal y no verbal y expandió nuestros cerebros. Aunque no dejo de comerla, no soy un fanático de la carne, y entiendo también ese impulso de repulsión que ha producido sociedades imaginarias monstruosas como las de Soylent Green. Quizás pueda haber un diálogo incluso entre quienes no admiten para sí mismos el daño a los “seres sintientes” (comenté un libro de Dominique Lestel que pone en jaque esta postura) y los que no pueden renunciar al sabor y (fundamentalmente) a la calidad nutricional de la carne animal, un diálogo conducido por el mutuo respeto, el respeto a las otras especies y la voluntad de no destruir el planeta.
El optimista Václav Smil confía en que sí.
Nos vemos en la próxima,
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor.
Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.